No se ha dado cuenta de
la
actual inflexión histórica.
Ha puesto a toda marcha su nueva
"normalidad" contemplando el variado espectro de medios para viabilizar
la gobernabilidad del
crecimiento económico
de sus oligopolios.
Pero
menosprecia el despertar de los pueblos.
Pensemos que,
como a todos los pueblos del Abya Yala, el sistema capitalista nos condenó a ser
países empobrecidos y desestructurados, deformados para el progreso de las
naciones consideradas "desarrolladas" según el criterio de ciencias y tecnologías
mercantilizadas. Pero a nuestro subdesarrollo o desarrollo contra nuestras
necesidades de vida humana también debemos fundamentarlo en significados e implicancias de los latifundios no sólo como vastas extensiones
de tierra privatizada (hoy transnacionalizada) sino sobre todo como
acaparamiento de bienes comunes naturales, como peonazgo e inclusor de
trabajadores "golondrinas" y como sistema de dominación en todo el país aunque
más represor en las provincias "periféricas".
Ante la actualidad de enormes quemas de
bosques nativos-humedales en todo el país para ocupar esos vastos territorios
con extractivismos (agronegocios, megaminería y especulación inmobiliaria) nos
urge atender a:
El momento es hoy,
a la disputa de los territorios
25 de
agosto de 2020
Por
Rodrigo Mundaca y
Rodrigo Faúndez
Le Monde
Diplomatique Chile
No resulta nuevo
señalar que la mercantilización neoliberal ocupó todos los aspectos de nuestras
vidas durante estas últimas cuatro décadas. Salud, cultura, educación,
pensiones, bienes comunes: todo se transformó en objeto de mercantilización. Un
ámbito de especial relevancia, más no tomado con suficiente atención desde
aquellas actorías que pretenden terminar con el neoliberalismo en Chile, ha sido
la “cuestión territorial”.
Así planteado, la
cuestión territorial parece un tema ambiguo, difuso o vacío de soporte teórico;
sin embargo, nos interesa relevar la importancia de largo plazo que reviste
construir política transformadora desde los territorios y disputar sus
instituciones.
Si bien, la
cuestión territorial ha sido un tema de larga data en algunos sectores políticos
y en ciertos círculos académicos, el tema ha cobrado mayor relevancia en la
última década a partir de la emergencia de una serie de luchas que en diversos
lugares del país se han sucedido por la defensa de territorios ante proyectos de
inversión extractivos que afectan a las comunidades, o bien, en la articulación
de singulares procesos democráticos de defensa del poder local. El tema cobra
especial relevancia en momentos en que Chile atraviesa una crisis política que
ha derivado en un inédito proceso constituyente y en tiempos en que el COVID 19
ha demostrado que la comunidad que habita los territorios, en particular la
ciudadanía organizada en el espacio local, ha sido uno de los principales
soportes que ha permitido enfrentar con mayor efectividad la pandemia y la
precariedad económica.
Tanto la crisis política, como la crisis sanitaria que atravesamos nos vuelven a dejar de manifiesto que los territorios “subnacionales” están activos y albergan una infinidad de experiencias organizativas acumuladas a lo largo de décadas. Esta “capacidad comunitaria” –que tiende a ser objeto de clientelización y paternalismo por autoridades nacionales, regionales y locales— nos alerta que es desde el espacio situado, el espacio habitado y “experienciado” desde donde es posible construir condiciones para crear comunidades organizadas que le otorguen un sentido común al espacio local y enfrenten la idea mercantilista del espacio público que nos han impuesto durante décadas.
Esta cierta
activación de “lo territorial”, que ha logrado crear entramados sociales
complejos a nivel de barrios, poblaciones, comunas, ciudades, e incluso,
regiones, puede ser una importante clave para la orientación política de los
sectores populares y actores transformadores.
A pesar de
plantear esta idea, que puede reflejar cierta candidez estéril sobre lo
territorial, sostenemos que el territorio está lejos de ser ese espacio
armonioso, bucólico y exento de conflictos sociales, raciales y de clase. Tal
como nos aporta la geografía crítica el territorio es, en esencia, un espacio
construido complejo de relaciones de poder y dominación, en el que convergen y
divergen intereses, actores y sujetos. Y es justamente su carácter conflictivo y
contrario el que lo vuelve idóneo para construir procesos de cambio multiescalar.
En efecto, el conflicto es la esencia y el motor de la vida social y es a través
de la disputa de intereses donde la sociedad ejercita la política y donde se
pueden construir los cimientos de una opción de superación del orden vigente.
Durante 40 años en Chile se impuso una política mínima, vaciada de disputa de
proyectos de sociedad, en que el consenso elitario fue la clave para gobernar,
excluyendo a las mayorías e impidiendo cambios al sistema económico y político.
La rebelión popular de octubre del 2019 y las redes de solidaridad expresadas en
la pandemia demuestran que esta politización de lo social —negada, controlada y
cooptada durante toda la transición— tiene su asiento en los espacios locales.
Poner el foco en lo territorial no implica
negar ni pasar por alto las necesarias disputas que se vienen dando en el orden
nacional. Un proyecto transformador debe deshacer –partiendo por la Constitución
Política— cada una de las leyes, dispositivos y arreglos que han instituido el
capitalismo neoliberal. No obstante, el despojo capitalista tiene una nítida
expresión en el plano espacial y reviste una particular relevancia su
transformación. La privatización del espacio público, de los servicios
elementales, el control inmobiliario y sanitario del suelo urbano, las
decisiones respecto de los grandes proyectos de inversión, como parques
industriales, infraestructura, carreteras, son decisiones impuestas, no tan solo
por el mercado, sino con el aval y, en la mayoría de los casos, con el subsidio
y compromiso del Estado. En ese maridaje también han tenido un rol fundamental
los gobiernos e instituciones subnacionales.
En tal sentido, la
disputa por los territorios indica una orientación clave que los movimientos
sociales y fuerzas políticas de transformación no debiésemos soslayar.
Y dicha disputa
abarca la construcción de procesos de organización popular y poder comunitario
para la gestión de servicios elementales, o las luchas contra determinados
proyectos de inversión, por la transformación del espacio local, por el acceso a
servicios básicos, entre muchos otros ámbitos. Pero complementariamente, se
trata también de disputar cada una de las instituciones públicas de escala local
y regional, para reconfigurar las relaciones de poder que existen en dichos
espacios y poner la institucionalidad pública subnacional al servicio de estos
procesos. En tal sentido, es menester que dichas disputas sean el reflejo de la
diversidad de las luchas y experiencias de gestión comunitaria que pueblan los
espacios locales.
Esto nos lleva a plantear la urgencia de establecer puentes cada vez más sólidos entre las múltiples actorías y sujetos/as sociales y políticos/as del ámbito nacional y local. La coyuntura actual, nos tensiona para cimentar una suerte de organicidad político social al calor de la construcción de trabajo y confianzas mutuas. Los esfuerzos de articulación social y política en los últimos meses han apuntado en este sentido, sin embargo aún resta camino en la depuración de proyectos colectivos que cuajen en escala local.
Desmontar la
arquitectura política, jurídica e institucional del neoliberalismo y del Estado
subsidiario no recaerá solamente en la redacción de la nueva constitución. Ese
será el primer paso. Junto con él se debe dar continuidad a este nuevo ciclo
político que permita instituir los cambios que el movimiento social y las
fuerzas transformadoras hemos venido impulsando hace décadas.
Construir un nuevo
paradigma de desarrollo, cambiar el carácter del Estado y transformar el
entramado legislativo no será tarea de un grupo de partidos políticos, ni de
intelectuales o académicos especializados en tal o cual materia. Será mucho más
que eso. Será responsabilidad de las mayorías sociales y políticas que se han
dotado de una infinidad de organizaciones, instituciones y aparatos para
concretizar sus ideas para emprender estas batallas.
Desde octubre el
pueblo ha abierto una coyuntura constituyente inédita en la historia reciente
del país. La agenda electoral 2020-2022 será un escenario propicio para poner en
juego dicha voluntad popular constituyente y para canalizar esta energía social
en un ejercicio instituyente de cambios en la sociedad y en el Estado. Es hora
de que las actorías y movimientos territoriales levanten la voz una vez más,
pero esta vez no sólo para denunciar y defender el territorio, sino que para
disputar cada una de las instituciones públicas: diputaciones, convencionales
constituyentes, pero por sobre todo, municipios, consejos y gobernaciones
regionales.
El sentido está claro; se trata de recuperar lo que le
pertenece al pueblo y construir otro modelo de desarrollo, profundizando la
democracia, pero partiendo por la disputa territorial.
Nos urge, abajo y a la izquierda
coherente con su comunismo ("comunismo" por mirar hacia poder comunal y los
bienes comunes), generalizar la participación en hacer posible el viraje
hacia la segunda sustentabilidad del dilema siguiente:
Sustentabilidad de la deuda o del país
23 de agosto de 2020
Un gobierno de mayorías no puede prosperar con un patrón oligárquico de apropiación de la Tierra
Por
Horacio Machado Aráoz
Dejando de lado las
desorbitadas voces de la derecha extrema local, la amplia mayoría del arco
político del país ha saludado como positivo el acuerdo anunciado por el Ministro
Guzmán con los acreedores privados externos. El oficialismo lo exhibe como un
logro; incluso referentes de la oposición “responsable” así lo admiten.
Desoídos los sectores que
reclaman la impugnación y el repudio de la deuda; archivadas las promesas
electorales sobre una previa revisión democrática de la legitimidad de la misma,
el gobierno instaló de facto un escenario construido sobre la premisa de que “no
hay otra alternativa que pagar”. En ese marco, las discusiones sobre cuán
aceptable/favorable o cuán desventajoso/perjudicial es lo pactado se restringen
al exclusivo campo de los flujos y valores financieros: montos del capital,
tasas de interés, plazos; en definitiva, pareciera que lo único que importa es
cuánto y cuándo vamos a pagar. La cuestión de cómo se van a afrontar los pagos
se debate también dentro del reducido ámbito de las variables macroeconómicas.
En ese reducto, las posiciones de derecha (ortodoxas) ponen énfasis en la
necesidad del superávit fiscal; las que se dicen progresistas o heterodoxas
procuran presentar estrategias de pago que no signifiquen (o que minimicen)
políticas de ajuste. Unos y otros dan por descontado que los dólares necesarios
para afrontar lo comprometido saldrán de un inevitable aumento de las
exportaciones.
Desde los tiempos de campaña,
el actual Presidente planteó que su estrategia de sustentabilidad de la deuda
consistiría en la fórmula de “crecer para pagar”, apostando para ello a un salto
exponencial en el volumen de las exportaciones, como supuesta variable clave
para que el peso de las “obligaciones externas” no signifique mayores “políticas
de ajuste”. Desde
“mis principales aliados son los que exportan”, al anuncio de las
negociaciones con el gobierno chino para exportar millones de toneladas de carne
de cerdo, y la recepción de la Vicepresidenta al flamante
Consejo Agroindustrial Argentino, desde la razón progresista se busca
instalar un sólido consenso en torno a la idea de que la intensificación de la
vieja matriz primario-exportadora de la economía argentina, sería la única vía
posible para eludir el ajuste y la más favorable a los intereses populares.
Esa fórmula parece tener un
poder alquímico, capaz de diluir todas las contradicciones entre empresarios y
sindicalistas, bonistas y deudores, oficialistas y opositores, derechas e
izquierdas. Para unos, es la locomotora necesaria para la reactivación del
mercado interno, el consumo, el empleo, los salarios; para otros, la clave para
la atracción de inversiones y la recuperación de la tasa de ganancias; en fin,
la base de los superávits comercial y fiscal requeridos para cobrar sus
acreencias. En este plano de urgencias económicas, no hay mucho espacio para
preocupaciones ecológicas. En tiempos de emergencia, lo lógico -para los
principales actores del sistema— es sacrificar las riquezas naturales de los
territorios.
Resulta llamativo que en nombre de la sustentabilidad de la deuda se cree un consenso para la intensificación del extractivismo. Paradójicamente, un término que nació al lenguaje político global como significante de problemáticas ambientales, remite ahora a meros balances y flujos financieros. Los flujos de materiales, como medida de pago del capital ficticio, pasan absolutamente desapercibidos. Como una ironía de la historia (o de la necedad política de los tiempos que vivimos), en nombre del realismo, se impone una lógica sacrificial sobre las fuentes materiales de vida; en nombre de una estrategia-país, se antepone el cortoplacismo de la lógica financiera por sobre la temporalidad de los ciclos geológicos de la materia viviente.
A nuestro entender, la
aceptación política de esta fórmula aparece como síntoma de hasta qué punto ha
calado el neoliberalismo en el imaginario social. La naturalización de la
lógica financiera como patrón único de valor social es lo que explica que este
crecer para pagar no se vea como una contradicción; ni siquiera como
problemático para un gobierno que se pretende progresista. Visto en términos de
una elemental ecología política, implica un rumbo cuya concreción significará la
consumación de un nuevo ciclo de despojo.
Deuda, geometabolismo
del capital y ciclos de despojo
No es una novedad para la
ciencia social la asociación entre préstamos internacionales y producción de
desigualdades y dependencias entre países. Desde hace ya más de un siglo, los
estudios clásicos del imperialismo se ocuparon de identificar la deuda como
dispositivo clave de ese engranaje. Entre los análisis de Hobson, Hilferding y
Lenin, se destaca especialmente el de Rosa Luxemburgo, cuya clarividencia tiene
mucho que aportar a los problemas de nuestros días.
Rosa analiza el papel de la
deuda, no como algo aislado ni ocasional, sino como un componente sistémico de
la acumulación a escala global. En tanto el capital supone una dinámica
autoexpansiva que no reconoce límites, la realización de la plusvalía sólo se
logra a costa de una continua expansión geográfica (es decir, ecológica y
sociocultural). Las colonias proveen a los centros de acumulación lo que estos
empiezan a agotar durante su ‘desarrollo’: mercados para sus manufacturas,
nuevas fuentes de materias primas y de fuerza de trabajo, y nuevas oportunidades
de inversión. De allí el carácter indisociable entre colonialismo y capitalismo.
En ese plano, el endeudamiento
de países formalmente independientes cumple la misma función que las guerras de
conquista. Es decir, no se limita a ser un mecanismo de exacción financiera, ni
al poder de tutelaje que los acreedores adquieren sobre las economías deudoras,
sino que la deuda opera decisivamente como dispositivo de ampliación de las
fronteras de mercantilización: creando nuevas zonas de aprovisionamiento y
valorización equivalentes a la invasión de territorios, el saqueo de recursos,
la sobreexplotación de poblaciones subalternizadas y la apertura forzada de
mercados. Así, la deuda realimenta continuamente los ciclos de despojo, una vez
que no son viables los mecanismos tradicionales de la política colonial. En este
proceso, más importante que el drenaje del excedente financiero que ocurre a
través de los pagos, es el drenaje ecológico, de materia y energía, que fluye
desde las economías deudoras a través de sus exportaciones.
Resulta sumamente sugestivo
que, al desarrollar estos análisis, Rosa usara como ejemplo la estructura de
relaciones económicas entre Inglaterra y Argentina en el siglo XIX. Su análisis
devela el fondo de la sujeción imperialista que se realiza a través del crédito.
Pues, el retorno del capital metropolitano invertido en créditos, ferrocarriles
y puertos, no sólo se dio a través de los flujos financieros de la balanza de
pagos, sino principalmente a través de la anexión de la región pampeana como
proveedora de alimentos y otras materias primas baratas claves para su
industria.
Desde la ecología política, la
noción de geometabolismo —que mira el proceso global de acumulación en términos
de los flujos materiales y no sólo de los financieros— permite develar la
dimensión ecológica del imperialismo subyacente en el comercio mundial. Lejos
del mundo idílico supuesto por David Ricardo, el libre comercio no fluye en una
geografía plana, sino que tiene lugar a través de una rígida geometría del poder
que divide jerárquicamente las regiones de la pura y mera extracción, de
aquellas que concentran el procesamiento y consumo diferencial de los recursos.
La división internacional del trabajo (y de la naturaleza) opera como una matriz
que sedimenta y profundiza los mecanismos sistémicos de apropiación desigual del
mundo; de extracción de una plusvalía ecológica.
Así como en el siglo XIX, la
experiencia argentina reciente resulta un ejemplo emblemático de estos procesos.
La dinámica especulativa y de endeudamiento de los ’90 que desembocó en el
colapso de 2001, operó como detonante del boom de las commodities
(2003-2013). El fenomenal salto habido de las exportaciones (cuyas divisas
permitieron ‘desendeudar’ el país y activar la ‘recuperación’ del mercado
interno) significó —en términos geometabólicos— un más que proporcional drenaje
ecológico de energía primaria a través de las cuales la geografía argentina
subsidió la expansión industrial china. Los millones de dólares de exportaciones
‘ingresados’ durante el período encubrieron, en realidad, millones de toneladas
de nutrientes y materias primas estratégicas, literalmente trasvasadas de un
territorio a otro. Una vez menguado el boom exportador, el
funcionamiento de la economía volvió a depender del endeudamiento. Hoy, la
gravosa herencia de la deuda macrista deja al país a disposición de un nuevo
ciclo de despojo.
En este contexto, crecer para
pagar significa forzar la apertura de una nueva frontera de mercantilización
hacia territorios y bienes naturales codiciados por el mercado mundial;
concretamente, avanzar con la explotación de Vaca Muerta y el fracking;
abrir definitivamente la frontera de la explotación del litio en la Puna
argentina; intensificar y ampliar el régimen del agronegocio y de la minería a
gran escala a lo largo de la cordillera. La intensificación del extractivismo
para pagar las obligaciones externas, cumplirá el cometido del endeudamiento:
completar los mecanismos de saqueo financiero con la intensificación de la
plusvalía ecológica. No hay quita de la deuda que compense ese nuevo ciclo de
despojo.
Una dimensión sustantiva de
este problema es la cuestión geopolítica; pues la plusvalía ecológica requiere
control territorial. Es un hecho que las cadenas de exportación del país están
dominadas por el capital transnacional, en el agronegocio y, ni qué hablar, en
la minería y el petróleo. Grandes empresas transnacionales detentan el control
tecnológico, comercial, financiero de esos procesos productivos. Al tratarse de
economías naturaleza-intensivas, el proceso implica la efectiva ocupación y
control de vastas extensiones geográficas. Se configura así una matriz por la
que la integridad territorial del país se fragmenta en cuadrículas de
mono-explotaciones subordinadas a cadenas de valor global. Mediante la
intensificación de las exportaciones, el capital transnacional oligopólico
adquiere una decisiva capacidad de disposición sobre fuentes de agua, nutrientes
y energía primaria de los territorios ocupados. La contracara de la ocupación
territorial es el desplazamiento poblacional. El control del agua, de los
nutrientes y la energía es, lisa y llanamente, el control de (las fuentes) de
vida; de la vida presente y futura.
Extractivismo: cuestión
política; no (sólo) ambiental
Desde sus orígenes, el
pensamiento crítico latinoamericano se constituyó como tal a partir de la
identificación de los regímenes primario-exportadores como el problema de fondo
de las sociedades latinoamericanas. Las críticas no estuvieron dirigidas a sus
consecuencias ambientales, sino a sus implicaciones económicas y políticas.
Desnudaron la conexión intrínseca entre modelo primario-exportador,
concentración de la tierra y poder.
El extractivismo no sólo tiene
que ver con economías exportadoras de naturaleza, sino con un patrón oligárquico
de apropiación, control y disposición de territorios y poblaciones. Ese fenómeno
está en la raíz de la constitución política de nuestras sociedades. América
Latina, como entidad geopolítica, nació al Mundo Moderno como la Gran Frontera
de mercancías. El saqueo originario de sus tierras y poblaciones fue lo que
detonó el Big Bang de la Era del Capital, haciendo posible la
acumulación originaria a través del envío de “vastas reservas de trabajo,
alimento, energía y materias primas a las fauces de la acumulación global”, como
escribió Jason Moore en El auge de la economía-mundo capitalista I.
La historia económica de la
Argentina (y de la región) puede verse en términos de ciclos crónicos de auges y
depresiones sucedidos al ritmo de la explotación de sus recursos naturales; de
endeudamientos y crisis financieras, donde las dimensiones del despojo
financiero y del despojo ecológico se fueron retroalimentando en una espiral
continua de mercantilización creciente. Esa historia nos debería enseñar que el
extractivismo es la dimensión ecológica del imperialismo. Que la producción del
subdesarrollo, de las desigualdades sociales y de los autoritarismos hunden sus
raíces en el duro suelo del extractivismo.
Desde la época de las carabelas
hasta la actual, de grandes empresas transnacionales, el extractivismo opera
como vínculo geometabólico que subsume las economías coloniales a los centros de
acumulación. Las cadenas geográficas de materias primas que fluyen de Sur a
Norte nos atan a un régimen estructural de dependencias y desigualdades
ecológicas, económicas y políticas.
En ese escenario, hoy como ayer, crecer para pagar es
profundizar la dependencia, ensanchar las brechas de desigualdad, al interior de
nuestras sociedades y a nivel global; entre países y regiones; entre cuerpos de
distintos colores, géneros y generaciones. Es, en última instancia, amplificar
los autoritarismos; degradar las condiciones socioecológicas de la democracia.
Porque ningún gobierno de las mayorías puede prosperar allí donde rige un patrón
oligárquico de apropiación de la Tierra.