Con la construcción de Tecnópolis y del
enemigo en la Mesa de Enlace ha posibilitado:
ese avance desertificador y de
genocidios silenciosos que involucró a multimedios e instituciones
científico-tecnológicas.
Veamos
qué implicancias tiene el triunfalismo presidencial y multimediático respecto al crecimiento económico a tasas chinas. Ejemplifiquemos mediante el artículo sobre el gobierno de Evo Morales:
El desafío después del
triunfo
20 de octubre de 2014
20 de octubre de 2014
Por Rafael Bautista S. (Rebelión)
(…)La tensión actual que el gobierno tendría que dilucidar en
esta tercera gestión es aquella apuesta decidida que la anterior gestión, sobre
todo, se ha encargado de efectivizar a costa de los ideales propios del “proceso
de cambio”. Se trata de la tensión (nada creativa) entre el desarrollismo y el
“vivir bien”. Si bien nuestro discurso es, ante el mundo, propositivo, éste no
deja de ser retórico cuando lo que efectivamente se produce, en los hechos, es,
aun en términos post-neoliberales, capitalismo puro; o sea, se puede ser anti-neoliberal
y
seguir afirmando el capitalismo (incluso se puede afirmar un post-capitalismo
sin renunciar a los ideales modernos, como el famoso progreso infinito,
presupuesto de un crecimiento ilimitado y un desarrollo infinito, base epistémica de la racionalidad económica que la crisis climática se ha encargado
de poner, precisamente, en crisis).
Por ello
no es de extrañar que las entidades económico-financieras globales
tomen a Bolivia como ejemplo;
pues si de lo que se trata es de recomponer el
sistema económico mundial y su disposición geopolítica centro-periferia, nada
mejor que, precisamente, nuestras economías, como siempre, subvencionen una
nueva recomposición de los capitales centrales. El crecimiento, la estabilidad
macroeconómica y el PIB sirven para eso. Por eso no es raro que el PIB sea ahora
el factor decisivo de la medición de lo que nuestras economías realizan y,
sumado a ello, la abusiva tendencia financierista a afirmar que el crecimiento
del PIB garantiza el bienestar material de las grandes mayorías; cuando se sabe
muy bien que este índice, desde su creación (allá por el 1937, cuando Simon
Kuznets presentó al congreso norteamericano un informe sobre “El ingreso
nacional: 1929-1935”), se convierte en el criterio para evaluar el
comportamiento exclusivamente capitalista de una economía, en términos además
macro, sus alzas y bajas y, expresamente, para compararla con las demás, bajo el
paradigma desarrollista de la competencia de las economías en torno al mercado.
Esto quiere decir que el PIB, por sus propias prerrogativas, no puede
considerarse como medida apropiada para verificar el estado de bienestar de toda
una población, sobre todo si es periférica.
Hasta Moses Abramovitz se mostraba
muy escéptico con la visión de que la tasa de crecimiento del bienestar puede
estimarse a partir de los cambios en la tasa de crecimiento del producto; lo
mismo que Joseph Stiglitz, para quien el PIB no es un índice adecuado para medir
el bienestar. Esto quiere decir que una economía puede crecer según el índice
PIB sin que ello signifique que crezca el empleo, se reduzca la desigualdad o
desaparezca la pobreza o que ello signifique mayor bienestar.
Un Estado que adopta este tipo de criterios de evaluación
de sus logros económicos, destaca
haber asumido aquella normalidad de un Estado insensible a las señales de la
desigualdad congénita del capitalismo (como reconocía Hegel, la sociedad moderna es posible por
la producción sistemática de desigualdad).
Por eso el
PIB se vuelve un credo para los economistas, ministros y, sobre todo, para los
Bancos y para los actores financieros; en el PIB se condensa la visión de las
élites, porque éstas defienden sus privilegios, que se reflejan en
la estabilidad macroeconómica; la defensa de esa estabilidad se hace dogma para
una economía que se piensa como ciencia de los negocios. Que en Bolivia el PIB
haya pasado de 9.525 millones de dólares en 2005 a 30.381 en 2013, y el PIB per
cápita saltó de 1.010 a 2.757 dólares, manifiesta una medida nominal, no real.
Añadamos esto: del PIB per cápita no se deduce un bienestar material general y
menos un bienestar espiritual.
Bolivia ha crecido económicamente y los 14.430 millones de dólares en reservas
internacionales equivalen al 47 % del PIB, lo cual representa el porcentaje más
alto de América Latina y hace de Bolivia el país de mayor crecimiento del
continente en este 2014.
Pero todos
estos logros sólo hacen referencia a una eficiente administración de una
economía que se comporta según los patrones establecidos,
es decir, según las necesidades y requerimientos de una economía que, para
colmo, ha entrado en crisis terminal y, sin embargo, sobrevive por la tendencia
de nuestros procesos a seguir manteniéndola a toda costa. Una lectura
geopolítica y geofinanciera podría ayudarnos a entender que, de nada sirve
nuestro crecimiento, si éste permite la estabilidad del dólar y la consecuente
legitimación de su institucionalidad mundial en crisis.
El desacoplamiento financiero del dólar es tarea urgente en un proceso de
liberación real. El hecho de que nuestras economías no tienden hacia aquello le
da un respiro al primer mundo, que puede recomponer su economía gracias a
nuestro sostén, brindándoles además la posibilidad de reponer su poder y
restablecer su tablero geopolítico. La liberación es, hoy por hoy, ante todo,
financiera. Pero esto no quiere decir solamente su control público sino su
democratización bajo un nuevo horizonte de vida; y
esto pasa por una
transformación de la propia racionalidad que ha articulado los valores y las
creencias de la economía como ciencia de los negocios, desde donde se justifica
la desigualdad y se promueve una cultura de la producción y del consumo
irracionales, en torno siempre a la maximización de la tasa de ganancias.
En
ello consiste
el
crecimiento económico y el desarrollo como fundamento de una sociedad
(profundamente insensible a la injusticia)
que se constituye bajo la ilusión del progreso infinito. En ese contexto, el
proceso boliviano se sitúa en una disyuntiva que es precisamente la disyuntiva
que enfrenta la propia humanidad. El precio de recomponer la economía actual es
un precio que lo tendría que pagar la propia naturaleza. Por eso se hace urgente
un redireccionamiento de las finalidades mismas de la economía. Sólo en ese caso
el “vivir bien” deja de ser retórica.
El
“vivir bien” no es un modelo. Se trata más bien de un horizonte de sentido, del
cual se puede deducir criterios de evaluación de toda acción racional económica;
en ese sentido, la acción racional medio-fin o la instrumental, queda supeditada
a una racionalidad circular que nace del respeto a la relación simbiótica que
establecen naturaleza y ser humano; de ello se colige que ninguna producción
puede ni debe destruir la capacidad reproductiva de la naturaleza, que a los
costos de extracción de algún recurso debe añadírsele los costos de reproducción
que le cuesta a la naturaleza reponer lo que se le ha sacado.
Eso, imposible para la visión empresarial, sólo puede ser acometida por un Estado; de lo cual se colige que toda producción estratégica no puede estimarse según el criterio de la ganancia. La producción, que es producción para la vida, no puede ser evaluada según criterios mercantiles. Lo cual nos conduce a establecer otro tipo de criterios de evaluación de los rendimientos económicos deseables.
Todo esto debiera ser acompañado por un nuevo marco jurídico que proteja a una
nueva economía que ya no presuponga la propiedad privada como la objetivación de
un sujeto de derechos.
Desde la legalidad liberal moderna, ni el carente de propiedad, el pobre, ni la
naturaleza son sujetos de derechos (por eso se los puede dominar y explotar sin
piedad), por eso esa legalidad es pertinente exclusivamente para el capitalismo;
ninguna nueva economía puede desarrollarse si no cuenta con un nuevo marco legal
que la haga posible. A una nueva economía comunitaria o para la vida le
corresponde una nueva legalidad.
Toda la promoción del crecimiento actual, en términos siempre desarrollistas,
genera grandes excedentes y riqueza impactante, eso explica el desiderátum
oficialista de enmarcar nuestra economía en los cánones macroeconómicos y
asegurar una estabilidad financiera acorde a los requerimientos de la
acumulación de capital global (vía transferencia de valor, de la periferia al
centro);
pero esa riqueza es ilusoria y, en el mediano plazo, dada la crisis climática
(como consecuencia de ese tipo de producción de riqueza), nos conducirá
inevitablemente a situaciones regresivas de carácter irreversible (que serán más
cruentas en nuestros países, dada la vulnerabilidad de nuestras economías). El
precio de la acumulación de aquella riqueza, cada vez más impactante, será
impagable.
Por ello la economía ya no puede sostenerse según los índices que establece su orientación exclusiva hacia la acumulación de la tasa de ganancia. Incluso siendo fieles al modo inicial de despegue capitalista en el mundo, no sólo la defensa del mercado local (no apertura de fronteras comerciales) es fundamental sino, sobre todo, la producción y el consumo local (no es la agroindustria la que alimenta a la humanidad sino la producción campesina local). Lo que mueve la economía global son las transnacionales y la competencia de éstas en torno a la maximización de sus ganancias es lo que está destruyendo al planeta; el flujo de capital del Sur al Norte, por la arquitectura financiera del dólar, sostiene la insania de esa economía, que no sólo promueve una producción irracional (para seguir ganando) sino también un consumo irracional (para seguir ganando).
El
capitalismo se expande por la producción de ese tipo específico de consumo,
porque en el consumo se realiza no sólo el capital sino la forma de vida
contenida en la mercancía; porque lo que se consume, en última instancia, es la
intencionalidad contenida en el producto. La forma de la producción produce no
sólo al productor sino al consumidor también. La alienación prototípica de la
producción capitalista contiene esa constancia, muy poco advertida por el economicismo marxista. Por eso, no es lo mismo producir para ganar que producir
para la vida. En el primer caso nadie gana, pues si todo consiste en ganar, gano
para que otros pierdan, mi riqueza es miseria ajena, lo producido ya no
satisface ninguna necesidad sino se vuelve mediación para que siga ganando, de
ese modo mi producción ya no me humaniza sino me llena de codicia. Un
crecimiento ilimitado es la formalización de la pulsión de la codicia hecha
forma de vida.
La última contienda electoral estuvo, por ello mismo, desprovista de toda lucha ideológica. La discusión política se hace más mediática, lo cual quiere decir que se gasta más en publicidad que en educación, eso explica que nuestros procesos hayan perdido horizonte y perspectiva y se hayan diluido en un pragmatismo utilitarista; por ello no es raro que casi todo consistía en cuánto más ofrece tal o cual candidato. Frente a la insurgencia mediática los gobiernos populares sólo responden reactivamente y ya no propositivamente.(…)Por eso la derecha es derrotada en las últimas elecciones, porque los propósitos económicos que se plantea la tendencia desarrollista en el gobierno son inobjetables para ella misma. Por eso se quedan sin discurso, porque el indio presidente les ha demostrado que puede administrar sus propias prerrogativas y hasta del mejor modo posible; por eso lo único que pueden argüir es reclamos pueriles de corrupción o autoritarismo (cultura que constata una estructura colonial que la derecha se encargó de impulsar en pleno periodo neoliberal).
Esta tercera gestión es decisiva. En ella se advertirá la resolución de la
tensión que mencionamos. Para bien o para mal, una de las tendencias se afirmará
por sobre la otra. Si la tendencia desarrollista triunfase entonces podríamos
hablar de otro ciclo estatal nacionalista que consiste en la promoción de una
nueva elite que, a nombre de la nación, se constituye en el sujeto sustitutivo
que desplazó definitivamente al pueblo como sujeto histórico. Esta promoción es
democrático-revolucionaria en la medida que amplía los márgenes del poder
político, pero se trata de una revolución democrático burguesa. Pero si hablamos
de una revolución democrático-cultural, entonces lo que debiera anunciarse es
una trasformación estructural de carácter trascendental.(…)
Rafael Bautista S. Autor de “la Descolonización de la Política. Introducción a
una Política Comunitaria”, Plural editores, la Paz, Bolivia
rafaelcorso@yahoo.com
Analicemos
mediante el artículo siguiente qué nos ocultó la falsa polarización de
"gobierno K vs. Mesa de Enlace" y sobre la
necesidad de superar ese bloqueo a nuestra deliberación. Se trata de democratizar toda la vida social desde
autoorganizaciones de
los diversos de abajo que concreten las imprescindibles transformaciones
estructurales.
El
modelo sojero de desarrollo en la Argentina: tensiones y conflictos en la era
del neocolonialismo de los agronegocios y el cientificismo-tecnológico.
Fernando Barri1
y
Juan Wahren2
(…)LA “COLONIALIDAD DEL SABER” Y
EL PARADIGMA “CIENTÍFICISTA-TECNOLÓGICO”
QUE SUSTENTA EL MODELO SOJERO
DE DESARROLLO
Debido a
las reiteradas crisis económicas globales sufridas a partir de mediados del
siglo XX, surge como respuesta ideológica del capitalismo internacional el
“neoliberalismo” (Hobsbawn, 1998), lo que intentó ser una nueva estrategia de
lo que Marx llamaba “acumulación por expoliación” (Bartra, 2008b). La
aplicación de las políticas neoliberales en los países del llamado tercer
mundo, tuvo como resultado directo la masiva expropiación y privatización de la
tierra y los recursos naturales, hecho que afectó profundamente las bases
materiales de la reproducción social, generando lo que es considerado como un
proceso neocolonial (Harvey, 2004, Sousa Santos, 2006).
En este contexto de
expansión capitalista puede hablarse, entonces, de un nuevo marco de
acumulación globalizada. Es así como vastas regiones de los países subalternos
cobraron un valor geoestratégico para el crecimiento y el desarrollo del
mercado financiero internacional, por la posibilidad (prácticamente sin
restricciones) de utilización de los recursos naturales y recursos biogenéticos
allí existentes (como los hidrocarburos, la tierra, el agua, los minerales, los
bosques, y la biodiversidad en general). Así, los “territorios del sur” se
reconvirtieron dentro del esquema productivo mundial, en el marco de una nueva
división internacional del trabajo y de la producción (Ceceña y Sader,
2002).
El desarrollo tecnológico y sus aplicaciones en la economía de las sociedades occidentales impusieron un nuevo tipo de racionalidad científico-técnológica. La agricultura industrial supone la creciente artificialización de los procesos biológicos implicados en el manejo de los recursos, la mecanización y agroquimización de los procesos de trabajo, y la consecuente mercantilización del proceso de producción global (Sevilla Guzman, 2006). Como señala Sevilla Guzman (2006: 83) “ello significa que la agricultura industrializada creyó poder artificializar la naturaleza, reproduciéndola a través de la ciencia, y por lo tanto... configurar la estructura de las sociedades posindustriales”. Así, desapareció la “agricultura como forma de vida” de las sociedades posindustriales y fue sustituida por una “agricultura como negocio”, bajo los esquemas racionalizadores que impone el mercado, donde los agricultores dejan de participar en la toma de decisiones, dependiendo cada vez más del sistema de los agronegocios (Sevilla Guzman, 2006).Sin embargo, el desarrollo de estos sistemas productivos basados en la mercantilización de los recursos naturales, que no internaliza los costes ambientales ni sociales producidos por ellos, poseen una responsabilidad central en la crisis ambiental que atravesamos a nivel planetario (Toledo, 1993; FAO, 2008). Además, un modelo de desarrollo como el que analizamos, basado en el monocultivo de soja transgénica, no sólo provoca “daños colaterales” en el medio ambiente y los sectores marginales de nuestra sociedad, sino que además implica una pérdida de recursos valiosos para nuestro futuro económico productivo, como el agua y los nutrientes del suelo, que se van de nuestro territorio en magnitudes insospechadas al exportar los millones de toneladas de granos, y nos costará muchísimo recuperar (Pengue, 2009).
Los
modelos económicos basados en el desarrollo de los agronegocios no sólo hacen
perder soberanía alimentaria a sus pueblos (es decir, la posibilidad de
producir localmente los alimentos nativos para el autoconsumo), sino que
implica, por la circulación de materias primas al rededor del mundo, un
despilfarro energético sin precedentes (Shiva, 2007). Y bien vale aclarar que
las leyes de la termodinámica no se pueden amoldar a las leyes económicas,
cuando en el mundo se acaben los recursos y las fuentes de energía, no habrá
tecnología capaz de remediar el colapso que ello ha de provocar para la
humanidad. Por este motivo desde la ecología política Enrique Leff (2005)
plantea la necesidad de repensar el término “desarrollo sostenible”, que
enmascara esta nueva forma de apropiación de los territorios y los recursos
naturales en el marco de la globalización. Según este autor la “geopolítica de
la biodiversidad y del desarrollo sustentable” no sólo prolonga e intensifica
los anteriores procesos de apropiación destructiva de los recursos naturales,
sino que cambia las formas de intervención y apropiación de la naturaleza,
llevando a su límite la lógica de la racionalidad económica, y produciendo una
“homogenización forzada del mundo inducida por la unidad de la ciencia y el
mercado... bajo una lógica simplificadora, clasificatoria... que emplea
tecnologías intensivas y unificantes”(Leff, 2005: 47).
Un claro ejemplo de ello
es lo que Armando Bartra (2008b: 68-69) señala como “colonialismo genético o
segunda revolución verde...., donde los nuevos conocimientos de la ciencia no
se basan en los ecosistemas, como ocurrió tradicionalmente por parte de los
agricultores, sino sobre sus componentes simples... un comportamiento contra
natura cuyo resultado es que el agricultor ya no solo esta obligado a trabajar
para el capital, sino también a trabajar como el capital”. En efecto, lo que
hoy denominamos neoliberalismo es el discurso cristalizado y hegemónico, no
sólo de un modelo económico, sino de un modelo cultural y civilizatorio que
surge con la llamada “modernidad” (Lander, 2003: 11). Este complejo proceso de
universalización del capitalismo es acompañado de la “colonialidad del saber” (Sousa
Santos, 2006), que remite a un complejo entramado social y epistemológico que
surge junto con el capitalismo moderno.
Estas nociones nos habilitan a reflexionar críticamente, situados desde el contexto latinoamericano, en torno a los modos de producción de la ciencia y la tecnología, y a los mecanismos de poder, dominación y concentración de la riqueza, así también como a una noción del saber centrada en el pensamiento occidental, íntimamente ligada a la idea de “desarrollo”, por cierto, claramente excluyente (Lander, 2003:16). Es a partir de esta neocolonialidad que se construye el saber “científico-tecnológico” de la modernidad, dentro de lo que Sousa Santos (2006: 13-33) señala como un localismo globalizado, que invisibiliza otros saberes que contribuyen a construir un modelo de uso y tenencia de la tierra y los recursos naturales ligado a las tradiciones de la agricultura familiar, la ecología política y los saberes y experiencias de campesinos e indígenas. Este conocimiento científico-tecnológico dominante aparece como el único legítimo, siendo avalado además por las universidades y laboratorios privados de Europa y Estados Unidos (y sus réplicas locales latinoamericanas). En este contexto, se desarrollan “tecnologías de punta” que colisionan con saberes ancestrales, los que, paradójicamente, son apropiados y explotados por las multinacionales y las universidades del primer mundo a través del patentamiento de la biodiversidad. Un buen ejemplo son las variedades de semillas cultivadas por pequeños campesinos o el uso de plantas medicinales practicado por comunidades indígenas a lo largo de miles de años, que son patentadas por estos centros de poder saber colonial bajo la lógica del mercado capitalista (Toledo, 2000).
A partir
de estas nuevas colonialidades, es como el capital se reapropia de vastos
territorios y recursos naturales, generando una nueva territorialización de los
mundos rurales, fomentando a nivel global una “agricultura sin agricultores”,
expulsando de sus territorios a miles de familias campesinas e indígenas
(Toledo, 2000; Bartra, 2008a). En este contexto los países subalternos no sólo
generan materias primas para el mercado de los países centrales, sino que
también funcionan como reservorio biológico y genético del desarrollo de la
economía mundial a cambio de la pérdida de la soberanía económica, política y
alimentaria (Ceceña y Sader 2002).
Esta nueva forma de colonialidad, basada en un supuesto sustento científico-tecnológico, excede el plano meramente político o económico, sino que también subyace en las lógicas de dominación culturales, raciales, sexuales y de género (Lander, 2003; Quijano, 2003; Grosfoguel, 2006). En la Argentina, esta colonialidad del saber, se instaló con fuerza a mediados del siglo XX mediante la imposición en las universidades nacionales de lo que fue denominado como “cientificismo” (Varsavsky, 1969). Las mismas comenzaron a incorporar la lógica del Hemisferio Norte para la producción de conocimiento (publicación en revistas indexadas extranjeras como único método de evaluación del trabajo del investigador, formación de profesionales en países como los EEUU y Europeos, subordinación del desarrollo de los laboratorios locales a los dictámenes de los laboratorios matrices en el exterior, imposición de “prioridades de investigación y desarrollo tecnológico” por parte de organismos multilaterales de crédito, etc.). Por lo tanto, el cientificismo generó una dependencia cultural de las formas y sentidos de la producción científica, ligada a los intereses de las potencias capitalistas, en detrimento de una ciencia local emancipadora y al servicio de su sociedad (Varsavsky, 1969).
En palabras de
Oscar Varsavsky (1969: 6), uno de los primeros investigadores locales en
denunciar esta realidad, el colonialismo cultural impuesto por el cientificismo
fue como un lavado de cerebro: más limpio y más eficaz que la violencia física.
Cuarenta años después del llamado de atención de Varsavsky sobre el
colonialismo cultural que estábamos sufriendo, la realidad indica que éste se
ha profundizado, incrementando la dependencia y la producción de conocimiento
al servicio de intereses ajenos a las reales necesidades de la sociedad
Argentina (Kreimer, 2006). En este sentido resulta paradigmático el proyecto de
un complejo biotecnológico del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (CONICET) en la Provincia de Santa Fe, el Centro Regional de
Investigación y Desarrollo Rosario (CERIDER), donde funciona el Instituto de Agrobiotecnología
Rosario (INDEAR) que, con una inversión de 5 millones de dólares en
infraestructura, alberga a más de 400 becarios e investigadores dedicados al
desarrollo científico y tecnológico de la biotecnología. En este proyecto
participan diversas empresas privadas de biotecnología como Biosidus y Bioceres,
que aportan las inversiones en infraestructura, equipamiento, insumos y
funcionamiento general. El Estado aportaría solamente los recursos humanos, y
no directrices de investigación, formados en las universidades públicas y en el
sistema científico nacional abonando los salarios de los becarios e
investigadores del CONICET y otras agencias estatales de promoción científica
(Clarín, 2005; MINCyT, 2008). Cabe mencionar además en este contexto, que ya en
2005 el Comité Nacional de Ética en la Ciencia y la Tecnología (CECTE), del
entonces Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, emitió una resolución
contra el Convenio firmado por el CONICET con MONSANTO para el desarrollo de
“premios” a proyectos de investigación en el área de biotecnología y medio
ambiente (CECTE, 2005). Estos son ejemplos de una tendencia donde se naturaliza
el saber científico como el único conocimiento viable y universal, es decir, se
toma a éste como la tendencia espontánea del desarrollo del conocimiento
humano, aquél que es el un conocimiento situado, eurocéntrico, ligado a la
tradición científica y tecnológica que si bien es válida y ha generado
importantes aportes a mejorar la calidad de vida de la sociedad, no siempre
aparece como el modelo deseable para el desarrollo equitativo y sustentable de
la misma (Escobar, 2003; Quijano, 2003).
Es, entonces, desde esta perspectiva epistemológica de la “colonialidad” que afirmamos que el modelo sojero de desarrollo, y la lógica del “agronegocio” junto con el discurso hegemónico científico-tecnológico que lo acompaña y legitima socialmente, actúan como una nueva forma de colonialidad del saber, en cuanto invisibiliza otros saberes y otras experiencias. Saberes y experiencias que a su vez que podrían desarrollar una producción agropecuaria distinta, que satisfaga las necesidades del conjunto de la sociedad y asegure la soberania alimentaria, desde una alternativa ecológicamente viable y socialmente justa (Morello y Pengue, 2000).
El
conflicto “campo vs. gobierno”
El modelo sojero de desarrollo en la Argentina
sufrió su primer conflicto en el año 2005, cuando la compañía Monsanto decidió
aumentar por cada cargamento con granos o harina que llegara a puertos europeos
de 3 a 15 dólares, en concepto de regalías por el “derecho de patente de la soja
RR”, lo que equivalía a unos 500 millones de dólares anuales (Robin, 2008).
Ello generó un fuerte enfrentamiento con el Gobierno Argentino, que decidió no
reconocer la patente de Monsanto, comenzando así una escalada de presiones
económicas y diplomáticas (principalmente a través de la Organización Mundial
de Comercio, que actualmente intenta uniformizar el sistema mundial de
patentes). En el marco del crecimiento exponencial de este modelo de desarrollo
sojero, surgieron nuevas tensiones a partir de la decisión del gobierno
argentino, en marzo de 2008, de incrementar las retenciones a la exportación de
soja RR (de un 35% fijas a unas retenciones móviles, superiores al 45% en ese
momento, de acuerdo al precio del mercado internacional de entonces de la
tonelada de soja transgénica). Sorpresivamente, la decisión anunciada por el
Estado Nacional generó una fuerte crisis política interna en la Argentina que
duró casi cuatro meses, desde mediados de marzo a julio del 2008. Los sectores
capitalizados del sector rural y los agronegocios, denominados “el campo” por
los medios masivos de comunicación (denominación que homogeneizaba a vastos
sectores rurales incluso contrapuestos entre sí y que invisibilizada a los
actores subalternos como campesinos e indígenas), realizaron cortes de ruta que
provocaron desabastecimiento de alimentos en las grandes ciudades del país,
como Buenos Aires, Córdoba y Rosario, generando lo que se dio en llamar “el lock-out
empresario”. Así se generó un clima de conflicto que fue incrementando a medida
que el gobierno Argentino decidía no negociar con los representantes de las
entidades agropecuarias (a excepción de Federación Agraria, la mayoría de ellas
históricamente ligadas a la oligarquía terrateniente Argentina, como la
Sociedad Rural y CRA).
Los principales argumentos que esgrimió el gobierno
nacional en defensa de la medida adoptada fueron la necesidad de “combatir la sojización” que sufría el país, controlando así la suba interna de precios de
los productos de origen agropecuario (leche, pan, carne, entre otros), y
redistribuir parte de la renta extraordinaria obtenida por los grandes
productores de soja (el 70% de la producción de soja se realiza por el sistema
de arriendo, lo que hizo que la mayoría de los productores movilizados contra
el gobierno pudieran mantener los cortes de ruta, ya que la mayoría de ellos no
se encontraban trabajando en sus campos en ese momento). Los argumentos de las
entidades del “campo” fueron básicamente que la medida era confiscatoria, y que
el crecimiento económico del país dependía de la riqueza que generaba el sector
agropecuario (sosteniendo la llamada “teoría del derrame” en términos
económicos, que fracasara estrepitosamente en la década de los 90’ en
Argentina, culminando con la crisis social de 2001). Sugestivamente, estas
mismas entidades del “campo” poco tiempo antes del conflicto con el gobierno
nacional, se opusieron rotundamente a mejorar las condiciones laborales de los
peones rurales y otorgarles la jornada de ocho horas de trabajo (Página 12,
2008). Sin embargo, a nuestro entender, por las medidas adoptadas y los
discursos esgrimidos desde uno y otro sector, ni el gobierno nacional ni el
“campo” pusieron en tela de juicio durante el supuesto conflicto el modelo
sojero de desarrollo en la Argentina.
Por el contrario, la discusión de fondo pareció centrarse en qué sector se quedaba con la mayor proporción de la ganancia producida por el monocultivo masificado de soja transgénica sobre nuestro territorio. De hecho, los principales “gurúes mediáticos” del modelo sojero de desarrollo y los agronegocios auguraban que fuera cuál fuera el desenlace del conflicto, el escenario de sojización del país se aceleraría (Bertello, 2008; Huergo, 2008). Podría pensarse, además, que detrás de los argumentos públicamente esgrimidos existía “otra realidad” de uno y otro lado de los actores en “conflicto”. Por el lado del gobierno nacional, la necesidad de recaudar más fondos para hacer frente a los cerca de 20.000 millones de dólares de deuda externa que debía enfrentar en el año 2009 (La Nación, 2008b), y por el lado del “campo”, no dejar pasar la oportunidad de convertirse en millonarios en muy corto tiempo, a raíz de la extraordinaria renta que dejaba en esos años la producción intensiva de soja transgénica, donde por ejemplo el incremento del margen bruto de ganancia de este sector agropecuario en 2008 fue de un 94% más elevado que en la década anterior (Basualdo, 2008). (…)
Hoy más que nunca queda en evidencia que estas
denominadas “revoluciones del capital” no son más que el origen de los procesos
más destructivos de un sistema económico-social que, como pronosticaba Marx,
asi como esquilma al obrero, también esquilma la naturaleza.... la gran
agricultura y la gran industria forman una unidad... la primera devasta y
arruina la fuerza natural del hombre, y la segunda la fuerza natural de la
tierra (Bartra 2008b: 60). En este contexto histórico, es importante destacar
que el modelo sojero de desarrollo en Argentina, no es otra cosa que la
expresión actual de la agricultura capitalista latifundista (Fernandes, 2005),
insertado en el marco de la actual crisis de la modernidad (Sousa Santos, 2006;
Sevilla Guzman, 2006). Este modelo económico de desarrollo ligado a los
agronegocios se instaló con fuerza gracias al contexto “propicio y planificado”
de la década de los 90’ en Argentina, y hoy se expande rápidamente por otras
países Latinoamericanos como Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia, con las
mismas consecuencias sociales y ambientales que se observan en nuestro país
(Goldfarb,
2007, Rulli y Boy, 2007; Robin, 2008). Además, muchos estudios desmitifican a
los agronegocios como grandes productores de alimentos, empleadores de mano de
obra y tecnologías (Rolando García 1988, Toledo 1993, Altieri 1999, Sevilla
Guzman 2006). Se está generando así, a partir del modelo sojero de desarrollo,
como plantea Armando Bartra (2008b: 73, 83-84) un mecanismo en el que los
pequeños agricultores son inducidos por el mercado a emplear tecnologías y
estrategias productivas insostenibles, donde acciones como la piratería genética
y la privatización de los códigos de la vida no son sólo mecanismos de
enriquecimiento especulativo del capital ligado a los agronegocios, sino además
un verdadero “ecocidio”, un atentado a la biodiversidad, un suicidio planetario
.
Paradójicamente, el sostén ideológico del modelo sojero de desarrollo estuvo sostenido no sólo por sus impulsores, como el grupo Los Grobo, socio de Monsanto, quienes argumentan que los agronegocios son el “nuevo paradigma de la sociedad del conocimiento” (Grupo los Grobo, 2009), sino que esta noción que sostiene que los nuevos conocimientos de la biotencología se aplican para el “bien común” ha sido sistemáticamente avalada por altos funcionarios del Estado Nacional de los últimos gobiernos, y miembros de instituciones como el CONICET y el INTA, y hasta de las Universidades Nacionales, como la Escuela para Graduados de la Facultad de Agronomía de la UBA que, por cierto, posee importantes convenios de investigación y formación profesional con Monsanto (FAUBA, 2008). En efecto, es tan sintomático el componente de colonialidad del saber basado en el cientificismo-tecnológico, que incluso por gobiernos populares como el venezolano de Hugo Chávez o el boliviano de Evo Morales, ambos con importantes lazos con movimientos indígenas y campesinos muy críticos a los agronegocios, permitan, y en algunos casos fomenten, el desarrollo de este tipo de modelo económico de desarrollo basado en los agronegocios y los cultivos transgénicos.
Sin embargo, hay que destacar que esta “segunda revolución verde”, a diferencia
de la primera, no es impulsada principalmente por los Estados Capitalistas
centrales, sino por las multinaciones del agronegocio.
Y su herramienta para
aplicar estas políticas es la “biotecnología”, desarrollando así una guerra
silenciosa contra los pequeños campesinos y economías tradicionales de todo el
mundo (Toledo, 2000, Shiva, 2007). Así se ven directamente afectados todos los
consumidores y los pueblos de los países subalternos, que se convierten en
rehenes de los monopolios del agro, perdiendo su soberanía alimentaria al ser
obligados a consumir lo que esta produce (incluso aún cuando estos productos
puedan ser nocivos para su salud) (Altieri, 1999). Combatir el neocolonialismo
cientifico-tecnológico no implica combatir a la tecnología per se, sino, como
bien señala Armando Bartra (2008b: 52) comprender que el problema del
capitalismo moderno no radica tanto en la propiedad de los medios de producción
como en la naturaleza de esos medios, que está determinada por que su propósito
es la valorización y esto los lleva a la especialización e intensificación
productiva, es decir a la erosión de la diversidad humana y natural.
Ante este
proceso ecodestructivo fundado en la racionalidad económica, como bien señala
Enrique Leff (1998: 142) hay que contraponer un principio ecotecnológico de
producción orientada por otros objetivos y valores, es decir, generar en todo
caso una tecnología de procesos y no de insumos.
Este nuevo modelo económico de desarrollo, como bien plantea Walter Pengue (2009) desde la economía ecológica, debe basarse en otra lógica de cálculo que internalice los costos socioambientales, y permita un desarrollo armónico de la vida de nuestra sociedad presente y futura con su medio natural. El modelo sojero de desarrollo en la Argentina se ha instalado con más fuerza que nunca y no se avizoran posibilidades de cambio a futuro, más allá de la resistencia que le plantean diversas organizaciones indígenas y campesinas (entre ellas el el Movimiento Campesino e Indígena), junto con un pequeño sector urbano conformado por intelectuales y activistas sociales y ambientales. Con el triunfo de los grandes grupos económicos que concentran la ganancia de la producción del monocultivo de soja transgénica, lejos quedaron las chances de que la Argentina construya un camino de real sustentabilidad en términos ambientales sociales y económicos. Para construir esta alternativa resulta imprescindible comenzar a transitar el camino del uso racional y planificado de nuestros recursos naturales, en el marco de un indispensable ordenamiento territorial, que promueva a la vez a las economías regionales y la soberanía alimentaria. A pesar de la oportunidad perdida en la crisis del 2008 de contrarrestar el modelo sojero de desarrollo, queda como saldo el hecho de que en el país se haya instalado “el debate”, generando una re-politización de la sociedad Argentina respecto del modelo económico de desarrollo a seguir (habilitando incluso análisis críticos previos sobre la “sojización”, que se encontraban invisibilizados).Y que, a pesar de la desinformación reinante (instalada sugestivamente por los grandes medios de comunicación asociados a los agronegocios), se pueda debatir sobre la producción de soja transgénica y otros monocultivos, el uso de los recursos naturales, la realidad del “otro campo”, la concentración de la riqueza y la desigualdades sociales en el marco de nuestra dependencia política-económica bajo esta nueva forma de colonialidad que sufrimos, y las perspectivas y consecuencias que una u otra decisión de Estado, o la movilización social en defensa de los intereses comunes, pueden acarrear en este sentido sobre la vida del pueblo argentino.
1 Dr. en
Biología, Centro de Ecología y Recursos Naturales Renovables, UNC; 2 Lic. en
Sociología, Grupo de Estudios Rurales - Instituto de Investigaciones Gino
Germani, UBA.
AGRADECIMIENTOS: A Miguel Teubal, Norma Giarracca, Norma Fernández y Juan Barri
por sus oportunos comentarios sobre el artículo. A Tamara Perelmuter y Yamila
Goldfarb por la valiosa información que nos brindaron en el desarrollo de este
trabajo. BIBLIOGRAFÍA
Fuente: http://www.ger-gemsal.org.ar/wp-content/imagenes/Barri-y-Wahren-Realidad-Econ%C3%B3mica.pdf
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