Atendamos qué economía
y
política de estado continuó
profundizándose.
Valoremos los análisis del
profesor universitario Rolando Astarita para ir nosotros indagando que:
1.
Los partidos de estado
gestionan los intereses de la clase capitalista y el más eficiente en
concretarlo ha sido
el PJ. Así Menem y los Kirchner han interpretado mejor cómo modelar el
amplio consenso imprescindible a la incesante acumulación del poder
concentrado por aumento de la desigualdad e injusticia sociales. El primero
lo consiguió en los noventa y los segundos siguiendo a Duhalde-Lavagna en los primeros
quince años del siglo XXI.
Recordemos que una mayoría adhirió
al liderazgo de Carlos Menem del PJ y los K fueron protagonistas de ese
neoliberalismo.
Menemismo, los K y la tesis del “transformismo”
19 de septiembre de 2012
Por Rolando Astarita
Una constante del discurso kirchnerista es separar absolutamente el modelo
neoliberal, impuesto por la dictadura en 1976, del “productivo con inclusión
social”, establecido en 2003, y vigente hasta el presente. Según este relato,
entre 1976 y 2003 las políticas de los gobiernos fueron anti-nacionales y anti-pueblo,
y favorables a los grupos económicos que se rigen por una lógica especulativa y
financiera. Pero todo habría cambiado con la llegada de los Kirchner a la
presidencia de la nación.
Claro que de ser esto así, se plantea el problema de explicar el apoyo del matrimonio “nacional y popular”, y también de montoneros y militantes de la “gloriosa JP” de los 70, al menemismo; así como la participación de relevantes kirchneristas (Nilda Garré, Abal Medina) en el gobierno de la Alianza. Recordemos que en los 90 se despidieron decenas de miles de trabajadores estatales; se privatizaron las empresas de correos, agua, teléfonos, gas, petróleo, ferrocarriles y las cajas de jubilaciones; se impusieron topes a los aumentos salariales; se ataron los aumentos en el sector privado a los incrementos de productividad; se habilitaron los contratos temporarios y se los promovió: se inició la discusión sobre la ley de flexibilización laboral (que se votaría con el gobierno de la Alianza); se redujeron las indemnizaciones por accidentes laborales; se estableció que la vigencia de los convenios colectivos podía suspenderse por tres años en casos de concursos y quiebras; y se incluyeron cláusulas que implicaban precarización laboral en numerosos convenios laborales (automotriz, siderurgia, alimentación). También en los 90 se extendió la sojización, y se iniciaron los grandes emprendimientos mineros a manos de empresas transnacionales. Y funcionarios, empresarios y burócratas sindicales se enriquecieron vertiginosamente con los negociados que posibilitaron las privatizaciones. Los Kirchner, además de enriquecerse, participaron de la privatización de YPF, de las cajas de jubilaciones y del bancos de Santa Cruz; fueron constituyentes en 1994 y proclamaron a Menem el mejor presidente argentino, después de Perón. Otros altos funcionarios kirchneristas tuvieron actuaciones parecidas.
(…)El
menemismo, una política de clase
En base a lo
desarrollado en el apartado anterior se deriva una visión sobre el menemismo y
los 90 muy distinta de la que sostiene la tesis subjetivo-idealista de las
coimas y “mordidas”.
A igual de lo que sucedió a nivel mundial, el
neoliberalismo no fue la expresión de una fracción del capital (usualmente se lo
asocia al capital financiero), sino la
encarnación de un programa político y social al que adhirió la clase capitalista
de conjunto. Su objetivo era restablecer la tasa de rentabilidad del
capital, haciendo retroceder al trabajo. La precarización laboral, el
debilitamiento de los sindicatos, el disciplinamiento de la clase obrera
mediante la desocupación y la amenaza de caer en el pauperismo, el
restablecimiento del poder de la moneda (esto es, de la ley del valor trabajo),
respondían a una lógica de
clase. La ideología del neoliberalismo (en sus diversas expresiones
teóricas, el monetarismo, los nuevos clásicos, los ofertistas, etc.) expresaba
esta necesidad del capital de conjunto. Por eso, fue abrazada por las clases
capitalistas de casi todos los países capitalistas, adelantados o atrasados. No
fue una “imposición” de coimas y altos salarios (aunque por supuesto, buenos
salarios para académicos y economistas allanaron muchos obstáculos intelectuales
para su adopción).
Lo sucedido
en Argentina se inscribe dentro de esta onda mundial. La flexibilidad laboral,
los empleos temporarios, la vía libre para los despidos instantáneos, etcétera,
beneficiaron al conjunto de la clase capitalista (Bonnet, 2007, subraya esta
naturaleza del menemismo). El sometimiento de amplios sectores de la economía a
las leyes del mercado (racionalización en las empresas privatizadas, despidos
masivos, etcétera) permitió elevar la productividad. En los 90, miles de
empresarios “nacionales y populares” sacaron provecho de las medidas que
apuntaban a elevar la cuota de plusvalía. La
acción del estado incidió directamente en las relaciones de producción; fue
poder de clase concentrado. Es que no
hay poder político sin poder de clase, y no hay poder de clase sin la base de la
propiedad privada.
Por otra
parte, las privatizaciones fueron acompañadas de inversión, lo que mejoró la
infraestructura (por ejemplo, en telecomunicaciones y energía) y con ello las
condiciones de explotación del trabajo. Esto también explica por qué amplios
sectores de la burguesía argentina apoyaron al menemismo. En una nota anterior
hice referencia al trabajo de Kulfas y Hecker (1998) en el que ponían de relieve
el aumento de la productividad y de la inversión en la década menemista. Kulfas
es hoy un alto funcionario del Banco Central, y destacado economista del
kirchnerismo. Por supuesto, en la tesis “a lo Basualdo”, el escrito de Kulfas de
1998 sólo se explicaría por el “transformismo”, esto es, por su cooptación con
coimas para hacer tarea sucia a favor de “los grupos concentrados”. Mi
interpretación es opuesta. Kulfas elogiaba el menemismo porque estaba
consustanciado con sus objetivos y su programa. Y los datos que presentaba con
Hecker demostraban que había habido, además de destrucción de empresas,
modernización de equipos productivos e inversión. Pero esto explica también el
apoyo de la burguesía argentina al menemismo en los años de “esplendor” de la
convertibilidad. Los K y los ex montoneros puestos a
funcionarios de Menem, respondían a este interés de clase. Las coimas y
altos salarios fueron la frutilla del postre, pero no lo esencial (aunque sí
fueron fundamentales para sus bolsillos).
El voto a
los delegados menemistas a la Constituyente de 1994, y a Menem en las
presidenciales de 1995, no se puede explicar por las coimas y los altos salarios
de los dirigentes. Hubo un amplio consenso en la clase dominante criolla,
incluidas las más amplias capas de las clases medias adineradas. No fueron
llevadas a votar de las narices por sus dirigentes “traidores y vendidos”. Es
casi infantil recurrir a este tipo de explicaciones. Dejo apuntado asimismo que
el voto de millones de trabajadores al menemismo no puede explicarse solo por el
engaño; incluso es reductivo creer que la clase dominante domina solo con
coerción y engaño (de nuevo, Poulantzas apunta este asunto).
Análisis en términos de clases o chismorreo sociológico
El abordaje
materialista permite entender los procesos históricos y las evoluciones
económico-sociales en términos de tendencias estructurales. Esto no quiere decir
que lo individual no tenga importancia, sino que lo
social -las relaciones de producción, las fuerzas productivas- tiene prioridad
explicativa. Por supuesto, siempre hay medidas que favorecen a una u
otra fracción del capital; esto implica tensiones, enfrentamientos y también
compromisos en el seno de la clase dominante, que deben procesarse por
intermedio del estado. En particular, durante las crisis, es inevitable la
desvalorización de fracciones enteras del capital (no solo industrial). Pero la
resolución de estos conflictos no depende, en lo esencial, de la capacidad de
lobby de tal o cual empresa, o de la coima que haya recibido tal o cual
funcionario, cuestiones en las que se entretienen las investigaciones de
Basualdo. En otras palabras, las contradicciones sociales y la dirección del
desarrollo no se resuelven analíticamente contando chismes.
Lo explico
con un ejemplo. La convertibilidad en su momento fue saludada por toda la clase
dominante argentina como una solución frente a las crisis hiperinflacionarias.
La razón de fondo era que con alta inflación el mercado sencillamente no puede
funcionar, y por lo tanto no hay acumulación posible. Pero con el tiempo, la
apreciación de la moneda trajo problemas -dada la baja productividad relativa de
la economía argentina- que terminaron estallando en 2001. Por eso, el quiebre de
la convertibilidad no se explica diciendo que triunfó la “fracción devaluadora”
sobre la fracción favorable al tipo de cambio bajo (Basualdo). Decir que la
devaluación se impuso porque los devaluacionistas se impusieron, es tautología,
lisa y llana, por más que se la disfrace con lenguaje sofisticado. En todo caso,
hay que preguntarse por qué los devaluacionistas pudieron imponerse en 2001 y
no, por ejemplo, en 1994. Y esto remite a la ley económica: en el mercado
mundial se impone la comparación de los tiempos de trabajo y productividades, y
la moneda no escapa a esta constricción, por más que quiera eludirla una u otra
fracción de la clase dominante. La salida de la crisis de 2001-2 por vía de la
devaluación, caída del salario y ajuste, tuvo el apoyo de prácticamente todo el
partido Justicialista (los K y ex montos incluidos), y otras formaciones
burguesas, porque respondió a una lógica de clase, y no porque se hubiera
impuesto una u otra fracción de la clase dominante.
Las
tensiones y relaciones entre sectores del capital (productores de bienes
transables y no transables, ramas industriales o financieras, etc.) evolucionan
en este marco, y los programas políticos necesariamente expresan esta realidad.
Si no se tiene en cuenta esto, el análisis se pierde en las superficialidades de
los “grupos de influencia”, de las coimas, de las capacidades de lobby y datos
similares. Es un cuento sin profundidad, que desemboca en el seguimiento de las
interminables piruetas políticas de los personajes de turno (aunque con la
imprescindible prudencia que demandan algunos puestos públicos muy bien
pagados).
En conclusión,
es necesario avanzar un análisis en términos de clases sociales, de las
relaciones de fuerza entre ellas, y de las lógicas de clase -vinculadas a la
explotación del trabajo y la acumulación del capital- implicadas en las
políticas implementadas frente a la larga crisis iniciada a mediados de los años
1970. El neoliberalismo fue la respuesta del capital a esa crisis; sintetizó el
programa de las cámaras empresariales, de la clase dominante como totalidad
concreta, frente al trabajo. El partido Justicialista (como el partido Radical,
y otras formaciones menores) no escapan a estas generales de la ley. Mal que les
pese a algunos doctores del progresismo de las ciencias sociales argentinas.
Textos citados:
Basualdo, E. (2011): Sistema político y modelo de acumulacion. Tres ensayos sobre la Argentina actual, Buenos Aires, Cara o ceca.
Bonnet, A. (2007): La hegemonía menemista. El neoconservadurismo en Argentina, 1989-2001, Buenos Aires, Prometeo.
Kulfas, M. y E. Hecker, (1998): “La inversión extranjera en la Argentina en los años 90, Tendencias y perspectivas”, Centro de Estudios para la producción.
Poulantzas, N. (1979): Estado, poder y socialismo, México, Siglo XXI.
Poulantzas, N. (1985): Poder político y clases sociales en el estado capitalista, México, Siglo XXI.
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Menemismo, los K y la tesis del transformismo
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Menemismo, los K y la tesis del transformismo
Fuente: https://rolandoastarita.blog/2012/09/19/menemismo-los-k-y-la-tesis-del-transformismo/#more-3383
2. El keynesianismo
no es antagónico al neoliberalismo como lo presenta el progresismo de
izquierda. Ambas son políticas para que la acumulación gran capitalista
supere una de sus
recurrentes crisis generales de
sobreproducción. También al Estado
"no se lo puede pensar haciendo abstracción de su carácter de clase. De
hecho, a lo largo de las últimas décadas el Estado contribuyó (y sigue
haciéndolo) al fortalecimiento de las posiciones del capital frente al
trabajo. Así, por ejemplo, las empresas que se mantienen bajo control
estatal se rigen cada vez más según la lógica de la rentabilidad: compiten
con empresas privadas, cotizan en bolsa, establecen relaciones con el mundo
financiero según las reglas del mercado, subcontratan trabajo y lo
precarizan, y remuneran a sus ejecutivos como cualquier otra empresa
capitalista. De la misma manera, cada vez más en reparticiones del Estado
encontramos trabajo precarizado y trabajadores con derechos laborales
mínimos. Todo apunta a la misma conclusión: el Estado no está por fuera de
la unidad orgánica que conforma el modo de producción capitalista".
“Somos todos keynesianos”, ¿de nuevo? (1)
26 de noviembre de 2016
“Somos todos keynesianos”, se lo habría admitido el
presidente Richard Nixon, en enero de 1971, a un periodista, en charla informal.
Nixon estaba aplicando un programa fiscal expansivo –a pesar del déficit
presupuestario- y una política monetaria también expansiva. Dado que su
administración era profundamente conservadora, el “somos todos keynesianos”
quedó grabado como un símbolo de hasta qué punto por entonces se instrumentaban
las políticas “keynesianas”.
Pues bien, el “somos todos keynesianos” está de vuelta desde la crisis de 2008-9, y cobra fuerza por estos días. El programa económico de Trump es representativo: promete estimular la economía a través de rebajas de impuestos y proyectos de infraestructura por un billón de dólares, que se financiarían con deuda pública y participación privada. Pero también Obama buscó reanimar la economía mediante inyecciones fiscales. Y antes lo había intentado Bush, cuando se iniciaba la crisis. En Japón, no sólo las políticas del primer ministro Abe encajan en lo que habitualmente se conoce como “keynesianismo”, sino también las de los gobiernos anteriores. Más en general, en el 2008 y 2009 el FMI y el G20 recomendaron a los gobiernos dar estímulos fiscales por un monto equivalente al 2% del PBI; además de aplicar políticas monetarias expansivas. Pero hay más casos: frente a la crisis, China aplicó un gigantesco plan de inyección fiscal. Recientemente, el gobierno británico instrumentó un programa de expansión fiscal para amortiguar los efectos del Brexit. El gobierno de Cambiemos, en Argentina, considerado por muchos “neoliberal”, trata de sostener la demanda en base a gasto y déficit fiscal, que financia con un endeudamiento en rápido ascenso. Y así podríamos seguir mencionando casos.
La idea rectora es siempre la misma: generar, a partir de
un incremento del gasto fiscal, un círculo virtuoso de demanda, que dé lugar al
aumento del empleo y de la producción. El supuesto es que el dinero volcado a la
economía sea gastado por los trabajadores y empresarios; lo que a su vez
generará nueva demanda, que volverá a ser gastada, y así en las sucesivas
rondas. Es el multiplicador keynesiano en acción. Después de años de teoría neoliberal
(en la práctica las políticas fueron otra cosa), en que el gasto fiscal no
cumplía prácticamente ningún rol, la receta keynesiana es aceptada por el establishment económico.
Tal vez el texto más representativo en este respecto sea el de Blanchard,
Dell’Ariccia y Mauro (2010).
Dado el aura de “izquierdismo” que tienen las políticas llamadas keynesianas, se plantea entonces la pregunta de si esta vuelta a una política de mayor gasto fiscal representa alguna forma de “giro a la izquierda” de los gobiernos capitalistas y de los organismos internacionales. Algunos intelectuales de izquierda incluso ya están diciendo que, en lo económico, programas como el de Trump son progresistas (o “no-neoliberales”).
Adelantamos que nuestra respuesta es que este giro
“keynesiano” apenas reasume algunos elementos de las políticas de posguerra del
“keynesianismo bastardo”, como lo llamó Joan Robinson,
para marcar su distancia
con el Keynes de la Teoría
General, en un encuadre general “de derecha”; esto es, de políticas
orientadas a incrementar la explotación del trabajo. En esta nota buscamos
resumir las principales características de estas evoluciones. Con este fin, en
lo que sigue empezamos resumiendo las principales ideas de Keynes sobre las
políticas económicas. A partir de aquí, pasamos revista a la evolución del mainstream de
la macro. Debido a su extensión, hemos dividido la nota en partes.
Keynes, política
frente a la crisis
Es indudable que Keynes recomendó, durante la crisis de los
1930, políticas fiscales expansivas; y bajas tasas de interés. En este punto se
enfrentó a una parte importante del establishment,
que sostenía que las economías capitalistas se restablecerían dejando actuar a
las fuerzas del mercado, que los presupuestos deberían estar siempre
equilibrados, y que las políticas fiscales, en el mejor de los casos, eran
inefectivas. Como dato ilustrativo, digamos que en durante la campaña electoral
de 1932, Roosevelt prometía acabar con el déficit. Una buena parte de los
economistas sostenía que con el equilibrio de las cuentas fiscales se
restablecería la confianza de los inversores (argumento que se mantiene hasta el
presente). Además, la mayoría del establishment estaba
por una política monetaria dura, que defendiera el valor de la moneda.
La posición de Keynes fue contraria a esas orientaciones.
Por ejemplo, en 1925, en “Las consecuencias económicas del señor Churchill”,
criticó la deflación por sus consecuencias recesivas para la industria y las
tensiones sociales que generaba. En 1929 escribió el programa económico del
candidato del partido Liberal, Lloyd George, donde atacó la política del Tesoro
de austeridad fiscal, y propuso un plan de obras públicas. En 1931 consideró que
el final del patrón oro y la depreciación de la libra esterlina proporcionarían
un alivio a la economía británica. También en 1931, en “Los medios para la
prosperidad”, defendió la teoría del multiplicador –que había elaborado poco
antes su alumno Robert Kahn- y el aumento del gasto fiscal. Y en diciembre de
1933, en una carta abierta al presidente Roosevelt, sostuvo que la
demanda es tan necesaria para el aumento del capital como la oferta, y
recomendó aumentar el gasto estatal, financiado con endeudamiento del gobierno o
emisión monetaria.
Así, a través de sucesivos artículos polémicos, fue
delineando el enfoque que luego desplegaría en la Teoría
General (en adelante, TG).
Aunque no era el único que pedía políticas activas; otros economistas compartían
el enfoque, pero carecían de un fundamento teórico para defenderlo.
La Teoría
General y las recomendaciones de
política económica
La TG vino a llenar el vacío que había en los 1930 para
justificar políticas activas. Entre sus ideas centrales está la crítica a la ley
de los mercados, o ley de Say, que dice que la oferta genera siempre una demanda
correspondiente. Al sostener que no siempre el ahorro se canaliza a la inversión
–puede ser atesorado- Keynes demuestra que la demanda puede ser inferior al
producto. Además, sostiene que el nivel de empleo no depende solo ni
principalmente de los salarios, y que es decidido por los empresarios en base a
la demanda esperada, y los costos esperados. De manera que a un nivel de demanda esperada (o
demanda efectiva, como le llama Keynes), y dadas las condiciones físicas de la
oferta y los salarios, se determina el volumen de ocupación, que determina el
ingreso nacional. La demanda, por otra parte, depende del consumo, que depende
del ingreso; y también depende de la inversión, que depende de la tasa de
interés (determinada por la preferencia por la liquidez); y del rendimiento
esperado de la inversión, o eficiencia marginal del capital.
A partir de estos elementos, Keynes
pone el acento en estimular el consumo y la inversión. En particular, sostiene
que la inversión es clave para sostener la demanda (véase aquí y aquí).
Y enfatiza que, debido a la incertidumbre acerca del futuro, nada
asegura que la inversión se mantendrá a un nivel que garantice el pleno empleo,
o un alto nivel de empleo.
Destaquemos entonces que no siempre, ni necesariamente, un
tirón de demanda –promovido por el gasto estatal- pondrá en movimiento la ronda
de gastos que sugiere la teoría del multiplicador. Supongamos, por ejemplo, que
una economía está en crisis, y el gobierno inyecta gasto para reanimar la
demanda. Las empresas entonces reducen sus stocks de mercancías sin vender, pero
supongamos que con el ingreso obtenido, en lugar de volver a contratar
trabajadores, deciden bajar sus deudas con los bancos, o mantenerse líquidas,
porque tienen incertidumbre acerca de la evolución general de la economía (Alvin
Hansen, (1945) y Leijonhufvud (2006) contemplan esta posibilidad). En ese caso,
la inyección fiscal habrá sido ineficaz. Se pueden mencionar casos actuales que
ilustran el argumento. Uno es el poco efecto de la inyección de dinero que
dispuso Bush cuando la economía de EEUU giraba a la recesión, en 2008. Otro, más
significativo, son las políticas fiscales expansivas aplicadas en Japón, desde
inicios de los 1990. A fin de sacar a la economía del estancamiento, y a lo
largo de los últimos 25 años, los gobiernos nipones inyectaron ingentes
cantidades de estímulo fiscal, construyendo puentes, caminos, represas,
escuelas, centros de deporte, líneas férreas. Como resultado, el gasto público
pasó de representar el 30% del PBI, en 1990, al 42% en la actualidad; y la deuda
pública hoy alcanza al 230% del producto. Sin embargo, desde 1992 a la fecha la
economía nipona creció a un promedio anual de sólo el 0,9%.
Por eso, y tal vez previendo estas dificultades, en la TG
(capítulo 10) Keynes no afirma que el mecanismo del multiplicador siempre, y en
toda circunstancia, se pondrá en funcionamiento. Puntualmente planteó que el
incremento del gasto público podía elevar las tasas de interés y los precios de
los bienes de capital, lo cual afectaría negativamente a los inversionistas
privados, y que era necesario contrarrestar este efecto impulsando una baja de
la tasa de interés. En segundo término, sostuvo que los programas
gubernamentales podían generar desconfianza, aumentar la preferencia por la
liquidez o disminuir la eficiencia marginal del capital (esto es, la expectativa
de ganancias), y por lo tanto retardar las inversiones. Aunque, a pesar de estas
matizaciones, pensaba que el mecanismo básicamente funcionaba de la manera
indicada por la teoría. Por eso escribió que cuando existe desocupación
involuntaria, todo gasto –fuera para la construcción de pirámides, para reparar
daños ocasionados por terremotos, e incluso por las guerras- podía servir para
aumentar la riqueza y la ocupación. En este contexto aparece su famoso argumento
sobre que, si la Tesorería llenara botellas con billetes de banco, las enterrara
y dejara a la iniciativa privada el cuidado de desenterrar los billetes, no
habría más desocupación.
Sin embargo, cuando analiza el ciclo económico (capítulo 22
de la TG), no
recomienda políticas contracíclicas. De acuerdo a algunos poskeynesianos,
la razón es que pensaba que lo importante era aplicar políticas que evitaran las
fluctuaciones; de ahí que llegue a proponer la socialización de la inversión
(véase más abajo). Pero además, a lo largo del libro mantiene la preocupación
por el clima de los negocios, y el incentivo para invertir. Significativamente,
en el capítulo 12, dedicado a las expectativas de largo plazo –en las cuales la
incertidumbre juega un rol central- da gran importancia al ambiente político y
social, y a la confianza, o desconfianza, que puedan inspirar los gobiernos a
los “hombres de negocios”:
“[…] no sólo se exagera la importancia de las depresiones y
retrocesos, sino que la prosperidad económica depende excesivamente del ambiente
político y social que agrada al tipo medio del hombre de negocios. Si el temor
de un gobierno laborista o de un New Deal deprime la ‘empresa’, esto no tiene
que ser necesariamente resultado de un cálculo razonable o de una conspiración
con finalidades políticas; es simple consecuencia de trastornar el delicado
equilibrio del optimismo espontáneo. Al calcular las posibilidades de inversión
debemos tener en cuenta, por tanto, los nervios y la histeria, y aun la
digestión o reacciones frente al estado del tiempo, de aquellos de cuya
actividad espontánea depende principalmente” (TG, p. 148).
Esto es, el New Deal, que comúnmente se cita como ejemplo
de la “política keynesiana” por excelencia, puede perjudicar, según el mismo
Keynes, a las inversiones, si no inspira confianza en los capitalistas.
Textos citados
Blanchard, O.; G. Dell’Ariccia y P. Mauro (2010): “Rethinking Macroeconomic Policy”, IFM Staff Position Note, febrero (https://www.imf.org/external/pubs/ft/spn/2010/spn1003.pdf).
Hansen, A. (1945): Política fiscal y ciclo económico, México, fce.
Keynes, J. M. (1986): Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, México, FCE.
Leijonhufvud, A. (2006): “Los ciclos largos en las visiones económicas”, en Organización e inestabilidad económica, Buenos Aires, Temas Grupo Editorial, pp. 3-19.
Blanchard, O.; G. Dell’Ariccia y P. Mauro (2010): “Rethinking Macroeconomic Policy”, IFM Staff Position Note, febrero (https://www.imf.org/external/pubs/ft/spn/2010/spn1003.pdf).
Hansen, A. (1945): Política fiscal y ciclo económico, México, fce.
Keynes, J. M. (1986): Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, México, FCE.
Leijonhufvud, A. (2006): “Los ciclos largos en las visiones económicas”, en Organización e inestabilidad económica, Buenos Aires, Temas Grupo Editorial, pp. 3-19.
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“Somos todos keynesianos”, ¿de nuevo? (1)
“Somos todos keynesianos”, ¿de nuevo? (1)
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“Somos todos keynesianos”, ¿de nuevo? (3)
12 de diciembre de 2016
Por Rolando Astarita
(...) Entender el carácter de clase del keynesianismo
Desde hace
más de tres décadas el progresismo de izquierda ha opuesto las banderas del
keynesianismo al neoliberalismo en ascenso. Recuerdo que a mediados de los 1990
un dirigente sindical izquierdista (y hoy sigue siendo dirigente sindical) me
decía que, dada la situación, la alternativa progresiva para los trabajadores
pasaba por volver al programa keynesiano. Centralmente, aumentar la
participación del Estado en la economía. Por esta vía mi interlocutor embellecía
–igual que hace hoy Davidson- al keynesianismo de la síntesis y dejaba de lado
las contradicciones reales del sistema capitalista que habían desembocado en la
crisis de los 1970.
Actualmente el reclamo de “keynesianismo” se expresa en la disyuntiva que
plantea prácticamente todo el progresismo, a saber, “Estado o mercado”. Aquí se
entiende por “Estado” la utilización del gasto para sostener la demanda y
“favorecer la equidad social”. Con lo cual se llegaría a la conclusión de que el
“nuevo keynesiano” del FMI y de The
Economist representaría
una forma de giro progresista. Es el resultado natural de haber pasado por alto
no solo la naturaleza de clase del “todos somos keynesianos” de posguerra, sino
también los límites capitalistas del keynesianismo de la Teoría
General.
En tanto subsista el régimen de producción capitalista no
hay manera de socializar la inversión, acabar con la lógica de la rentabilidad o
suprimir la desocupación. Pero por eso mismo no se pueden eliminar las
recurrentes crisis generales de sobreproducción. No lo hizo el keynesianismo de
posguerra, ni el nuevo consenso de los 2000. Por eso, la izquierda necesita una
teoría radical, esto es, que vaya a las raíces de los problemas que padecen las
masas trabajadoras. Desde el punto de vista de la teoría, y
de la política, pasar del manual de Macroeconomía de
Blanchard al Economics
de los 1960 de Samuelson, es marcar el paso en el mismo lugar.
Textos citados:
Aglietta, M. (1979): Regulación y crisis del capitalismo, Madrid, Siglo XXI.
Blanchard, O. J. (2008): “The State of Macro”, NBER Working Paper 14.259, agosto.
Blanchard, O. y D. Pérez Pérez Enrri (2000): Macroeconomía. Teoría y Política Económica con aplicaciones a América Latina, Lima, Prentice Hall.
Blanchard, O.; G. Dell’Ariccia y P. Mauro (2010): “Rethinking Macroeconomic Policy”, IFM Staff Position Note, febrero.
Borio, C. (2011): “Rediscovering the macroeconomic roots of financial stability policy: journey, challenges and a way forward”, BIS Working Paper Nº 354, Monetary and Economic Department, September.
Colander, D. (2003): “The Strange Persistence of the IS/LM Model”, Middlebury College, Economics Discussion Paper Nº 03-07, marzo.
Davidson, P. (2007): John Maynard Keynes, Palgrave Macmillan.
Krugman, P. R. (2011): “The Profession and the Crisis”, Eastern Economic Journal, vol. 37, pp. 307-312.
Lipietz, A. (1979): Crise et inflation. Pourquoi?, Paris, Maspero.
Mandel, E. (1979): El capitalismo tardío, México, Era.
Shaikh, A. (1991): Valor, acumulación y crisis, Bogotá, Tercer Mundo Editores.
Aglietta, M. (1979): Regulación y crisis del capitalismo, Madrid, Siglo XXI.
Blanchard, O. J. (2008): “The State of Macro”, NBER Working Paper 14.259, agosto.
Blanchard, O. y D. Pérez Pérez Enrri (2000): Macroeconomía. Teoría y Política Económica con aplicaciones a América Latina, Lima, Prentice Hall.
Blanchard, O.; G. Dell’Ariccia y P. Mauro (2010): “Rethinking Macroeconomic Policy”, IFM Staff Position Note, febrero.
Borio, C. (2011): “Rediscovering the macroeconomic roots of financial stability policy: journey, challenges and a way forward”, BIS Working Paper Nº 354, Monetary and Economic Department, September.
Colander, D. (2003): “The Strange Persistence of the IS/LM Model”, Middlebury College, Economics Discussion Paper Nº 03-07, marzo.
Davidson, P. (2007): John Maynard Keynes, Palgrave Macmillan.
Krugman, P. R. (2011): “The Profession and the Crisis”, Eastern Economic Journal, vol. 37, pp. 307-312.
Lipietz, A. (1979): Crise et inflation. Pourquoi?, Paris, Maspero.
Mandel, E. (1979): El capitalismo tardío, México, Era.
Shaikh, A. (1991): Valor, acumulación y crisis, Bogotá, Tercer Mundo Editores.
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“Somos todos keynesianos”, ¿de nuevo? (3)
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Neoliberalismo y crítica marxista
26 de diciembre de 2016
Por Rolando Astarita
Los gráficos
sobre aumento relativo del gasto estatal en las economías capitalistas, que he
presentado en la nota anterior (aquí),
han movido a algunas personas a preguntarse si estoy negando la existencia del
neoliberalismo. En realidad, en ningún momento negué el neoliberalismo.
Simplemente defiendo una caracterización de ese fenómeno distinta de la que
sostiene la mayoría de la izquierda. En particular, sostengo que lo distintivo
del neoliberalismo no fue la mayor o menor participación del Estado en la
economía; y que es equivocado interpretarlo en términos de ascenso del capital
financiero sobre otras formas del capital.
Traté este
asunto en varios lugares. Por ejemplo, en El
capitalismo roto, donde
critiqué la tesis de la financiarización; o en la nota reciente sobre
keynesianismo (aquí).
También incorporaré el tema en la segunda edición (corregida y aumentada) de Keynes,
poskeynesianos y keynesianos neoclásicos, que espero se publicará en
2017. Allí escribo:
“El ascenso desde mediados de la década de 1970 del neoliberalismo -englobando con este término al conjunto de doctrinas que desembocan en el nuevo consenso neoclásico keynesiano- ha sido interpretado por buena parte del pensamiento progresista y de izquierda como un asalto del sector financiero a los puestos de mando del capital.
Nuestra
interpretación es diferente.
Consideramos que el neoliberalismo expresa una política de todo el capital, no
sólo de una de sus fracciones. Esto es, el apoyo que tuvieron, y tienen, las
políticas recomendadas por monetaristas, nuevos clásicos, nuevos keynesianos y
similares excede en mucho al capital financiero. Los ataques a los derechos
sindicales; los ajustes que implican caídas del salario; las legislaciones para
flexibilizar las relaciones laborales; la reducción o supresión de subvenciones
a los desempleados; el empobrecimiento de pensionistas y jubilados; las
ofensivas contra los inmigrantes,
fueron medidas que apuntaron a restablecer la rentabilidad del capital de
conjunto.
Por esta razón fueron apoyadas a nivel global no solo por los bancos y
financistas, sino también por las cámaras empresarias de la industria, el
comercio, el agro, la minería, el transporte, más amplios sectores de las clases
medias y de las patronales pequeñas y medianas.
Por otra parte, las privatizaciones, las aperturas comerciales y las libertades
para el movimiento transnacional de los capitales tuvieron como efecto someter
de manera más abierta y plena a todas las economías a la ley de la ganancia.
Y esta
orientación fue alentada por capitales industriales, comerciales, agrarios,
junto al capital financiero. Incluso las fracciones más débiles de los capitales
nacionales buscaron insertarse en esta mundialización del capital.
La reacción neoliberal, a su vez, fue acompañada por una movilización
reaccionaria en la política, la cultura y la ideología.
En muchos ámbitos se impuso la consigna “que gane el mejor y el más fuerte”, que
por lo general son los más ricos. Se rechazaron los movimientos críticos y las
culturas contestatarias; resurgieron movimientos racistas y xenófobos; y se
exaltaron valores conservadores burgueses. Todo ello contribuyó a que el trabajo
fuera subsumido de forma más completa al capital de conjunto, sin distinciones.
Por eso pensamos que el neoliberalismo expresa el programa de la clase
capitalista global frente a la crisis de rentabilidad que estalló en los 1970, y
la posterior profundización de la mundialización del capital.”
Lo
esencial: aumento de la tasa de explotación
En esta
descripción el tema de si el gasto del Estado tuvo más o menos intervención en
la economía no
tiene mayor relevancia para la caracterización de las políticas que se aplicaron
en los países capitalistas en las últimas décadas.
Lo esencial es que el programa del capital pasó por aumentar la tasa de
explotación del trabajo.
Lo cual explica también por qué el neoliberalismo tuvo la adhesión de
prácticamente todas las facciones del capital; naturalmente, el aumento de la
tasa de explotación del trabajo es la raíz de la hermandad del capital.
En este
respecto, en la nota en la que analizo el libro de Piketty (aquí)
señalé que hay mucha evidencia empírica del aumento de la participación de los
beneficios en el ingreso a nivel global; eso es, hubo una tendencia al aumento
de la relación beneficios / salarios, que nos da un proxy a la tasa de
plusvalía. Escribí:
“Según
Kristal (2010), y para 16 países industrializados, la relación W/Y aumenta en
promedio en la posguerra y hasta los 1970, pero baja desde el 73% en 1980 al 60%
en 2005. Sostiene que en las dos últimas décadas los aumentos de productividad
superaron a los aumentos salariales.
Por otra
parte, de acuerdo a Karabarbounis y Neiman (2013) la participación de los
salarios ha estado declinando a nivel global desde 1980: tomando su
participación en el valor bruto añadido de las corporaciones, habría caído un 5%
en los últimos 35 años, desde el 64% al 59%. De 59 países con al menos 15 años
de datos entre 1975 y 2012, 42 muestran tendencias decrecientes en la
participación del trabajo. La tendencia se verifica también en China, India y
México. Blanchard y Giavazzi (2003) también encuentran la caída de la
participación de los salarios en los países desarrollados en las últimas
décadas. Otra manera de ver el aumento de la participación de los beneficios en
el ingreso es a través de la distancia entre los ingresos de los CEO de las
grandes corporaciones (plusvalía) y los salarios promedio. En EEUU, en 2013, la
paga de los altos ejecutivos es 343 veces mayor que la de la media de los
empleados y 774 veces mayor que la de aquellos que menos cobran. En 1983 la
diferencia con la media era 46 veces (Executive Paywatch, de la AFL-CIO).
También el “Informe mundial sobre salarios 2012-2013” de la OIT muestra esta dinámica. En 16 economías desarrolladas la proporción media del trabajo disminuyó del 75% del ingreso nacional a mediados de los 1970 a 65% en los años previos de la crisis de 2007. En Japón la participación del salario en el ingreso pasó del 68,4% en 1970 al 79,93% en 1977, para bajar al 54,5% en 2010. En EEUU pasó del 71,98% en 1970 al 63,27% en 2010; y en Alemania fue del 69,75% en 1970 al 63,66% en 2010. A su vez, en 16 economías en desarrollo y emergentes, disminuyó del 62% del PBI en los primeros años de los 1990 al 58% justo antes de la crisis.
Por otra
parte, la evolución de la plusvalía
relativa parece clara. Según la OIT, el índice de productividad del
trabajo (producto por trabajador) en las economías desarrolladas, con base 100
en 1999, se había elevado a 114,6 en 2011; en tanto que el índice de los
salarios, en el mismo período, había aumentado a 105,9. En EEUU la productividad
real por hora en el sector empresarial no agrícola aumentó 85% desde 1980 a
2011, y la remuneración salarial lo hizo el 35%. En Alemania, en las dos últimas
décadas, la productividad se incrementó cerca del 25%, pero los salarios reales
permanecieron sin cambios.
Esto está indicando que
la tasa de plusvalía aumenta, aun cuando aumenta la canasta de bienes
salariales. Incluso en China, a pesar de que los salarios se triplicaron en la
última década, el PBI aumentó a una tasa superior, de manera que W/Y disminuyó”
(W: salario; Y: ingreso).
Subrayamos entonces que la cuestión de si el Estado tuvo más o menos participación en las economías capitalistas es secundaria a la hora de definir en qué consiste el neoliberalismo. Más importante aún es que no tuvo un papel neutral en la ofensiva contra el trabajo. Contra lo que piensa el sentido común del izquierdismo progresista, el Estado no está por fuera de las relaciones de clase; no se lo puede pensar haciendo abstracción de su carácter de clase. De hecho, a lo largo de las últimas décadas el Estado contribuyó (y sigue haciéndolo) al fortalecimiento de las posiciones del capital frente al trabajo. Así, por ejemplo, las empresas que se mantienen bajo control estatal se rigen cada vez más según la lógica de la rentabilidad: compiten con empresas privadas, cotizan en bolsa, establecen relaciones con el mundo financiero según las reglas del mercado, subcontratan trabajo y lo precarizan, y remuneran a sus ejecutivos como cualquier otra empresa capitalista. De la misma manera, cada vez más en reparticiones del Estado encontramos trabajo precarizado y trabajadores con derechos laborales mínimos. Todo apunta a la misma conclusión: el Estado no está por fuera de la unidad orgánica que conforma el modo de producción capitalista.
Por eso, el
punto de partida del análisis deben ser las relaciones entre las clases sociales
fundamentales de la sociedad moderna. Y por eso también, y contra lo que
imaginan los ideólogos del reformismo pequeño burgués, el
aumento de la explotación del trabajo es perfectamente compatible con la no
reducción o el aumento de la participación del gasto estatal en el producto.
Más aún, la participación del gasto social en el producto ha tendido a aumentar,
en el promedio de los países de la OCDE, entre 1980 y 2015. Las razones de por
qué sucedió así deberán investigarse, pero de nuevo esto no impidió el aumento
de la tasa de explotación (en Argentina esta cuestión tiene particular
relevancia a la hora de caracterizar a la política del gobierno de Macri). En
otras palabras, el aumento del gasto público no está en contradicción con la
ofensiva del capital desde mediados de los 1970.
Textos citados
Blanchard, O. y F. Giavazzi, (2003): “Macroeconomic Effects of Regulation and Deregulation in Goods and Labor Markets”, Quarterly Journal of Economics, vol. 118, pp. 879-907.
Karabarbounis L., y B. Neiman (2003): “The Global Decline of the Labor Share”, NBER Working Paper Nº 19.136, junio.
Kristall, T. (2010): “Good Times, Bad Times: Postwar Labor’s Share of National Income in Capitalist Democracies”, American Sociological Review, vol. 75, pp.729-763.
Blanchard, O. y F. Giavazzi, (2003): “Macroeconomic Effects of Regulation and Deregulation in Goods and Labor Markets”, Quarterly Journal of Economics, vol. 118, pp. 879-907.
Karabarbounis L., y B. Neiman (2003): “The Global Decline of the Labor Share”, NBER Working Paper Nº 19.136, junio.
Kristall, T. (2010): “Good Times, Bad Times: Postwar Labor’s Share of National Income in Capitalist Democracies”, American Sociological Review, vol. 75, pp.729-763.
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Neoliberalismo y crítica marxista
Neoliberalismo y crítica marxista
3. La corrupción va más allá de
coimas y “mordidas”. En esencia hace al funcionamiento del
capitalismo.
A propósito de negociados y corrupción, un texto de Marx
14 de abril de 2016
Por Rolando Astarita
La
corrupción está de nuevo, en Argentina, en los primeros planos del debate. En
una nota anterior (aquí y aquí),
la hemos tratado a partir de su relación con la acumulación de riqueza y el
Estado. Escribíamos:
“Los mecanismos de la corrupción posibilitan que fracciones del capital mejoren
sus posiciones frente a sus competidores, y también que personajes carentes de
recursos se conviertan, casi de la noche a la mañana, en grandes capitalistas.
Es una historia repetida, que reconoce tres pasos característicos: el saqueo
originario, el blanqueo del dinero… y la puesta en marcha del negocio
legalizado”.
Dado que los fraudes desde el Estado –la obra pública es una vía tan tradicional como privilegiada- representan desvíos de flujos de plusvalía, alimentan constantemente la deuda pública. Esta, a su vez, da lugar a nuevos negociados y enriquecimientos; lo que a su vez incrementa la deuda, en una espiral creciente. Por eso, periódicamente estos estropicios pueden llevar, en países atrasados, a defaults, con los que se liquidan valores insostenibles y se descarga la crisis en el pueblo… para volver a empezar con la ronda de fraudes, negociados y más deuda pública. Aunque no se trata solo de negociados con la obra pública; también está el Estado haciendo la vista gorda en el tráfico de drogas, de personas, de armas y otros “bienes y servicios”. Y la evasión o elusión de impuestos, vía paraísos fiscales (ver aquí) u otras maniobras. A lo que hay que sumar los negociados financieros y cambiarios. En este último respecto, el caso reciente más brutal fue la venta de dólares a futuro, en los últimos meses del gobierno K, por el Banco Central, a un precio mucho más bajo que el que regía en el mercado. Una operación que da lugar a que más de 70.000 millones de pesos (equivalentes a casi 5000 millones de dólares) estén siendo transferidos desde el sector público a los bolsillos de inversores privados “avisados”.
Por lo
tanto,
un enfoque que parta del carácter de clase del gasto y la deuda pública, y de
los intereses de clase que se juegan en esos fraudes y maniobras especulativas,
debería ayudar a entender por qué no existe diferencia cualitativa entre lo que
roba y coimea el “capital-estatista” puesto a funcionario nacional y popular; y
lo que roba y coimea el “neoliberal-agente de los yanquis y del capital
financiero”, puesto a funcionario del Estado “serio y responsable”. Y que
tampoco hay diferencia entre el enriquecimiento súbito de los “inversores
avisados” que posibilita el primero, y el que posibilita el segundo.
A los fines
de sumar elementos de juicio que ayuden a ese necesario abordaje materialista,
en lo que sigue presento un resumen de la crítica de Marx –en Las
luchas de clases en Francia– a las políticas asociadas a las deudas
del Estado y el déficit público en Francia. El lector podrá advertir que, por
debajo de las adaptaciones de época lógicas y necesarias, la esencia permanece.
En Argentina siglo XXI se trata de “la
misma prostitución, el mismo engaño desvergonzado, la misma sed de riquezas, no
por la producción, sino por el escamoteo de la riqueza ya existente de otros”
de las que hablaba el autor de El
Capital al describir los
gobiernos franceses de mediados del siglo XIX.
El
reinado de los banqueros y la deuda pública
En Las
luchas de clases en
Francia Marx analiza el
régimen de Luis Felipe, la revolución de 1848, y los gobiernos y conflictos
posteriores que llevaron al triunfo de Luis Bonaparte. Comienza señalando que
con Luis Felipe no había reinado la burguesía francesa, sino una fracción de
ella, los banqueros, los grandes inversores de la Bolsa, los magnates de los
ferrocarriles, de las minas de carbón y hierro, y de la gran propiedad rural; lo
que se conocía como la “aristocracia financiera”. Esta aristocracia dominaba el
Estado, al que utilizaba como palanca para el enriquecimiento: “Instalada en el
trono, dictaba leyes a las Cámaras, distribuía cargos públicos, desde los
ministerios hasta las ventas de tabaco”.
Encontramos
aquí un
análisis de clase del manejo del Estado, a partir del cual se
comprende la deuda pública. Esta no surge del aire, ya que es funcional a las
maniobras de enriquecimiento de la aristocracia financiera: “Desde el comienzo,
la penuria financiera puso a la monarquía de julio bajo la dependencia de la
alta burguesía”. Una dependencia que sería “fuente inagotable de un creciente
malestar financiero”. Y aquí Marx hace una observación fundamental: “Es
imposible subordinar la gestión del Estado al interés de la producción nacional, sin
establecer el equilibrio del presupuesto, es decir, el equilibrio
entre los gastos y los ingresos del Estado” (énfasis añadido). Por este motivo,
la burguesía industrial, la clase obrera y los pequeños propietarios, pedirán el
“gobierno barato”.
Sin embargo,
era imposible lograr el equilibrio sin herir los intereses de los que eran
“sostenes del sistema dominante y sin reorganizar la distribución de impuestos”,
esto es, sin
descargar el costo fiscal sobre la misma gran burguesía. Pero la
alta burguesía tenía un interés directo en el endeudamiento, ya que “el déficit
del Estado era el objeto mismo de [las] especulaciones [financieras] y el puesto
principal de su enriquecimiento”. Es que cada nuevo empréstito –que se renovaba
cada cuatro o cinco años- daba lugar a nuevas oportunidades para esquilmar al
Estado, al que se mantenía siempre al borde de la bancarrota: “Cada nuevo
empréstito daba una nueva oportunidad para desvalijar al público que colocaba
sus capitales en rentas sobre el Estado, por medio de operaciones bursátiles, en
el secreto de las cuales estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de las
Cámaras”.
De esta
manera los especuladores se aprovechaban de las fluctuaciones violentas de los
precios de los títulos, y el déficit se mantenía elevado. “Siendo el déficit
presupuestario de interés directo de la fracción de la burguesía en el poder, se
explica el hecho de que el presupuesto extraordinario, en los últimos años del
gobierno de Luis Felipe, haya sobrepasado en mucho al doble de su monto bajo
Napoleón…”. De manera que el déficit es funcional a los intereses “de la
fracción de la burguesía en el poder”. La idea se refuerza enseguida: “Además,
pasando de esa manera enormes sumas entre las manos del Estado, daban lugar a
fraudulentos contratos de entrega, a corrupciones, a malversaciones y estafas de
todo tipo”. Un saqueo de los fondos públicos que “se renovaba en detalle en los
trabajos públicos”. De ahí que la
obra pública, las construcciones de líneas ferroviarias, los gastos públicos en
general, se constituyeran en otras tantas fuentes de enriquecimiento.
“Las Cámaras [legislativas] arrojaban sobre el Estado las cargas principales y
aseguraban el maná dorado a la aristocracia financiera especuladora”. No existe,
por parte de Marx, la menor concesión a los empresarios, fueran contratistas de
obra pública o inversores en ferrocarriles, que se enriquecían gracias a sus
vínculos con el Estado. La situación de conjunto es descrita en los siguientes
términos:
“En tanto
que la aristocracia financiera dictaba leyes, dirigía las gestiones del Estado,
disponía de todos los poderes públicos constituidos, dominaba la opinión pública
por la fuerza de los hechos y por la prensa en todas las esferas, desde la Corte
hasta el café borgne [lugar
de reunión de gente de negocios] se reproducía la misma prostitución, el mismo
engaño desvergonzado, la misma sed de riquezas, no por la producción, sino por
el escamoteo de la riqueza ya existente de otros”. En otros términos, no había
generación de valor y riqueza por incremento de la base productiva, sino saqueo,
traspaso de riqueza de unas manos a otras (puede enriquecerse este análisis con
los conceptos de trabajo productivo e improductivo que Marx desarrollaría luego
en El
Capital). Sigue el texto:
“Especialmente en la cúspide de la sociedad burguesa es donde la hartura de las
concupiscencias más malsanas y más desordenadas se desencadenaba y entraba a
cada instante en conflicto con las leyes burguesas mismas, pues allí es donde la
fruición del goce se hace crapuleuse,
donde el oro, el lodo y la sangre se mezclan con toda naturalidad. La
aristocracia financiera, en su modo de ganancias como en sus goces, no es otra
cosa que la resurrección del proletariado del hampa en las cimas de la sociedad
burguesa”. “Proletariado del hampa” puede leerse como el lumpen; es posible que
este pasaje haya inspirado a autores muy posteriores (Baran, Gunder Frank) a
hablar de la “lumpen burguesía” para referirse a formas parasitarias de
enriquecimiento de fracciones de la clase dominante.
El
gobierno surgido de la Revolución de Febrero
El análisis
de Marx sobre la política del Gobierno “de unidad nacional” surgido del triunfo
de febrero de 1848, con respecto a la deuda, conserva el mismo sesgo crítico, a
pesar de que “la revolución era dirigida ante todo contra la aristocracia
financiera”. Después de señalar que el crédito público descansa sobre la
creencia de que el Estado se deja explotar por los prestamistas, y que la lucha
de la clase obrera pone en cuestión esa credibilidad, Marx apunta que a fin de
eliminar toda sospecha sobre la voluntad de cumplir con las deudas dejadas por
el régimen anterior, el Gobierno pagó a los acreedores antes de que vencieran
los plazos legales de reembolso. Es el argumento que se repetiría una y otra
vez, asegurar a los capitalistas que se cumplen los contratos. “El aplomo
burgués, la seguridad de los capitalistas, se despertaron bruscamente cuando
vieron la presurosa ansiedad con la cual se trataba de comprar su confianza”.
Pero esto
agravó la situación financiera del Gobierno provisorio. Y como el déficit de
algún lado hay que cubrirlo, el Gobierno descargó el peso sobre los pequeños
burgueses, los empleados y los obreros. Los depósitos en caja de ahorro que
superaban los 100 francos fueron declarados no reembolsables en dinero, y se
entregaron bonos del Tesoro en su lugar. Bonos que los ahorristas se vieron
obligados a vender a los financieros contra los que se había hecho la Revolución
de Febrero. El Gobierno también transformó los bancos provinciales en sucursales
del Banco de Francia, al que concedió un empréstito garantizado con una hipoteca
sobre los bosques fiscales. Y por último, aumentó el impuesto a los campesinos.
“Los campesinos son los que tuvieron que pagar los gastos de la Revolución de
Febrero y entre ellos la contrarrevolución tomó su principal contingente”.
En
conclusión,
en este análisis el déficit y la deuda pública no caen del cielo. Son explicados
en un contexto social preciso, el modo de producción capitalista, y responden
a lógicas de clase definidas. La corrupción, asociada al gasto
público y la deuda, debería abordarse desde la misma perspectiva.
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A propósito de negociados y corrupción, un texto de Marx
A propósito de negociados y corrupción, un texto de Marx