Explicarlo es revisar cómo se rige e impone
su
seguridad de saqueo
y avanza contra el buen vivir abajo.
En Nuestra América,
Colombia es uno de los países que lleva la delantera en:
Capitalismo gangsteril y despojo territorial
12-02-2012
Por Renán Vega Cantor (Rebelión)
Acumulación por desposesión es un término que se utiliza para estudiar la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión violenta de habitantes del campo, junto con la transformación de los derechos comunes en derechos privados. A esto se le agrega el análisis de los métodos imperialistas para apropiarse de los recursos naturales y energéticos, en consonancia con el papel del capital financiero como instrumento de endeudamiento de la población, urbana y rural, y como soporte “legal” de la expulsión de campesinos e indígenas, reducidos a la servidumbre por deudas.
Acumulación por desposesión es un término que se utiliza para estudiar la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión violenta de habitantes del campo, junto con la transformación de los derechos comunes en derechos privados. A esto se le agrega el análisis de los métodos imperialistas para apropiarse de los recursos naturales y energéticos, en consonancia con el papel del capital financiero como instrumento de endeudamiento de la población, urbana y rural, y como soporte “legal” de la expulsión de campesinos e indígenas, reducidos a la servidumbre por deudas.
Colombia es un inmenso laboratorio de la acumulación por desposesión porque se presentan, a vasta escala y con un increíble nivel de violencia, las características antes enunciadas. (...)
DESPOJO DE TIERRAS
(...)En ese sentido, la brutal
expropiación de tierras del último cuarto de siglo refuerza un proceso
estructural, aunque ahora ese despojo se esté llevando a cabo con unos niveles
de violencia y de terror difíciles de concebir en otros lugares del mundo.
Este
proceso puede definirse como una revancha terrateniente (ahora nutrida con la
savia criminal de la alianza que se gestó desde el Estado, entre el Estado, las
clases dominantes, el paramilitarismo, el narcotráfico y las multinacionales)
cuya finalidad ha sido arrebatar las tierras a los campesinos pobres y destruir
a los movimientos sociales de tipo agrario que se les pudieran oponer.
Esto se
encuentra ligado con los intereses del capitalismo contemporáneo, porque como lo
señaló un campesino que logró escapar de esa barbarie: “En los Hornos
crematorios, los criaderos de caimanes y las fosas desaparecieron a muchas
víctimas de la contra-reforma agraria en Colombia” [3] . Por si hubiera dudas,
4.000 paramilitares confesaron que habían cometido 156.000 asesinatos y
participaron en 860 masacres y la Fiscalía General de la Nación informó que
entre 2005 y 2010 fueron asesinadas por paramilitares 173.000 personas.
El cambio en el uso de la tierra en Colombia ha sido tan evidente en los últimos 20 años que en donde antes habían parcelas campesinas, llenas de vida, sembradas de maíz y de cultivos de pan coger, con unas cuantas gallinas y cerdos, hoy pasan carreteras y se han sembrado cultivos de exportación, o se han convertido en tierras de ganadería. La expropiación de las tierras de los campesinos tiene varias finalidades, como se describe a continuación.
El cambio en el uso de la tierra en Colombia ha sido tan evidente en los últimos 20 años que en donde antes habían parcelas campesinas, llenas de vida, sembradas de maíz y de cultivos de pan coger, con unas cuantas gallinas y cerdos, hoy pasan carreteras y se han sembrado cultivos de exportación, o se han convertido en tierras de ganadería. La expropiación de las tierras de los campesinos tiene varias finalidades, como se describe a continuación.
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Tierras para ganadería
Los terratenientes colombianos tienen una especial debilidad por las vacas y los caballos, y por eso poseen grandes latifundios donde pastan miles de cabezas de ganado y caballos de paso fino. La ganaderización del campo colombiano es uno de los rasgos distintivos de este país desde el siglo XIX, cuando los terratenientes introdujeron el alambre de púas y la siembra de pastos, mientras expulsaban a los colonos de las tierras, les arrebataban los títulos y los convertían en peones y agregados de las haciendas. Hasta tal punto domina la lógica ganadera que en las ferias y fiestas que se celebran todos los años se exhiben los “grandes avances” de la ganadería, con exposiciones equinas, corridas de toros, certámenes de coleo o carralejas, para agasajar a los gamonales y terratenientes de un pueblo o una región. Un solo dato es indicativo del poder de los ganaderos en la sociedad colombiana: ocupan 36 millones de hectáreas para un hato ganadero de 19 millones de vacas, es decir, que cada vaca ocupa en promedio casi dos hectáreas del suelo, mientras que millones de campesinos no tienen ni un pedazo de tierra a donde caer muertos. En tales condiciones, uno de los móviles centrales del despojo de tierra busca convertirlas en grandes pastizales, para “sembrar” vacas, caballos y en algunos casos, como en ciertas regiones de Antioquia, hasta búfalos. -
Tierras para sembrar cultivos de exportación
Las clases dominantes en Colombia, con una histórica vocación de terratenientes, han visto con muy buenos ojos el proyecto que impulsan los países imperialistas y sus empresas transnacionales de sembrar cultivos de exportación. La puesta en marcha de ese proyecto se sustenta en la expropiación de tierras en varias regiones del país, que se destinan a sembrar productos como la palma aceitera. Ningún cultivo como éste simboliza los nexos entre violencia, despojo, apropiación de tierras y paramilitarismo, como se evidencia en todas las regiones donde se ha implantado.
La propuesta de convertir a Colombia en un país palmicultor cobró fuerza durante el régimen criminal de Álvaro Uribe Vélez, quien estableció como una de sus prioridades incrementar la cantidad de tierras dedicadas a la siembra de palma. Y en efecto, durante el período 2003-2009 el cultivo de palma aceitera pasó de 206.801 a 360.537 hectáreas, con la pretensión de alcanzar pronto seis millones de hectáreas, como expresión del deseo de convertir a Colombia en la “Arabia Saudita del biodiesel”. Tan drástico incremento se logró en antiguas tierras de campesinos, apropiadas por “prósperos para empresarios”. que ahora las destinan a sembrar la palma de la muerte, como la llaman los campesinos desalojados.
Entre los sectores sociales más afectados por estos empresarios d
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Entre los sectores sociales más afectados por estos empresarios del crimen, dedicados a negocios legales, se encuentran los habitantes afrodescendientes de la costa pacífica colombiana, que han sido expulsados de sus tierras, a punta de fuego y motosierra, como ha sucedido con los habitantes de las comunidades de Curvaradó y Jiguamiandó en el departamento de Chocó, cuyos terrenos fueron ocupados por paramilitares en alianza con miembros de la Armada en 1997. Luego del despojo aparecieron empresarios de la Palma que empezaron a sembrarla en esos territorios, contando con el respaldo y el apoyo de la Brigada XVII del Ejercito Nacional que actúa en favor de los empresarios y apoya la expansión de los cultivos. Fueron limpiadas las tierras, derribado parte del bosque nativo, y contaminadas las aguas. Las comunidades campesinas no sólo fueron desalojadas sino que, después de implantarse el cultivo, empezaron a ser asesinados sus lideres cuando intentaban reorganizar a las comunidades, contabilizándose cientos de asesinados [4].
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Tierras donde se encuentran riquezas minerales
En las diversas regiones de Colombia donde existen riquezas minerales se ha organizado la expulsión de indígenas y campesinos, como ha sucedido en la Costa Atlántica con la explotación del carbón. En la Jagua de Ibirico, departamento de César, desde mediados de la década de 1990 sicarios a sueldo realizaron numerosas masacres con la finalidad de limpiar la tierra de sus incómodos ocupantes, para apropiarse de las mismas y cederlas a empresas multinacionales, como la Drumond, con la complicidad de notarios del INCODER y otros funcionarios y abogados que llegaron al descaro de hacer firmar escrituras a los muertos para legalizar el robo de tierras. Los campesinos que lograron sobrevivir se vieron obligados a huir, dejaron todo abandonado y, en medio de la miseria, subsisten como vendedores informales y viven en pocilgas miserables en pueblos y ciudades de la costa [5].
Este es sólo un ejemplo, porque en todo el país se están realizando apropiaciones de tierra para realizar explotaciones mineras, si se tiene en cuenta que el Estado les concede facilidades a empresas de capital transnacional para que se lleven los recursos naturales, en lo cual se incluye legalizar las concesiones mineras mediante la entrega de miles de hectáreas para que operen las compañías de Canadá, Sudáfrica, la Unión Europea y otros países. Esto se evidencia con la expedición de títulos mineros, los que pasaron de 80 en el 2000 a 5067 en el 2008, con un total de casi 3 millones de hectáreas concedidas para extracción minera.
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Tierras para construir represas
El monopolio de la tierra no puede existir si al mismo tiempo no se monopoliza el agua, porque la tierra sin agua es un desierto. Esto lo tienen claro los terratenientes y ganaderos, así como el Estado que les sirve. Por esta circunstancia, la expansión de los latifundios viene acompañada de la expropiación de las tierras circundantes a los lugares donde se encuentran fuentes de agua y la apropiación privada de ríos, quebradas, ciénagas, humedales y lagunas para beneficio exclusivo de los terratenientes y ganaderos. Gran parte de las represas que se han construido en Colombia en las últimas décadas tienen esta finalidad.
Al respecto vale mencionar a la Represa de Urra I, obra que se construyó entre 1993-1999, y que contó con la lucida oposición de la comunidad indígena de los Embera-Katios, ancestrales habitantes del lugar, desplazados a sangre y fuego por grupos de paramilitares, organizados por terratenientes y ganaderos y respaldados por el Estado y los políticos regionales. La construcción de esta represa es ilustrativa de la destrucción de los bienes colectivos y su conversión en bienes privados, porque unos 70.000 indígenas, campesinos y pescadores fueron directamente impactados por el proyecto Urra I. Al mismo tiempo, se destruyó la pesca artesanal, porque disminuyeron o desaparecieron especies de peces de la cuenca del río, como el caso del bocachico, fuente alimenticia de primer orden en la dieta de los embera Katio y los pescadores locales. Esto último se debió a la desecación de los humedales del alto Sinú, ocasionada por la disminución de los flujos naturales del río, luego de que fuera construida la represa.
Junto con el exterminio del bocachico se han secado humedales y ciénagas, que entre otras cosas es lo que le interesa a los terratenientes para expandir sus fincas ganaderas. Lo que antes eran corrientes de agua llenas de vida, ahora son fuentes contaminadas y muertas, como sucede siempre con las grandes represas, que finalmente son aguas estancadas en las que pululan los mosquitos, que generan epidemias que antes no conocían los indígenas y campesinos [6].
Las hidroeléctricas que se han construido en Córdoba no son una cuestión de energía ni de aguas, sino de tierras ganaderas, las mismas que pertenecen a unos cuantos latifundistas que se van expandiendo a costa de los pequeños campesinos e indígenas y que utilizan todos los medios para quedarse hasta con las tierras de los humedales, los cuales son secados con Búfalos. En estas ricas tierras se han enfrentado desde el siglo XIX los hacendados y los campesinos que cultivan maíz, yuca y malanga y son pescadores, es decir, forman parte de lo que Orlando Fals Borda llamó una cultura anfibia.
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Tierras que se entregan a las multinacionales
La tierra ha adquirido una renovada importancia para las potencias capitalistas, en la perspectiva de convertirla en medio de producción que genere agrocombustibles y para apropiarse de las riquezas naturales que en ellas se encuentren. En ese sentido, los países imperialistas libran una guerra no declarada por apropiarse de los recursos, cuyo escenario bélico se despliega en el mundo periférico y dependiente. Colombia, uno de los primeros países del mundo en biodiversidad, no está al margen de esa guerra y por ello en los últimos tiempos se ha presentado una ofensiva de las empresas transnacionales y de sus respectivos estados por adueñarse de importantes reservas de tierras, sobre todo aquellas en que existan recursos minerales. Esto se facilita porque el Estado y las clases dominantes del país han optado por regalarle al capital imperialista nuestras riquezas, a cambio de que siga fluyendo el caudal de dólares y euros para mantener la guerra interna. Un caso particularmente destacado de entrega de tierras a las multinacionales está relacionado con la explotación de recursos minerales en diversas regiones del territorio colombiano. A manera de ejemplo, valga mencionar el caso de la extracción de oro por parte de empresas canadienses y sudafricanas en lugares como Cajamarca (Tolima), San Turbán (Santander), Marmato (Antioquia), entre muchos casos.
En Marmato, una tradicional zona minera desde hace varios siglos, la compañía canadiense Medoro Resources anunció a finales del 2010 que va a realizar un proyecto de minería a cielo abierto que cubre un área de 200 hectáreas e incluye el casco urbano de esa población. Para llevar a cabo este proyecto, la compañía anunció que en los próximos años va a extraer unos 10 millones de onzas de oro. Para hacerlo requiere la remoción de 300 mil toneladas de tierra al año y reasentar el pueblo en otro lugar, el que se anuncia como un sitio paradisiaco, según la propaganda oficial de la empresa, acogida desde luego por la gran prensa y por los políticos de Antioquia y de Caldas. Decir que ese es un reasentamiento es un abuso de lenguaje, porque en verdad se está hablando del desplazamiento forzado de todos los habitantes de un pueblo, que durante varios siglos se han dedicado a la pequeña minería, por obra y gracia de la minería transnacional [7].
En las tierras que se ceden a las multinacionales se incluyen los recursos naturales, la biodiversidad y sobre todo el agua, tan necesaria para la explotación minera y cuyas fuentes quedan contaminadas por el arsénico que se vierte diariamente sobre ríos y quebradas. La contaminación y desaparición de la biodiversidad cierran un proceso de despojo, en el que previamente los grupos privados de asesinos, en alianza con las Fuerzas Armadas del estado, han desplazado a los campesinos y habitantes pobres de las regiones donde se explotan minerales. Se calcula que como resultado de la extracción de recursos minerales, en Colombia habían sido desplazadas en los últimos años, hasta agosto de 2008, unas 600 mil personas. Nada sorprendente si se sabe, por ejemplo, que la transnacional Kedahda (filial de la Surafricana Anglo Gold Ashanti) ha solicitado que le otorguen concesiones en 336 municipios del país, en zonas en las que es notoria la presencia de paramilitares.
En
Argentina
observamos este acaparamiento económico territorial de las transnacionales y
sus socios locales para desarrollar el extractivismo exportador. Sin
embargo, esta
contrarreforma agraria
está más desplegada en Colombia. Escuchemos a
Renán Vega Cantor
aclarando
que:
"Este proceso puede definirse como una revancha terrateniente (ahora nutrida con la savia criminal de la alianza que se gestó desde el Estado, entre el Estado, las clases dominantes, el paramilitarismo, el narcotráfico y las multinacionales) cuya finalidad ha sido arrebatar las tierras a los campesinos pobres y destruir a los movimientos sociales de tipo agrario que se les pudieran oponer".
Asimismo,
Renán Vega Cantor
nos advierte cuán importante es el Estado para el avasallamiento de
derechos de los de abajo que, en Argentina, permanece encubierto para la
mayoría por la maceración ideológica del gobierno K.
LA LEGALIZACIÓN DEL DESPOJO
Luego de perpetrado el robo de tierras se trata de asegurar su posesión por
parte de los usurpadores. Para lograrlo el Estado juega un papel de primer orden
ya que entran a operar los mecanismos “legales”, donde abogados, jueces,
notarios, alcaldes, gobernadores, parlamentarios, ministros y presidentes actúan
en consonancia con el proyecto de legitimar y legalizar la expropiación de
tierras. Todos estos funcionarios estatales adelantan la labor de limpiar la
cara de los criminales y de presentarlos como honestos empresarios que, al
despojar a los campesinos, actúan como portavoces de la patria y se comportan
como excelsos defensores de la sagrada propiedad privada. Siempre se trata de
mostrar ante la opinión pública que no existió el saqueo y que los pequeños
propietarios no son productivos sino, más bien, son un estorbo que conspiran
contra los grandes propietarios que, según el estribillo de moda, son los que
generan empleo y prosperidad.
En Colombia el despojo de tierras se ha legalizado desde el Estado central con un sinnúmero de leyes. Valga mencionar algunas. La ley 791 de 2002 reduce a la mitad el tiempo estipulado para la prescripción ordinaria y extraordinaria, con lo cual se acorta el plazo requerido para alcanzar la legalización de un predio ante los estrados judiciales, argucia que como es obvio favorece a los usurpadores de tierras. La ley 1182 del 2008 instituye el “saneamiento de la falsa tradición”, una figura con la que se posibilita la legalización de predios de más de 20 hectáreas adquiridos de manera ilegal, siempre y cuando no se presente ante un juez alguna persona que alegue en contra de esa solicitud y con pruebas, algo difícil porque un desplazado o no está informado de las solicitudes de adjudicación sobre sus tierras y si está enterado poco puede hacer ante el chantaje violento que pende sobre su cabeza. La ley 1152, o Estatuto Rural, establece la validez de los títulos no originarios del estado registrados entre 1917 y 2007, con lo cual permite la solución de los litigios a favor de los grandes propietarios y quienes han robado tierras en los últimos 90 años. Esta misma ley prohíbe la ampliación de resguardos indígenas en la zona del Pacífico y en la cuenca del Atrato, un región de gran desplazamiento forzado, que deja a los indígenas desamparados legalmente para defender sus territorios.
Pero las leyes de legalización del despojo no sólo están referidas a las tierras, sino que incluyen el interés de legislar en términos de agua, paramos, bosques, parques naturales, recursos forestales para que todo aquello que sea propiedad pública o común se convierta en bienes privados al servicio de capitalistas, terratenientes y multinacionales.
Como si no fuera bastante con este rosario de leyes a favor del latifundio y los agentes del despojo rural, durante el gobierno de Juan Manuel Santos se ha impulsado la idea de la consolidación de la seguridad democrática, un eufemismo para decir que se va asegurar el robo y el despojo. Al respecto, en el 2010 fueron desplazadas 280.041 personas del campo, en 31 de los 32 departamentos del país y, lo más revelador, el 33 por ciento de los desplazados se origina en las zonas que el régimen uribista denominó Centros de Coordinación y Atención Integral (Ccai), “programas que tienen incidencia en 86 municipios en 17 departamentos, los cuales el ex presidente Uribe consideró prioritarios para recuperar la seguridad y avanzar en inversión social y empresarial”. Llamativo también que en un tercio de las tales zonas de consolidación hay explotaciones de minerales, especialmente del oro, como en Montelíbano (Córdoba), varios municipios del Bajo Cauca, en el Pacífico o en el Catatumbo. No por casualidad la región más crítica es el bajo cauca, donde “En las riberas de los ríos Cauca, Man, Nechí y Cacerí hay cerca de 2.000 retroexcavadoras y dragas que según cifras oficiales sacan 28 toneladas de oro al año. Con la fiebre minera llegaron las bandas criminales, las masacres, los asesinatos y las amenazas. En la región hay 89 asesinatos por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta de Antioquia”.
En esas zonas de consolidación de latifundio agroindustrial se están sembrado miles de hectáreas con palma aceitera, tales como en San Onofre (Sucre), Tibú (Norte de Santander), Guapi y Tumaco (Nariño), en las faldas de la Sierra Nevada y en la Macarena (Meta).
En tales zonas de consolidación tampoco se ha erradicado el narcotráfico, pues en un 70 por ciento de ellas se cultiva hoja de coca, un hecho que además acelera el desplazamiento porque actúan los narcoparamilitares y porque las fumigaciones del ejército golpean a los campesinos y sus familias y les destruyen sus cultivos [8].
En rigor, la consolidación que se busca es la del gran capital agro-minero exportador en el cual sobresale la alianza entre latifundistas, narcotraficantes, exportadores y empresas multinacionales. Para hacerlo posible, el Plan Nacional de Desarrollo, en sus artículos 45, 46 y 47, modifica la ley 160 de 1994 que impedía que las tierras públicas (baldías) fueran transferidas a particulares que formaran latifundios. Ahora se permite que se adjudiquen esos baldíos de la nación a cualquier persona, nacional o extranjero, todo lo cual se justifica con el cuento de promover las grandes exportaciones agropecuarias, en las que se destila la demagogia que de esta forma se consolidará la alianza entre campesinos y grandes productores. Algo que es mucho más explícito con la mal llamada Ley de Tierras, un proyecto que favorece y fortalece a los capitalistas nacionales y extranjeros.
En Colombia el despojo de tierras se ha legalizado desde el Estado central con un sinnúmero de leyes. Valga mencionar algunas. La ley 791 de 2002 reduce a la mitad el tiempo estipulado para la prescripción ordinaria y extraordinaria, con lo cual se acorta el plazo requerido para alcanzar la legalización de un predio ante los estrados judiciales, argucia que como es obvio favorece a los usurpadores de tierras. La ley 1182 del 2008 instituye el “saneamiento de la falsa tradición”, una figura con la que se posibilita la legalización de predios de más de 20 hectáreas adquiridos de manera ilegal, siempre y cuando no se presente ante un juez alguna persona que alegue en contra de esa solicitud y con pruebas, algo difícil porque un desplazado o no está informado de las solicitudes de adjudicación sobre sus tierras y si está enterado poco puede hacer ante el chantaje violento que pende sobre su cabeza. La ley 1152, o Estatuto Rural, establece la validez de los títulos no originarios del estado registrados entre 1917 y 2007, con lo cual permite la solución de los litigios a favor de los grandes propietarios y quienes han robado tierras en los últimos 90 años. Esta misma ley prohíbe la ampliación de resguardos indígenas en la zona del Pacífico y en la cuenca del Atrato, un región de gran desplazamiento forzado, que deja a los indígenas desamparados legalmente para defender sus territorios.
Pero las leyes de legalización del despojo no sólo están referidas a las tierras, sino que incluyen el interés de legislar en términos de agua, paramos, bosques, parques naturales, recursos forestales para que todo aquello que sea propiedad pública o común se convierta en bienes privados al servicio de capitalistas, terratenientes y multinacionales.
Como si no fuera bastante con este rosario de leyes a favor del latifundio y los agentes del despojo rural, durante el gobierno de Juan Manuel Santos se ha impulsado la idea de la consolidación de la seguridad democrática, un eufemismo para decir que se va asegurar el robo y el despojo. Al respecto, en el 2010 fueron desplazadas 280.041 personas del campo, en 31 de los 32 departamentos del país y, lo más revelador, el 33 por ciento de los desplazados se origina en las zonas que el régimen uribista denominó Centros de Coordinación y Atención Integral (Ccai), “programas que tienen incidencia en 86 municipios en 17 departamentos, los cuales el ex presidente Uribe consideró prioritarios para recuperar la seguridad y avanzar en inversión social y empresarial”. Llamativo también que en un tercio de las tales zonas de consolidación hay explotaciones de minerales, especialmente del oro, como en Montelíbano (Córdoba), varios municipios del Bajo Cauca, en el Pacífico o en el Catatumbo. No por casualidad la región más crítica es el bajo cauca, donde “En las riberas de los ríos Cauca, Man, Nechí y Cacerí hay cerca de 2.000 retroexcavadoras y dragas que según cifras oficiales sacan 28 toneladas de oro al año. Con la fiebre minera llegaron las bandas criminales, las masacres, los asesinatos y las amenazas. En la región hay 89 asesinatos por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta de Antioquia”.
En esas zonas de consolidación de latifundio agroindustrial se están sembrado miles de hectáreas con palma aceitera, tales como en San Onofre (Sucre), Tibú (Norte de Santander), Guapi y Tumaco (Nariño), en las faldas de la Sierra Nevada y en la Macarena (Meta).
En tales zonas de consolidación tampoco se ha erradicado el narcotráfico, pues en un 70 por ciento de ellas se cultiva hoja de coca, un hecho que además acelera el desplazamiento porque actúan los narcoparamilitares y porque las fumigaciones del ejército golpean a los campesinos y sus familias y les destruyen sus cultivos [8].
En rigor, la consolidación que se busca es la del gran capital agro-minero exportador en el cual sobresale la alianza entre latifundistas, narcotraficantes, exportadores y empresas multinacionales. Para hacerlo posible, el Plan Nacional de Desarrollo, en sus artículos 45, 46 y 47, modifica la ley 160 de 1994 que impedía que las tierras públicas (baldías) fueran transferidas a particulares que formaran latifundios. Ahora se permite que se adjudiquen esos baldíos de la nación a cualquier persona, nacional o extranjero, todo lo cual se justifica con el cuento de promover las grandes exportaciones agropecuarias, en las que se destila la demagogia que de esta forma se consolidará la alianza entre campesinos y grandes productores. Algo que es mucho más explícito con la mal llamada Ley de Tierras, un proyecto que favorece y fortalece a los capitalistas nacionales y extranjeros.
Cabe
tener en cuenta a
Renán Vega Cantor
también
cuando se refiere al
destino
de los de abajo en el
capitalismo.
LOS EXPROPIADOS
Aunque las grandes empresas agroexportadoras y minerales necesiten trabajadores
ya no requieren vastos contingentes de ellos, ni tampoco generan unas relaciones
salariales clásicas, sino que impulsan formas de vinculación laborales propias
del esclavismo o del feudalismo. El empleo que generan las minas o las
plantaciones de palma o de caña de azúcar es muy escaso y el grado de
explotación de los trabajadores es bestial, sin ningún tipo de derechos
laborales, e incluso sin contratación directa puesto que predomina el trabajo
terciarizado por medio de cooperativas, con el objetivo de esconder al patrón.
Un ejemplo de esta forma de vinculación laboral de tipo salarial, degradada al
máximo, es el de los corteros del Valle del Cauca, que en el 2008 realizaron una
heroica huelga.
Estos trabajadores de rasgos cetrinos, muchos de ellos descendientes de esclavos africanos, soportan interminables jornadas de 12 o más horas, laborando bajo pleno sol, sin un salario fijo porque se les paga de acuerdo a la cantidad de caña que sean capaces de cortar, cuyo peso es controlado por las basculas que pertenecen o las empresas contratistas o a los ingenios. Su jornada de trabajo discurre los siete días de la semana, con un solo día de descanso al mes. No tienen derecho a enfermarse porque, aparte de que no cuentan con servicio médico pago por la empresa sino que lo deben asumir por su cuenta, deben enviar un sustituto cuando se enferman y si no lo hacen son despedidos. La jornada diaria de trabajo se inicia a las seis de la mañana y se prolonga hasta cuando comienza la noche. Todo el día cortan caña a punta de machete. Se les paga por el volumen de caña cortada, por lo que reciben un salario variable, a destajo. Los organizadores de las cooperativas asociadas les dicen que ellos son a la vez patrones y trabajadores, en razón de lo cual todo lo que utilizan o necesitan (machetes, guantes, zapatos, ropa y protectores de tobillo) deben ser comprados por ellos mismos, con sus magros ingresos. Tampoco tienen subsidio de transporte, un gasto importante en su reducido presupuesto ya que representa hasta la séptima parte de sus salarios, porque supuestamente no son empleados sino patrones. Entre otras cosas, esta extraña condición de figurar como patronos de sí mismos les impide en términos legales que hagan huelgas. No tienen derecho a vacaciones ni a pago de horas extras [9].
En el caso de la caña como en los otros sectores de este tipo de agronegocios, si los trabajadores se atreven a protestar, a organizarse, afiliarse a un sindicato o hacer huelga, inmediatamente son amenazados, perseguidos y asesinados sus líderes y activistas más beligerantes.
Estos trabajadores de rasgos cetrinos, muchos de ellos descendientes de esclavos africanos, soportan interminables jornadas de 12 o más horas, laborando bajo pleno sol, sin un salario fijo porque se les paga de acuerdo a la cantidad de caña que sean capaces de cortar, cuyo peso es controlado por las basculas que pertenecen o las empresas contratistas o a los ingenios. Su jornada de trabajo discurre los siete días de la semana, con un solo día de descanso al mes. No tienen derecho a enfermarse porque, aparte de que no cuentan con servicio médico pago por la empresa sino que lo deben asumir por su cuenta, deben enviar un sustituto cuando se enferman y si no lo hacen son despedidos. La jornada diaria de trabajo se inicia a las seis de la mañana y se prolonga hasta cuando comienza la noche. Todo el día cortan caña a punta de machete. Se les paga por el volumen de caña cortada, por lo que reciben un salario variable, a destajo. Los organizadores de las cooperativas asociadas les dicen que ellos son a la vez patrones y trabajadores, en razón de lo cual todo lo que utilizan o necesitan (machetes, guantes, zapatos, ropa y protectores de tobillo) deben ser comprados por ellos mismos, con sus magros ingresos. Tampoco tienen subsidio de transporte, un gasto importante en su reducido presupuesto ya que representa hasta la séptima parte de sus salarios, porque supuestamente no son empleados sino patrones. Entre otras cosas, esta extraña condición de figurar como patronos de sí mismos les impide en términos legales que hagan huelgas. No tienen derecho a vacaciones ni a pago de horas extras [9].
En el caso de la caña como en los otros sectores de este tipo de agronegocios, si los trabajadores se atreven a protestar, a organizarse, afiliarse a un sindicato o hacer huelga, inmediatamente son amenazados, perseguidos y asesinados sus líderes y activistas más beligerantes.
LIQUIDACIÓN DE ORGANIZACIONES Y MOVIMIENTOS SOCIALES
Otra característica de la acumulación por desposesión estriba en desarticular
por todos los medios posibles,
empezando por la violencia física directa, a todos aquellos sectores sociales de
tipo popular que pudiesen oponerse al proyecto de consolidación del capitalismo
agroindustrial de tipo exportador. En Colombia esto se expresa en el desangre
que han sufrido las organizaciones sociales en los últimos 25 años por parte del
Estado y de los grupos de sicarios que han sido organizados y financiados por
diversas fracciones de las clases dominantes, en cabeza de las cuales sobresalen
los ganaderos y latifundistas, en asocio con empresas multinacionales.
La violencia contemporánea que acompaña el despojo de la tierra y la naturaleza tiene un marcado carácter de clase. Se trata, en pocas palabras, de eliminar los incómodos obstáculos sociales que impidan la consolidación del modelo agroexportador, lo cual sigue en términos generales un mismo modus operandi: primero se limpia la tierra mediante el terror por parte de grupos de criminales contratados por el Estado y fracciones de las clases dominantes; luego, los políticos regionales diseñan la planeación estratégica para transformar esas regiones en lugares adecuados para la puesta en marcha de actividades económicas, que sólo pueden llevarse a cabo con la consolidación de los planes de pillaje, muerte y saqueo; en tercer lugar, ya con las tierras despejadas y con los planes empresariales se llama al capital extranjero para que invierta en el país, garantizándoles plena seguridad a las inversiones y brindándole, aparte de protección, todo tipo de gabelas, descuentos y regalos.
La implantación de cultivos como el banano, la palma aceitera, o de otros productos destinados a producir agrocombustibles (caña de azúcar) o la extracción de petróleo, minerales y oro viene acompañada de una dosis notable de violencia, como se evidencia con la gran cantidad de sindicalistas, dirigentes campesinos e indígenas que han sido asesinados. Las masacres, desplazamientos forzados, destrucción de sindicatos acompañan esta forma de acumulación de capital en Colombia en las últimas décadas. Eso no es algo excepcional o fortuito sino consustancial a este tipo de capitalismo gángsteril, como lo dice un estudioso de la explotación de palma: “El aceite o el biodiesel de Palma Africana tienen a la violencia como aditivo. En Indonesia, en África o en Colombia, la depredación ambiental, la represión a las comunidades indígenas y campesinas, y el antisindicalismo son algunas de las huellas de la identidad violenta del cultivo industrial de la Palma Africana” [10].
La implantación de la palma viene acompañada de la expulsión de los campesinos y por esa razón puede decirse que la palma aceitera Es el “NAPALM” del Plan Colombia: quemando la selva, quemando la gente y a todo derecho.” Y lo que queda después son “desiertos verdes, árboles en filas plantados como zanahorias, sin campesinos, con escasa mano de obra y la poca que genera mendiga por laberintos donde la esclavitud no encuentra salidas” [11]. Esta es la famosa Arabia Saudita del biodiesel que buscan los para empresarios y no están equivocados porque quieren transformar a este país en un desierto de palma, sin campesinos, regido por una monarquía oligárquica y corrupta como la de Arabia Saudita.
La palma es un negocio criminal de paramilitares y narcotraficantes, como se prueba con el hecho que 23 empresarios del sector en el 2003 invirtieron 34 millones de dólares. Esto fue posible mediante el desplazamiento de 5000 campesinos, la ocupación de 100 mil hectáreas que correspondían a territorios de comunidades afrodescendientes en el Choco. Esto fue respaldado por los sicarios privados, aliados con el ejército y burócratas del Ministerio de Agricultura, que concedieron generosos créditos y llamaron a la apropiación de la tierra para que “honestos empresarios hicieran patria” con su sacrificio y tesón. Como para que no quede duda esta operación, encaminada a impulsar el cultivo de palma, fue directamente comandada por los paramilitares Carlos y Vicente Castaño, que a su vez eran propietarios de Urapalma, una firma dedicada al negocio de producir y refinar aceite de palma. Uno de estos criminales, Vicente Castaño, recibió “2,8 millones de dólares de entidades como el Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario y el Banco Agrario”, y otras tres firmas de paramilitares recibieron más de 6,8 millones de dólares [12].
Otro tanto sucede con el banano que se ha sembrado en Colombia para la exportación, producto que desde la masacre de 1928 ha estado ligado a la violencia del capital imperialista. Y esta no es una evocación histórica sino actual, porque se han comprobado los nexos entre los grupos de criminales que mataron a miles de campesinos y trabajadores bananeros en varias zonas del país, especialmente en el Urabá antioqueño, hasta el punto que la Chiquita Brands fue condenada en un tribunal de los Estados Unidos a pagar una multa de 25 millones de dólares por estos crímenes. Eso si, sus ejecutivos no sufrieron ninguna condena por patrocinar y financiar a los criminales que le hacían el favor de matar a sus incómodos trabajadores que se organizaban en sindicatos y querían mejorar sus condiciones de trabajo y de vida. Tal ha sido la impunidad criminal que se enseñoreo en la zona bananera de Urabá que bien puede catalogarse como un “modelo” de imposición de los cultivos empresariales en nuestro país, ya que allí confluyen todos los elementos que hemos descrito: despojo de tierras, expulsión de campesinos y trabajadores, asesinatos, masacres, financiamiento de empresas nacionales y multinacionales a los grupos criminales, alianzas entre sicarios y militares, participación y complicidad del Estado, eliminación física de la base social de la insurgencia y los movimientos de izquierda, legitimación por parte de la gran prensa y de los políticos locales de los crímenes cometidos a nombre de la salvación de la patria y de la imposición del orden y la seguridad, premio a los criminales donde quiera que se encuentren o se desempeñen, patrocinio de políticos regionales a nivel nacional, hasta que uno de ellos alcanzó la presidencia de la República.
Ese modelo bananero es el mismo que se está aplicando con la palma aceitera y en la explotación minera, como buen ejemplo de los costos sociales y humanos de la producción primaria exportadora que beneficia al capital imperialista y a sus socios criollos. En pocas palabras, en el Urabá antioqueño se demostró que este país es una típica república bananera, aunque mejor sería llamarla una Para República Bananera.
NOTAS:
La violencia contemporánea que acompaña el despojo de la tierra y la naturaleza tiene un marcado carácter de clase. Se trata, en pocas palabras, de eliminar los incómodos obstáculos sociales que impidan la consolidación del modelo agroexportador, lo cual sigue en términos generales un mismo modus operandi: primero se limpia la tierra mediante el terror por parte de grupos de criminales contratados por el Estado y fracciones de las clases dominantes; luego, los políticos regionales diseñan la planeación estratégica para transformar esas regiones en lugares adecuados para la puesta en marcha de actividades económicas, que sólo pueden llevarse a cabo con la consolidación de los planes de pillaje, muerte y saqueo; en tercer lugar, ya con las tierras despejadas y con los planes empresariales se llama al capital extranjero para que invierta en el país, garantizándoles plena seguridad a las inversiones y brindándole, aparte de protección, todo tipo de gabelas, descuentos y regalos.
La implantación de cultivos como el banano, la palma aceitera, o de otros productos destinados a producir agrocombustibles (caña de azúcar) o la extracción de petróleo, minerales y oro viene acompañada de una dosis notable de violencia, como se evidencia con la gran cantidad de sindicalistas, dirigentes campesinos e indígenas que han sido asesinados. Las masacres, desplazamientos forzados, destrucción de sindicatos acompañan esta forma de acumulación de capital en Colombia en las últimas décadas. Eso no es algo excepcional o fortuito sino consustancial a este tipo de capitalismo gángsteril, como lo dice un estudioso de la explotación de palma: “El aceite o el biodiesel de Palma Africana tienen a la violencia como aditivo. En Indonesia, en África o en Colombia, la depredación ambiental, la represión a las comunidades indígenas y campesinas, y el antisindicalismo son algunas de las huellas de la identidad violenta del cultivo industrial de la Palma Africana” [10].
La implantación de la palma viene acompañada de la expulsión de los campesinos y por esa razón puede decirse que la palma aceitera Es el “NAPALM” del Plan Colombia: quemando la selva, quemando la gente y a todo derecho.” Y lo que queda después son “desiertos verdes, árboles en filas plantados como zanahorias, sin campesinos, con escasa mano de obra y la poca que genera mendiga por laberintos donde la esclavitud no encuentra salidas” [11]. Esta es la famosa Arabia Saudita del biodiesel que buscan los para empresarios y no están equivocados porque quieren transformar a este país en un desierto de palma, sin campesinos, regido por una monarquía oligárquica y corrupta como la de Arabia Saudita.
La palma es un negocio criminal de paramilitares y narcotraficantes, como se prueba con el hecho que 23 empresarios del sector en el 2003 invirtieron 34 millones de dólares. Esto fue posible mediante el desplazamiento de 5000 campesinos, la ocupación de 100 mil hectáreas que correspondían a territorios de comunidades afrodescendientes en el Choco. Esto fue respaldado por los sicarios privados, aliados con el ejército y burócratas del Ministerio de Agricultura, que concedieron generosos créditos y llamaron a la apropiación de la tierra para que “honestos empresarios hicieran patria” con su sacrificio y tesón. Como para que no quede duda esta operación, encaminada a impulsar el cultivo de palma, fue directamente comandada por los paramilitares Carlos y Vicente Castaño, que a su vez eran propietarios de Urapalma, una firma dedicada al negocio de producir y refinar aceite de palma. Uno de estos criminales, Vicente Castaño, recibió “2,8 millones de dólares de entidades como el Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario y el Banco Agrario”, y otras tres firmas de paramilitares recibieron más de 6,8 millones de dólares [12].
Otro tanto sucede con el banano que se ha sembrado en Colombia para la exportación, producto que desde la masacre de 1928 ha estado ligado a la violencia del capital imperialista. Y esta no es una evocación histórica sino actual, porque se han comprobado los nexos entre los grupos de criminales que mataron a miles de campesinos y trabajadores bananeros en varias zonas del país, especialmente en el Urabá antioqueño, hasta el punto que la Chiquita Brands fue condenada en un tribunal de los Estados Unidos a pagar una multa de 25 millones de dólares por estos crímenes. Eso si, sus ejecutivos no sufrieron ninguna condena por patrocinar y financiar a los criminales que le hacían el favor de matar a sus incómodos trabajadores que se organizaban en sindicatos y querían mejorar sus condiciones de trabajo y de vida. Tal ha sido la impunidad criminal que se enseñoreo en la zona bananera de Urabá que bien puede catalogarse como un “modelo” de imposición de los cultivos empresariales en nuestro país, ya que allí confluyen todos los elementos que hemos descrito: despojo de tierras, expulsión de campesinos y trabajadores, asesinatos, masacres, financiamiento de empresas nacionales y multinacionales a los grupos criminales, alianzas entre sicarios y militares, participación y complicidad del Estado, eliminación física de la base social de la insurgencia y los movimientos de izquierda, legitimación por parte de la gran prensa y de los políticos locales de los crímenes cometidos a nombre de la salvación de la patria y de la imposición del orden y la seguridad, premio a los criminales donde quiera que se encuentren o se desempeñen, patrocinio de políticos regionales a nivel nacional, hasta que uno de ellos alcanzó la presidencia de la República.
Ese modelo bananero es el mismo que se está aplicando con la palma aceitera y en la explotación minera, como buen ejemplo de los costos sociales y humanos de la producción primaria exportadora que beneficia al capital imperialista y a sus socios criollos. En pocas palabras, en el Urabá antioqueño se demostró que este país es una típica república bananera, aunque mejor sería llamarla una Para República Bananera.
NOTAS:
(*) Renán Vega Cantor es historiador.
Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia.
Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial
Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes),
Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El
Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador,
Venezuela, 2008.
Es
la
lógica de crecimiento económico
y de modernidad que está comenzando a ser cuestionada por la resistencia al
extractivismo exportador. En esta lucha asoma el:
Buen vivir, un
concepto en disputa
Ecuador /18-10-2013
Ecuador /18-10-2013
Por Remedios Sánchez
La persistencia y recrudecimiento de varios problemas sociales, económicos,
ambientales y culturales, evidencian que el planeta atraviesa en la actualidad
una
crisis que amenaza no sólo
la estabilidad política de varios países, sino que pone en tela de duda los
supuestos sobre los que se ha levantado la llamada modernidad. Obsesionados por
vivir “mejor”, en términos de tener cada vez más posesiones materiales y
supuestos satisfactores, los seres humanos
no hemos
tenido empacho en echar mano de todo lo que nos rodea bajo la creencia de que la
tecnología suplirá los daños que provocamos al planeta y
nos permitirá resarcir, posteriormente, la pérdida de ecosistemas, biodiversidad
y especies. Poco ha importado que en esta desenfrenada voracidad por vivir
mejor, grandes contingentes de seres humanos hayan quedado relegados de la
consecución de sus más elementales derechos, o que hayamos olvidado que somos
parte de un sistema mayor en el que cada uno de sus componentes tiene una
función que alimenta la trama de la vida. Menos importancia hemos dado a la
erosión y pérdida de culturas, de lenguas y saberes milenarios, de los que con
mayor humildad y una menor devoción a la “verdad” de occidente, podríamos
aprender –o haber aprendido- nuevas formas de relacionarnos entre nosotros y con
la naturaleza.
En esta lógica de crecimiento económico ilimitado, con un gran simplismo confundimos los medios con los fines, y otorgamos al mercado y al dinero un papel decisivo en la definición del rumbo por el que debería transitar la humanidad (Leff 2006). No hemos concedido oídos a lo señalado un siglo atrás por el economista húngaro Polanyi al advertir la falacia de considerar como mercancías a la naturaleza y a la fuerza de trabajo (Alimonda2011).
Las astronómicas cifras económicas en términos de producción interna bruta de
los países, deuda externa, flujos financieros internacionales, no han podido
paliar un descontento social cada vez más amplio respecto a la forma en cómo el
mundo está organizado. Los problemas ambientales contemporáneos como los
impactos generados por el calentamiento global, el debilitamiento de la capa de
ozono, el achicamiento de la masa polar, las crecientes dificultades en el
acceso a agua y merma significativa de su calidad, la pérdida de especies y
bosques, erosión y pérdida de suelos, contaminación atmosférica, constituyen
motivos de alerta para pensar que la carrera por el crecimiento económico
continuo es claramente insostenible y que no podemos mantener los mismos
patrones de producción y consumo, menos aún reproducir la forma de vida de las
economías más ricas del planeta. Hay sobradas evidencias para afirmar que el
“perfil metabólico”[1](Fischer-Kowalski
y Haberl 2000)- los flujos de energía
y materiales que utilizan estos países para satisfacer sus estilos de vida-no
alcanzan para todosy que es imperativo comenzar a tomar en serio los límites
finitos de la tierra, la escasez de recursos y las restricciones en sus
funciones de absorción de residuos y ritmo de reposición natural de los recursos
no renovables.
En medio de este panorama complejo, si algo positivo puede desprenderse de la crisis contemporánea que atravesamos es el llamado de atención a la necesidad de reubicar el centro de nuestras motivaciones y a considerar que la complejidad de los problemas actuales demanda respuestas integrales, innovadoras y contundentes, que den sentido a la vida, que doten nuevamente a la naturaleza de su significado propio, independientemente de la economía, y que identifiquen puntos de encuentro entre lo natural y lo social, la ecología y la cultura, lo material y lo simbólico (Leff 2006). Entre los inmensos cambios que debemos introducir, resulta ineludible el desafío de proponer una nueva epistemología que interpele el discurso occidental homogenizante y aportar en lo que hoy se denomina como “pensamiento de frontera”, “que cuestiona la modernidad (…) y se interroga sobre caminos y lógicas alternativas” (Alimonda2011: 26). Para decirlo en palabras de Escobar, “la habilidad de la modernidad para proveer soluciones a los problemas modernos es cada vez más estrecha, haciendo (…) factible una discusión sobre una transición más allá de la modernidad” (2011: 83).
En este contexto, y recogiendo el conocimiento milenario de los pueblos
ancestrales, en los últimos años ha comenzado a configurarse un nuevo paradigma
que contradice la noción del progreso sin fin: la noción del Buen Vivir,
inspirada en el “Sumak Kawsay” o “Suma Qamaña” de los pueblos indígenas de los
andes ecuatorianos y del altiplano boliviano, respectivamente, y que puede
equiparse al "UtzK'aslemal" de los
pueblos Mayas.
Aunque no existe una definición única y compartida del Buen Vivir
(lo que desde otra perspectiva también podría ser entendido como una poderosa
potencialidad de este concepto en ciernes), resulta interesante discutir algunos
de sus fundamentos sobre los que parecería identificarse cierto consenso
alrededor de su acepción y alcance.
La noción del Buen Vivir busca la consecución de un equilibrio entre los seres
humanos y la naturaleza.
En este sentido, propone romper con la visión antropocéntrica que ha colocado a
la naturaleza al servicio de los seres humanos y la ha convertido en su objeto
de manipulación, dominio y apropiación. Al llamar a modificar nuestra actitud
frente a la naturaleza, el Buen Vivir parte del principio de que todo forma
parte de una sola unidad y que la alteración de un elemento fractura la
estabilidad del flujo vital. Apela por tanto a recrear una forma de co-existencia
con la naturaleza que en lugar de asentarse sobre la explotación de los recursos
hasta su agotamiento, promueva su optimización para el bienestar colectivo.
Pero, lejos
de ser una postura que únicamente aboga por las causas ecológicas, el Buen Vivir
reconoce la necesidad de garantizar una vida plena para las comunidades humanas,
desligada de la mercantilización a la que inevitablemente nos ha conducido el
capital y un proceso de acumulación sin fin que ha desdibujado el sentido mismo
de la existencia.
De ahí que el Buen Vivir ponga énfasis, en la reciprocidad como principio fundacional de la convivencia humana y en la complementariedad según la que cada ámbito, sector o dimensión de la realidad se corresponden de manera armoniosa con otro ámbito, sector o dimensión del mundo. En la búsqueda de una vida plena, el Buen Vivir está íntimamente ligado a la interculturalidad y a la plurinacionalidad y en esa medida sugiere, por un lado, la necesidad de repensar nuevas formas de organización social y política de la mano con un nuevo modelo económico y aboga por otro lado, el encuentro entre saberes ancestrales, prácticas basadas en el lugar –para usar el lenguaje propuesto por Arturo Escobar (2011)- y lo mejor del pensamiento occidental y de los logros alcanzados en el mundo contemporáneo.
El Buen Vivir atraviesa la Constitución del Ecuador y consta como un derecho en
la Constitución de Bolivia gracias a la lucha de movimientos sociales
–principalmente de los pueblos indígenas- de ambos países y de una correlación
de fuerzas que facilitó, en su momento, canales de interlocución y diálogo
social. La construcción y concreción de sus postulados y principios está sin
embargo aún pendiente. No basta que la incorporación del Buen Vivir conste en
los más importantes cuerpos legales nacionales. Esta aparente conquista puede
ser al mismo tiempo su mayor debilidad debido a los riesgos de institucionalizar
su sentido.
La institucionalización del Buen Vivir y su consiguiente tecnocratización podría
coartar y desviar la dimensión contestataria al orden establecido que está
implícita en la génesis de esta noción pues con demasiada frecuencia el
tradicional concepto de desarrollo, ese ideal de progreso (acumulación)
incesante que promueve el capitalismo, es suplantado indiscriminada y
acríticamente por el Buen Vivir.En última instancia, al ser cooptado por la
institucionalización, el Buen Vivir es sólo el ropaje bajo el que, con un
aparentemente nuevo léxico, continúa un modelo de crecimiento económico
fundamentalmente orientado a satisfacer la demanda externa, una democracia de
baja intensidad y un manejo centralizado del poder político. Esta afirmación no
es lamentablemente lejana al caso ecuatoriano en donde, antes que cambios
estructurales, procesos de redistribución serios y sostenidos y rupturas
profundas, bajo el régimen del Buen Vivir impulsado por el gobierno de la
Revolución Ciudadana, hay cada vez más cercanía con una política de desarrollo
basada en las denominadas ventajas competitivas –patrimonio natural- del que
dispone el país y con un estilo de gestión política poco propenso a la
participación y el diálogo.
Aunque podría argumentarse que en consideración del lapso transcurrido desde la
aprobación de la Constitución ecuatoriana vigente (2008) a la actualidad es aún
prematuro plantear una suerte de regresión en el alcance del concepto del Buen
Vivir que instrumenta la institucionalidad del poder, algunos elementos de la
coyuntura permiten corroborar tal afirmación. En efecto, es poco probable pensar
que las excepcionales condiciones con las que ha contado el gobierno –importante
respaldo social, control de todos los poderes del Estado, elevados ingresos
producto de los altos precios del petróleo- puedan redituarse en los siguientes
años a fin de introducir los cambios que aspiraba el país para transitar hacia
el Buen Vivir y que posibilitaron el ascenso al poder del Presidente Correa.
Estos cambios no se han producido en la magnitud y la forma que se esperaban;
más bien se ha acentuado una orientación de la gestión pública distinta a la
volcada en el primer plan de campaña y que ha provocado el distanciamiento con
sus iniciales aliados:
indígenas, ambientalistas y sectores de izquierda.
El proceso de institucionalización del Buen Vivir en el Ecuador ha dado poco espacio al diálogo intercultural, al juego democrático y a una real descentralización de la gestión pública, menos aún ha sentado las bases para avanzar en la construcción del Estado Plurinacional. La participación se circunscribe actualmente, como en el pasado, a los procesos electorales; sin diálogo ni espacios para procesar diferencias. El disenso es sinónimo de traición y no en pocos casos ha significado la criminalización de la protesta social.
En el plano económico,
pese a la disponibilidad de un régimen de Buen Vivir y del reconocimiento de la
naturaleza como sujeto de derechos[2],
el énfasis de las actuales políticas públicas descansa aún en el extractivismo–que
en el corto plazo se pretende extender hacia regiones relativamente alejadas de
la dinámica del mercado- y en una concepción según la quees necesario inyectar
importantesrecursos económicos para avanzar
en la superación de la pobreza y corregir las asimetrías sociales que soporta el
Ecuador. En esta carrera hacia el progreso siguen pendientes políticas para
modificar la estructura de propiedad de la tierra, una de las más inequitativas
en la región, y disminuyen cada vez más las expectativas sobre los prometidos
cambios para modificar la matriz productiva e iniciar la transición hacia una
economía post-extractiva.
La propuesta más difundida al respecto, la Iniciativa ITT-Yasuní que proponía
mantener en tierra las reservas petroleras de los campos Ishpingo-Tambococha-Tiputini
(estimadas en 920 millones de barriles) localizadas al interior del Parque
Nacional Yasuní, a cambio de una compensación internacional equivalente al 50%
de los ingresos netos de las potenciales exportaciones de dichas reservas
(estimadas en 7,2 millones de dólares), fue unilateralmente abandonada por el
gobierno a mediados de agosto del 2013. A cambio de esta compensación, Ecuador
se comprometía a no emitir 420 millones de toneladas métricas de CO2 a la
atmósfera del planeta (cantidad equiparable a lo que cada año emiten Francia o
Brasil).
Tal iniciativa constituía una oportunidad excepcional para sentar las bases de
una nuevo pacto civilizatorio entre seres humanos y naturaleza, incorporaba el
criterio de responsabilidades comunes y diferenciadas, abría las puertas para
otro tipo de cooperación y para el reclamo de la deuda ecológica, protegía
diversidad biológica única contenida en el Parque Yasuní y la vida de pueblos en
aislamiento voluntario; constituía una respuesta efectiva para enfrentar el
calentamiento global y el cambio climático. Así lo entendieron pueblos
indígenas, jóvenes y diversos sectores sociales que se identificaron con la
Iniciativa Yasuní-ITT y que, a raíz de la decisión gubernamental, presionan por
la realización de una consulta ciudadana que decida su futuro.
El abandono de la Iniciativa Yasuní ITT por parte del gobierno ecuatoriano es sólo el corolario de una tendencia que comenzó a manifestarse con más claridad hacia mediados de su segundo mandato (2009-2013) y sobre la que el Presidente Correa no ha tenido empacho en reiterar su adhesión: una economía sustentada en las riquezas hidrocarburíferas y minerales del país, una constante minimización de los impactos ambientales y sociales bajo el argumento de las bondades tecnológicas y una división de la sociedad entre supuestos defensores y detractores del progreso.En este contexto, la posibilidad de mantener la noción del Buen Vivir como una “ilusión movilizadora”, como una postura política que confronte la racionalidad dominante, que haga eco de otras y diversas visiones e identidades y que reivindique los saberes plurales (Leff 2006; Escobar 2011),no puede supeditarse a lo que haga o deje de hacer el poder. El hecho de que el Buen Vivir siga siendo parte de una epistemología alternativa –y de una ecología política renovada- dependerá en gran medida de la correlación de fuerzas existente en cada sociedad, de la capacidad de organización y propuesta de los sectores sociales, de la necesaria reapropiación política de los conceptos, de la profundización de una democracia participativa y con espacios para la resolución de conflictos y disensos. Ventajosamente, el Sur global presenta evidencias de la construcción de una voluntad social cada vez más grande para iniciar una reconciliación entre los seres humanos y la Tierra y para establecer el cimiento de un nuevo pacto civilizatoria. Disputemos entonces el verdadero sentido del Buen Vivir. Fuente: http://alainet.org/active/68295&lang=es
Desde
Colombia
y desde abajo, se afirma el
ejercicio de soberanía con
conciencia de que:
"debemos
ser los pueblos y las comunidades quienes ordenemos el territorio, definamos
sus usos y las distintas maneras de habitarlo. Este ordenamiento territorial
popular debe armonizar la conservación del medio ambiente con el
aprovechamiento que de él hagan, las comunidades agrarias para su
pervivencia".
Reforma
agraria y agua
Colombia: Declaración Política Cumbre Agraria Campesina, Étnica y Popular
18 Marzo
2014
“Sembrando dignidad, labrando esperanza y cosechando país”
Por convocatoria de la Mesa de Interlocución Agraria - MIA, la Marcha
Patriótica, el Coordinador Nacional Agrario - CNA, el Congreso de los Pueblos,
el Proceso de Comunidades Negras - PCN, la Mesa de Unidad Agraria - MUA, la
Coalición de Movimientos y Organizaciones Sociales de Colombia - COMOSOC, la
Organización Nacional Indígena de Colombia - ONIC, el Movimiento por la
Constituyente Popular - MCP, Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria,
FENSUAGRO, Asociación nacional de Zonas de Reserva Campesina – ANZORC y
Asociación Campesina Popular- se realizó en la ciudad de Bogotá, del 15 al 17 de
marzo, la Cumbre Agraria: campesina, étnica y popular. La Cumbre reunió a 30 mil
personas provenientes de todas las regiones del país.
·
La Cumbre es un proceso que ha venido construyéndose a partir de los paros
agrarios e indígenas del 2013, movilizaciones que cobraron la vida de 19
compañeros, otros 600 resultaron heridos y decenas fueron detenidos y
encarcelados. El gobierno nacional se sentó a concertar una serie de pliegos y
acuerdos en mesas de interlocución y negociación. La Cumbre nace porque después
de esta “rebelión de las ruanas, los ponchos y bastones” que suscitó el más
amplio respaldo nacional e internacional, el presidente Santos convocó a un
Pacto Agrario con las élites agroindustriales y gremiales del campo, excluyendo
con esto al movimiento agrario de las definiciones y medidas a adoptar en
materia de política agraria nacional.
·
La Cumbre realizó un balance del incumplimiento del gobierno nacional ante los
compromisos adquiridos, los pliegos y acuerdos firmados; avanzó en el proceso de
unidad del movimiento agrario en Colombia y desde éste; definió una ruta
unificada de la movilización y mecanismos para una negociación articulada y
unitaria. La Cumbre definió los caminos para enfrentar conjuntamente las
nefastas políticas neoliberales aplicadas por los gobiernos de turno y a sembrar
dignidad, labrar esperanza y cosechar un nuevo país desde las iniciativas de las
organizaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes.
·
La Cumbre considera que mediante un ejercicio de soberanía, debemos ser los
pueblos y las comunidades quienes ordenemos el territorio, definamos sus usos y
las distintas maneras de habitarlo. Este ordenamiento territorial popular debe
armonizar la conservación del medio ambiente con el aprovechamiento que de él
hagan, las comunidades agrarias para su pervivencia.
Nuestras
propuestas territoriales exigen el respeto de las figuras colectivas de gobierno
propio y la defensa de los territorios de las comunidades campesinas, indígenas
y afrocolombianas.
La reforma agraria integral sigue siendo para nosotros la solución estructural para los problemas de acceso a la tierra, formalización de la propiedad y desarrollo rural, con inversión social y políticas públicas.En este propósito es preciso detener el modelo extractivista que concentra la propiedad de la tierra, la entrega a empresas multinacionales, acaba con la economía campesina y destruye la vida.La Cumbre propone un modelo económico que garantice la pervivencia de los pueblos a través del fortalecimiento de las economías campesinas, indígena, afrodescendientes y de los sectores populares. La autonomía territorial es un factor determinante en la construcción de una política económica y de producción de alimentos soberana. Para tal fin se debe derogar la normatividad que permite el monopolio transnacional sobre las semillas y el conocimiento ancestral.
El acceso a la riqueza minero-energética conlleva al respeto por los bienes de
la madre tierra, su explotación debe ser una decisión consultada a las
comunidades y desarrollada como ejercicio de soberanía nacional.
El plantearnos una alternativa a los cultivos de coca, amapola y marihuana, nos
llama a rechazar el prohibicionismo que admite tratamientos represivos, las
fumigaciones indiscriminadas, la erradicación forzada y el encarcelamiento de
los cultivadores como solución. Entendemos el reconocimiento de su uso
tradicional, ancestral y los usos alternativos. Proponemos programas de
sustitución autónoma, gradual y concertada, el impulso a los cultivos
alternativos con garantías de comercialización.
Para el pueblo colombiano es imperativo conocer la verdad, complementarla con
mecanismos de justicia y reparación; la memoria histórica es un aporte
importante para avanzar hacia la no repetición.
Las garantías políticas incluyen la no criminalización y judicialización de la
protesta social, el desmonte del fuero penal militar. Se debe permitir la
participación amplia, efectiva y con carácter decisorio en las instancias de
planeación y definición de la políticas de producción agropecuaria y de
desarrollo rural, teniendo en cuenta las propuestas construidas por las
comunidades de manera autónoma.
Los pueblos tenemos derecho a la vida digna y a que se nos garanticen las
condiciones materiales necesarias. Se debe apropiar un presupuesto especial para
garantizar la financiación de las iniciativas territoriales, con mecanismos
autónomos de ejecución.
El Estado debe reconocer que muchas de las problemáticas que viven las ciudades
son una consecuencia de la aplicación de modelos económicos y de despojo en el
sector rural.
El impulso a las economías agrarias y populares tiene un soporte importante en
el apoyo que reciba de los grandes centros poblados, es necesario adelantar
pactos entre las grandes capitales y los municipios que le aportan los alimentos
de la canasta familiar.
La solución política al conflicto social y armado sigue siendo un anhelo de la
sociedad en la búsqueda de la paz con justicia social, por esa razón es
fundamental y urgente, que se inicie un proceso de diálogo con las insurgencias
del ELN y el EPL. Respaldamos los diálogos de La Habana entre el gobierno y las
FARC. Resaltamos el papel que debemos jugar las organizaciones y procesos como
movimiento social con voz propia. Los diálogos regionales son una herramienta
importante para avanzar en la construcción de la agenda social y política por la
paz. La Cumbre Agraria asume el impulso a un gran movimiento social que trabaje
por la paz como condiciones de vida y exija garantías para la participación de
la sociedad.
La Cumbre Agraria logró, por primera vez en la historia de los movimientos sociales del país, construir un pliego unitario de las organizaciones campesinas, indígenas y afrocolombianas. El pliego unitario representa las exigencias políticas, económicas, sociales, ambientales, culturales y territoriales de comunidades históricamente marginadas y excluidas, es un llamado de atención al gobierno nacional sobre la urgencia de atender estructuralmente a un mundo rural que reclama ser sujeto de derechos. La Cumbre propone también una mesa única de negociación, un escenario que permita cualificar el nivel de interlocución, evitar la dilación y dispersión gubernamental y lograr acuerdos ejecutables en el corto y mediano plazo. La unidad alcanzada hoy es también la unidad de acción, contamos ahora con una ruta de movilización social que haga exigibles y alcanzables los derechos negados. La Cumbre y sus propuestas son una apuesta definitiva por el logro de la paz. Una paz, que para ser estable y duradera requiere de ser construida desde abajo, con nosotros y nosotras, una paz socialmente incluyente, basada en la verdad, la justicia, la efectiva participación política y la vigencia plena de los derechos humanos en los campos de Colombia.
La Cumbre es parte transitoria de un proceso constituyente caminado de la mano
de la Minga indígena, los congresos de los pueblos, consejos territoriales del
pueblo, los procesos constituyentes por la paz con justicia social, los
mecanismos de participación directa y la autonomía que a diario ejercen las
comunidades del campo y la ciudad que reclaman ser reconocidas.
El acuerdo político y social que edifique la paz deberá ser la parte culminante
de este proceso constituyente. La posibilidad de un proceso de asamblea nacional
constituyente está en el horizonte de reflexión de la sociedad colombiana en su
conjunto. Estamos construyendo una ruta propia desde el movimiento popular para
llegar a este momento. El camino hacia la paz, requiere, mientras tanto, de un
decidido y vigoroso movimiento social por la paz, al cual convocamos a todos los
sectores políticos y sociales del país. La paz incluyente no se construye con
“acuerdos de élites y corbatas” que desconocen a los de poncho, a los de ruana,
a los de azadón y machete, a los sujetos políticos y sociales del campo y sus
propuestas.
Ante el reiterado incumplimiento del gobierno nacional frente a la palabra y los
compromisos adquiridos para levantar el paro agrario del año pasado, la decisión
de la Cumbre Agraria: Campesina, Étnica y Popular es la de volver al paro
nacional agrario, cuya hora cero dependerá de la respuesta gubernamental. La
Cumbre extiende un plazo al gobierno hasta la primera semana de mayo. A partir
de este momento la Cumbre bajará a los resguardos indígenas y a las veredas de
los territorios afros y campesinos, a las barriadas y organizaciones sociales de
las ciudades, a los sindicatos, a organizar los comités de paro y a convocar a
todos los sectores sociales y populares en conflicto para acordar una dinámica
coordinada en perspectiva de bloque popular.
Las
propuestas del gobierno no son soluciones. El Pacto Agrario es una repartija más
de recursos públicos con fines clientelares y electoreros. El gobierno nacional
tiene la oportunidad histórica de solucionar la crisis estructural del campo a
partir de nuestras propuestas recogidas en el pliego unitario, creemos en el
diálogo social como la ruta para alcanzar la justicia social y la anhelada paz
estable y duradera para Colombia. Nuestras propuestas están sobre la mesa, le
queda la responsabilidad histórica al gobierno de atenderlas.
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