viernes, 11 de abril de 2014

La impunidad de apoderamiento del país por la alianza de los oligopolios y estados imperialistas con los locales se ha ido afianzando desde mediados de los '70.

Acumulación por desposesión y por superexplotación labora
 que el Estado promueve y garantiza.
Implica perfeccionamiento estatal con eje en la consecuente derechización del PJ, la UCR y sus derivados.
 

Intentemos aproximarnos a cómo el Estado y el sistema político viabilizan, después de la dictadura genocida, los privilegios oligopólicos mediante el siguiente artículo:

Privatizaciones, rentas de privilegio, subordinación estatal
y acumulación del capital en la Argentina contemporánea
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En publicación: FLACSO, Facultad  Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Argentina. 2002

Por Daniel Azpiazu y Martín Schorr 
Desde su perspectiva histórica, los años noventa constituyeron una etapa decisiva en  relación con el desenvolvimiento económico y social de la Argentina. En el transcurso de la  década la economía local atravesó un proceso de importantes transformaciones estructurales,  en el que se retomaron y profundizaron gran parte de los objetivos estratégicos de la política  refundacional impulsada por la dictadura militar que usurpó el poder en marzo de 1976 (en  especial, aquellos vinculados al “disciplinamiento” de los sectores populares y de ciertas  fracciones empresarias –las PyMEs–). Estas modificaciones trajeron aparejada la  consolidación de las principales tendencias que se impusieron como aspectos distintivos del régimen de acumulación que se fue configurando en el país a partir de la segunda mitad de la  década de los setenta: concentración económica, centralización del capital, predominio de la  valorización financiera, distribución regresiva del ingreso y fragmentación social.
Sin duda, uno de los ejes centrales del proceso mencionado fue la política de  privatización de empresas públicas implementada bajo la Administración Menem. En este  sentido, existen sobradas evidencias acerca de que el programa privatizador instrumentado  bajo dicha Administración ha desempeñado un papel determinante en la profundización de un  patrón de acumulación crecientemente concentrador en lo económico y excluyente en lo  social. Las principales modalidades que adoptó dicho proceso tendieron a conformar –y  preservar– ámbitos privilegiados de acumulación y reproducción del capital, caracterizados  por un nulo riesgo empresario, y ganancias extraordinarias (de las más altas a nivel local e,  incluso, en el plano internacional) que fueron internalizadas por un núcleo muy reducido – aunque sumamente poderoso en términos económicos, políticos y sociales– de grandes grupos  empresarios de origen nacional y extranjero.(...)
· El contexto histórico del programa privatizador: del golpe de Estado del 24 de marzo de  1976 a los estallidos hiperinflacionarios de 1989 y 1990  
A poco de asumir el gobierno, en el mes de julio de 1989, mediante la sanción de las  leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica, el Dr. Menem encaró una muy  abarcativa y acelerada política de privatización de empresas públicas. Es evidente que una  transformación de semejante envergadura (que se encuadró en un programa global de  reformas estructurales de inspiración neoconservadora, que pivoteaba no sólo sobre la  transferencia de las principales firmas estatales y de la privatización de áreas que  tradicionalmente habían estado en manos del Estado, sino también sobre la desregulación de  una amplia gama de mercados, la apertura –asimétrica– de la economía a las corrientes  internacionales de bienes y capitales, y la “flexibilización” –en rigor, la precarización– de las  condiciones laborales) no podía dejar de producir un impacto significativo en el perfil y la  estructura de la economía argentina y en su posible sendero evolutivo. Antes de considerar  estos efectos, cabe caracterizar muy someramente el contexto social, político y económico en  el que se enmarcó dicho proceso.  Ello permitirá apreciar las numerosas “líneas de continuidad” que se perciben entre la  política –no sólo económica– de la última dictadura militar y la instrumentada por el gobierno  del Partido Justicialista en la década de los noventa y el de la Alianza. En especial, en lo que respecta al principal objetivo estratégico de dichas administraciones gubernamentales: el  fortalecimiento económico, político y social del bloque dominante que se conformó durante el  período dictatorial y se afianzó en el transcurso de la gestión de gobierno del Dr. Alfonsín.  Ello, en paralelo a la profundización de un modelo de acumulación capitalista cuyos denominadores comunes son la desindustrialización ligada a la crisis de las pequeñas y  medianas empresas, la centralización del capital, la concentración de la producción y el  ingreso, la desocupación y la precarización de las condiciones laborales de los trabajadores, y  la exclusión de un número creciente de individuos.  En abril de 1988, cuando el gobierno radical suspendió el pago de los servicios (y del  capital) de la deuda externa pública, se puso de manifiesto la lucha de intereses que existía en  el interior de los sectores de poder económico (los grupos económicos locales y los  conglomerados extranjeros radicados en el país, por un lado, y los acreedores externos, por  otro). Lo que se expresa en dicha moratoria (o default) es la imposibilidad del Estado argentino de seguir cumpliendo con el pago de los servicios de la deuda externa y, al mismo  tiempo, continuar subsidiando al capital concentrado interno (entre otras formas, a partir de la  estatización de la deuda externa del sector privado, la licuación de pasivos internos, la  promoción industrial, o los sobreprecios en las compras del Estado) mediante una  considerable exacción de ingresos a los sectores populares
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 En otras palabras, el proceso de reestructuración económico-social que tuvo lugar en  el país durante el gobierno militar supuso un doble proceso de transferencia de ingresos: desde el trabajo hacia el capital y, dentro de éste, desde las pequeñas y medianas empresas  hacia las de mayor tamaño (en especial, hacia aquellas que eran propiedad de los integrantes  del nuevo bloque de poder económico).
Esta nueva fisonomía de la elite dominante argentina  se vio parcialmente modificada a principios de los años ochenta, cuando, a partir de la “crisis de la deuda externa”, que dio origen a lo que posteriormente se denominó “década perdida”, los  acreedores externos irrumpen como otro de los decisivos factores de poder en el país.  ¿Por qué enfatizar este aspecto del impacto de la política económica de la dictadura  militar? Debido a que es sobre el legado estructural que supusieron la derrota del campo  popular y la reconfiguración en el interior de la clase dominante, que se irá asentando una  nueva dinámica de comportamiento social y económico –íntimamente relacionada con el  papel del sector público– que, hacia finales de la década de los años ochenta, desembocaría en  la llamada “quiebra del Estado”. Más aún cuando fue dicha crisis del sector público (cuya  expresión sintomática se manifiesta, indudablemente, en el estallido hiperinflacionario de  1989) la que, finalmente, allanaría el camino de las transformaciones estructurales  implementadas en los años noventa, dentro de las cuales las privatizaciones ocuparían un  papel decisivo. Por ello es que vale la pena analizar con cierto detenimiento aquellos aspectos  que caracterizaron al desempeño de los sectores dominantes durante los años ochenta y que,  en su articulación con el rol del Estado, dieron lugar a la debacle económico-social que aún  hoy padece la sociedad argentina –en rigor, los sectores populares–.  Como resultado de la política económica del período 1976-1983 emergen, en medio de  un proceso de desindustrialización y de creciente financiarización de la economía argentina,  un reducido número de grupos económicos, empresas extranjeras y bancos acreedores, que  tienden a concentrar una porción creciente del ingreso nacional.
Ello supuso, además del  desplazamiento de la actividad industrial y su reemplazo por la valorización financiera del  capital como eje ordenador -y de mayor tasa de retorno- de la economía argentina, el  afianzamiento –y concentración, en manos de un conjunto acotado de grandes agentes  económicos– de un poder de veto decisivo en el campo de las políticas económicas, que  tendería a condicionar sobremanera el rumbo del proceso económico, político y social del país  hasta la actualidad.  Más específicamente, lo que comienza a manifestarse en 1983 con la reconquista de la  democracia, una vez consumada la desarticulación del bloque urbano-industrial sobre el que  se asentara el modelo de sustitución de importaciones –así como las alianzas político-sociales  que daban sustento a tal patrón de acumulación capitalista–, es la centralidad del Estado como  instrumento de apropiación y reasignación del excedente por parte de las fracciones más  concentradas del poder económico.
En rigor, se trata de la emergencia de un nuevo Estado; proceso caracterizado por el hecho de que el endeudamiento externo y la estatización de la  deuda externa privada, la reforma financiera y la licuación de la deuda interna, los regímenes  de promoción industrial –que facilitaron al capital concentrado la instalación de nuevas  plantas fabriles con cuantiosos subsidios estatales–, y los abultados sobreprecios pagados por el Estado y las empresas públicas a sus proveedores, constituyen los principales mecanismos a  través de los cuales este reducido núcleo de empresas oligopólicas tendió a consolidar su  poderío económico y a condicionar de allí en más el desarrollo económico y social de la  Argentina en su conjunto, así como a reducir de manera sustancial y creciente los grados de  “autonomía relativa” del sistema político.  
No obstante, más allá de esta creciente concentración de poder económico, el proceso  de reestructuración económica y social propiciado por la dictadura –que encuentra, en el otro  extremo del arco social, a un sector asalariado que pasa a exhibir la más baja participación en el ingreso de los últimos cuarenta años de historia argentina– no estaría exento de  contradicciones entre los propios sectores beneficiados. Ello es lo que comienza a tornarse  evidente en abril de 1988, pocos meses antes del lanzamiento del “Plan Primavera”, en la  medida en que los ingresos de este nuevo Estado no resultan suficientes para garantizar las  crecientes transferencias de recursos desde el fisco hacia los grupos económicos, y para  cumplir, al mismo tiempo, con el pago de los intereses de la deuda a los acreedores externos.  A los efectos de comprender en toda su intensidad este proceso, cabe destacar que  entre 1981 y 1989, se remitieron al exterior, en concepto de intereses de la deuda externa,  aproximadamente 27.000 millones de dólares (monto que representa el 4,3% del PBI global  de ese período), mientras que el capital concentrado interno (es decir, los principales grupos  económicos locales y extranjeros del país) fue beneficiario de transferencias cuya magnitud  superó los 67.000 millones de dólares (equivalentes a casi el 10% del PBI total), es decir, más  del doble de lo obtenido por la banca acreedora. Todo ello fue posible gracias a la  implementación de diversas medidas de política que determinaron una drástica contracción en  la participación de los asalariados en el ingreso nacional: los trabajadores dejaron de percibir  una cifra (cercana a los 80.000 millones de dólares) equivalente al 12,6% del PBI del  período. Entre las transferencias al capital concentrado interno se computan: los subsidios al  sector financiero por la quiebra de distintas entidades; el costo fiscal de los diversos  regímenes de promoción industrial; los subsidios a las exportaciones industriales; la licuación  de la deuda interna que pusiera en marcha en 1982 el Dr. Cavallo, durante su gestión al frente  del Banco Central de la República Argentina; la estatización de la deuda externa privada  mediante la instrumentación de los seguros de cambio; y los subsidios implícitos en los  primeros regímenes de capitalización de deuda externa, instrumentados a partir de 1985. No  puede dejar de remarcarse, a ese respecto, el hecho de que los montos consignados conforman  una estimación de mínima, al no contemplar uno de los principales mecanismos por medio de  los cuales se canalizaron recursos fiscales hacia las fracciones más concentradas del capital  local, a saber: los sobreprecios en las compras del Estado y sus empresas, mecanismo de transferencia de recursos públicos hacia el poder económico local que se consolida durante la  última dictadura militar y se mantiene durante todo el gobierno de la Unión Cívica Radical. (...)
En realidad, bajo la perspectiva expuesta precedentemente, la crisis  hiperinflacionaria de 1989 reconoce sus raíces en el patrón de acumulación capitalista y la  profunda reestructuración social resultantes de la política económica implementada bajo el  gobierno militar. Es durante dicho período cuando, dada la ausencia de medidas que  enfrentaran radicalmente, durante la década de los ochenta, a los sectores favorecidos por la  dictadura militar, se sientan las bases de una oposición de intereses cuya precariedad  estructural se pondría de manifiesto, con toda elocuencia, en el desenlace hiperinflacionario  del período 1989-1990.  Si bien no se pretende reconstruir minuciosamente los procesos sociales, económicos y  políticos que culminaron en los estallidos hiperinflacionarios de fines de los ochenta y  principios de los noventa, resulta importante enfatizar el hecho de que en la raíz de dicha  crisis se encuentra la puja distributiva por la apropiación del excedente entre, por un lado, los  conglomerados nacionales y extranjeros que operan en el país y, por el otro, los acreedores  externos, dado que en la Argentina, los sectores dominantes han difundido, y el sistema  político y buena parte de la “comunidad académica” han convalidado, la idea que atribuye la  responsabilidad de la crisis al supuesto Estado de Bienestar que, con sus variantes, habría  estado vigente desde 1945, y no a los actores sociales que determinaron su comportamiento  (es decir, al Estado y no al nuevo tipo de Estado que se había conformado desde mediados de  los años setenta) .  Naturalmente, en estas condiciones, percibir la crisis como el fin del Estado populista  supone una clara maniobra ideológica destinada a legitimar la reestructuración que  impulsaron las fracciones sociales dominantes en la década de los noventa. En otras palabras,  el tipo de lectura que se logró imponer sobre las causas de la crisis es lo que determinó las  formas en que se buscó salir de la misma. Así, si el Estado era el responsable prácticamente  exclusivo de todos los problemas que aquejaban a la Argentina a fines de los ochenta  (inflación elevada, déficit fiscal, alto endeudamiento externo, deficiente prestación de  servicios y provisión de bienes, etc.), era obvio que la resolución de los mismos pasaba,  siempre desde la óptica de los sectores de poder y sus cuadros orgánicos, por la “Reforma del  Estado”.  
· La importancia estratégica del programa privatizador
En el caso de los acreedores externos, las privatizaciones permitirían restablecer el  pago de los servicios de la deuda externa –además de permitir el pago del capital, y de los  intereses “caídos” en el período 1988-1990–, mediante la instrumentación del mecanismo de capitalización de los títulos de la deuda en la transferencia de los activos estatales. En el caso  de los grupos económicos locales y de los conglomerados extranjeros radicados en el país,  suponía, si llegaban a participar en los consorcios adjudicatarios de las empresas públicas, la  apertura de nuevos mercados y áreas de actividad con un reducido –o, como se pudo  comprobar luego, inexistente– riesgo empresarial, en la medida en que se trataba de la  transferencia o la concesión de activos a ser explotados en el marco de reservas legales de  mercado en sectores monopólicos u oligopólicos, con ganancias extraordinarias garantizadas  por los propios marcos regulatorios.  De esta manera, en la medida en que, mediante la privatización de empresas estatales,  se pudiera hacer converger los intereses de los acreedores externos y del capital concentrado  radicado en el país, el círculo vicioso –y explosivo (para la mayoría de la sociedad argentina)–  al que había conducido la pugna por el excedente entre los distintos componentes del “gran  capital” durante los ochenta, podría devenir en un círculo “virtuoso” de asociación y  convergencia, al margen –como era previsible, y luego se constataría– de las necesidades de  los sectores populares.  En realidad, el programa de privatizaciones constituiría una prenda de paz por “partida  doble”. Por un lado, permitiría saldar de forma “superadora” el conflicto existente entre las  fracciones predominantes del capital (interno y externo). Por otro, como consecuencia de lo  anterior, permitiría al gobierno del Dr. Menem contar con un sólido apoyo político, sobre el  cual sustentaría su consolidación en el poder
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Sin embargo, en ese período no sólo no se privatizó ninguna compañía estatal sino que, por el contrario, al concluir el proceso militar, el Estado había tenido que absorber (a  través del Banco Central) un número importante de firmas privadas que habían quebrado con  la profunda crisis iniciada en 1981.  En realidad, fue durante el gobierno radical –más precisamente, cuando Rodolfo  Terragno toma a su cargo el Ministerio de Obras Públicas– cuando se manifestaron los  primeros ensayos de privatizar algunas de las principales empresas públicas (en particular,  Aerolíneas Argentinas y ENTel). Tales proyectos fueron bloqueados por la actitud  parlamentaria de los legisladores del justicialismo que cuestionaron las privatizaciones  propuestas, contando con un fuerte apoyo de los sindicatos y de los proveedores del Estado (la  llamada “patria contratista”, que, posteriormente, pasarían a integrar los consorcios  adjudicatarios de los distintos procesos de privatización).  
Pero a poco de asumir la administración menemista, a mediados de 1989 (en  plena crisis hiperinflacionaria), ese mismo partido elevó al Congreso y logró la aprobación  legislativa –prácticamente, sin oposición alguna (dado el “pacto de transición” establecido entre  Menem y el renunciante Alfonsín)– de un muy ambicioso programa de privatizaciones, mucho  más radical, difundido y acelerado que el que había cuestionado poco tiempo antes. A partir de  allí, con la sanción de la ley de Reforma del Estado en agosto de 1989, a partir de la cual  quedaron sujetas a privatización las principales empresas de propiedad estatal, se inicia una  nueva fase en cuanto al papel del sector público en la Argentina, con la emergencia de nuevos  mercados para la actividad privada y de nuevas áreas privilegiadas con rentas extraordinarias y  reservas de mercado promovidas y protegidas por el accionar –y/o la inacción– del Estado.  Esto quiere decir que, replicando lo sucedido durante los años ochenta con la  estatización de la deuda externa privada, las compras de bienes y servicios por parte del  Estado, y la promoción industrial, nuevamente las políticas públicas generaron mecanismos  de transferencias de recursos desde el conjunto de la sociedad (en especial, desde los sectores  de menores ingresos y las fracciones menos concentradas del empresariado) hacia la elite  económica doméstica, y de consolidación de áreas beneficiadas con ganancias extraordinarias.  De allí que, en última instancia, la ley de Reforma del Estado y, fundamentalmente, el proceso  de privatizaciones deban entenderse como la generación de un nuevo mercado para el sector  privado (en rigor, para el capital concentrado interno), privilegiado respecto a las restantes  áreas de la economía, o, en otras palabras, como una “vuelta de tuerca” más (sin duda, la más  profunda, dado su significado económico, político y social que trasciende la Administración  Menem) en el proceso de desguace del Estado y la sociedad que la clase dominante ha venido  aplicando en la Argentina durante las últimas décadas.  
· La primacía del “tiempo político” y la premura privatizadora
En este sentido, si en algo se destaca el programa de privatizaciones desarrollado en la  Argentina durante el gobierno menemista respecto a otras experiencias internacionales  relativamente contemporáneas, es en la celeridad y en lo abarcativo de sus realizaciones.
(...)
¿Por qué una privatización tan abarcativa y acelerada?
En primer lugar, cabe destacar  que, por lo que históricamente significó el justicialismo en la Argentina, la única forma de  consolidar el programa económico –y al menemismo en el poder– era obteniendo el apoyo  simultáneo de los grandes grupos locales (nacionales y extranjeros) y de los acreedores  externos11. Nada mejor para lograr un cambio radical de la imagen del peronismo que entregar  parte sustantiva del Estado o, más precisamente, su porción más rica –por las potencialidades  que ofrecía–, como eran las empresas públicas.  Ello sólo se pudo conseguir con un programa de privatizaciones como el que se  desarrolló: con múltiples deficiencias en lo estrictamente económico (subvaluación de activos,  despreocupación por difundir la propiedad, por la formulación de marcos regulatorios, etc.),  pero muy exitoso en lo político, en términos de la consecución de los objetivos perseguidos.  El mismo contribuyó de manera decisiva a afianzar la confianza de la “comunidad de  negocios”, así como a rearticular al bloque dominante, favoreciendo, de manera adicional, la  contención de la inflación, el ingreso de capitales, el crecimiento del consumo doméstico, la  renegociación de la deuda externa y, fundamentalmente, la consolidación de nuevas bases y  condiciones refundacionales del desenvolvimiento económico y social del país. (…) 
.La centralidad de las privatizaciones en la conformación de la “comunidad de negocios”
Es indudable que la elevada capitalización de bonos de la deuda externa que  caracterizó al programa privatizador, refleja el reconocimiento, por parte del gobierno  menemista, de que cualquier “Reforma del Estado” que se implementara no podía ser llevada  a cabo sin incorporar a uno de los integrantes centrales del bloque de poder económico (los  acreedores externos –los “perdedores” de los años ochenta–). Sin embargo, y en razón de los  objetivos políticos perseguidos, tampoco podía quedar excluida la otra fracción dominante  (los grupos económicos –los “ganadores” de los ochenta–).  De allí que no resulte casual que en prácticamente la totalidad de los consorcios  adjudicatarios de las distintas empresas públicas transferidas al sector privado se verifique una  suerte de “triple alianza”, que, en la generalidad de los casos, incluyó a: los más importantes  grupos económicos locales, que aportaron capacidad gerencial, administrativa y,  fundamentalmente, de lobbying doméstico, así como su conocimiento de la infraestructura  nacional (derivado del hecho de que constituían el núcleo central de la denominada “patria  contratista”); un número considerable de bancos extranjeros y/o locales (la mayoría de los  cuales se encontraba entre los principales acreedores del país) que aportaron buena parte de  los títulos de la deuda pública argentina –externa y/o interna– que serían capitalizados; y  ciertas empresas transnacionales, que aportaron capacidad y experiencia tecnológica y de  gestión (se trata, por lo general, de operadoras internacionales de los servicios públicos  privatizados)14 .  Así, por ejemplo, en el consorcio controlante de una de las empresas que en que se  subdividió ENTel (Telefónica de Argentina) se encontraban presentes un operador  internacional –Telefónica de España–, numerosos bancos extranjeros –el Citibank, el  Manufacturers Hanover, el Bank of New York, el Banco Central de España, el Banco  Hispanoamericano, etc.–, y tres de los principales grupos económicos del país –Soldati, Pérez  Companc y Techint (los dos últimos se contaban entre los principales proveedores de la  empresa estatal)–; mientras que en el otro (Telecom Argentina) coexistían las operadoras  internacionales Stet Societá Finanziaria y France Cable et Rario, el banco J. P. Morgan, y el  grupo local Pérez Companc.  Este impulso a la convergencia de intereses entre las distintas fracciones del bloque de  poder que se promovió con la política de privatizaciones (la mayoría de los pliegos de  concesión reconocía –implícita o explícitamente– que, para poder participar de los distintos procesos de transferencia, los consorcios debían estar integrados por los tres tipos de actores  económicos mencionados) (…)
· Las privatizaciones y la profundización de la concentración del capital  
Esto último se encuentra estrechamente relacionado con otro de los rasgos distintivos  de la política privatizadora encarada en el país durante la década de los noventa, a saber: la  absoluta despreocupación por difundir la propiedad del capital de las firmas transferidas.  Respecto a otros ejemplos internacionales, la experiencia argentina revela una muy escasa o  nula preocupación oficial por la difusión de la propiedad a través del mercado de capitales o,  incluso, la entrega gratuita de acciones u ofertas preferenciales para los usuarios de los distintos  servicios16. Por el contrario, en la generalidad de los casos, se fijaron patrimonios mínimos – muy elevados– para poder participar de las licitaciones y concursos o, en su defecto, tales  montos patrimoniales constituían una de las variables principales a considerar al momento de la  precalificación y/o adjudicación. En otras palabras, la capacidad patrimonial de los potenciales  interesados se convirtió, de hecho, en la principal barrera al ingreso en este “mercado”  privilegiado de las privatizaciones de empresas estatales.  En ese contexto, era inevitable que la consecución del programa operara, como  efectivamente ocurrió, como disparador de la profundización del proceso de concentración y  centralización del capital en la Argentina. En la mayoría de los procesos concluídos en el país,  el propio llamado a licitación favoreció la presencia de pocos oferentes; lo que se reforzó, en la  generalidad de los casos, por la coordinación y la capacidad de lobbying empresario en torno de  sus respectivas ofertas. Esto llevó, por un lado, a una acentuada concentración de la propiedad  de las empresas y de las áreas “desestatizadas” en un muy reducido número de grandes agentes  económicos. Y, por otro, a la sobrevivencia y el reforzamiento de monopolios u oligopolios  legales, con la consiguiente consolidación de mercados protegidos, en condiciones regulatorias que aseguran bajos o nulos riesgos empresarios y amplios márgenes de libertad para la fijación  de tarifas derivados, en lo sustantivo, de la funcionalidad de las respectivas normativas  sectoriales en relación con los intereses de las firmas prestatarias (y, obviamente, de sus  propietarios).  La dinámica asumida por el proceso privatizador trajo aparejada la consolidación estructural de un conjunto reducido de conglomerados empresarios, los cuales pasaron a controlar empresas que operan en sectores que poseen una clara importancia estratégica en  tanto, por ejemplo, definen la competitividad de una amplia gama de actividades económicas,  y la distribución del ingreso (se trata, en su gran mayoría, de los mismos actores que, como  fuera mencionado, fueron beneficiados, bajo diversas modalidades, por los ingentes recursos  transferidos desde el Estado hacia el capital concentrado durante la dictadura militar y el  gobierno radical). (…) De esta manera, no sólo se consolidaron estructuras altamente concentradas en  aquellos mercados de servicios públicos que fueron transferidos al sector privado, sino que,  adicionalmente, se elevaron sustancialmente las posibilidades de que los actores que controlan  tales empresas desplieguen distintos tipos de prácticas predatorias que afecten de manera  negativa la competitividad de distintos sectores (en especial, de aquellas ramas industriales  donde operan firmas no vinculadas societariamente a los miembros de los consorcios  adjudicatarios de las empresas privatizadas) y, fundamentalmente, a los usuarios. Más aún si  se considera, por un lado, la significativa “debilidad” que, en materia de regulación de las  empresas privatizadas, han mostrado los distintos organismos de contralor existentes y, por  otro, el hecho de que los mismos actores que ingresaron a las privatizaciones participan –y, en  muchos casos, controlan– aquellas empresas que cuentan a los servicios privatizados entre sus  principales insumos productivos.(…)
En ese contexto es pertinente señalar que el principal efecto positivo de las  privatizaciones –el ingreso de capitales–, se verificó exclusivamente durante el proceso de  desestatización de las empresas públicas. A medida que las mismas fueron transferidas al sector  privado, cobró forma otro efecto sobre la balanza de pagos que no es transitorio sino  permanente, pero de signo contrario al original. Se trata de la remisión de utilidades y  dividendos al exterior por parte de los consorcios que resultaron adjudicatarios de las empresas  privatizadas; flujo de divisas que involucra también, como se analiza posteriormente, a los  socios nacionales de tales consorcios.  (…)
· La importancia del “trabajo sucio” realizado por el gobierno argentino antes de la  transferencia de los activos públicos al capital concentrado interno
Por último, cabe detenerse brevemente en el análisis de otro de los elementos  distintivos del proceso de privatizaciones argentino. Se trata de lo que puede denominarse el  “trabajo sucio” realizado por el gobierno menemista con anterioridad a la transferencia de las  firmas estatales al sector privado. Ello involucró, por un lado, incrementos de consideración  en las tarifas en paralelo a un profundo deterioro en la calidad de los servicios prestados y/o  en la performance de las empresas públicas a transferir, y, por otro, fuertes reducciones en  los planteles laborales de las compañías.  Con respecto a la primera de las dimensiones mencionadas, un muy claro ejemplo lo  ofrece la privatización de ENTel que, sin duda, emerge como uno de los casos emblemáticos:  al cabo de los diez meses previos a la venta de la empresa el valor del pulso telefónico se  incrementó, medido en dólares estadounidenses, más de siete veces (en un período en el que  los precios mayoristas se incrementaron un 450%, y el tipo de cambio –“apenas”– un 235%).  De resultas de ello, los precios de partida de la actividad privada superaron con holgura a los  establecidos, incluso, al momento del llamado a licitación pública. (…)
Con respecto al deterioro en la calidad de los servicios prestados y en el desempeño de  las empresas públicas en el período previo a su privatización, vale la pena detenerse  brevemente en el análisis de lo acontecido con ENTel y Somisa. En el primer caso, no puede  dejar de destacarse el hecho de que, en el período previo a la transferencia de la empresa, al  concentrarse casi exclusivamente en su privatización, el equipo a cargo de la Ing. Alsogaray  tendió a “descuidar” su gestión administrativa y operativa. Por ejemplo, en 1990 se  habilitaron sólo 40.000 líneas telefónicas -70% menos que durante el año 1989- y se  evidenciaron importantes atrasos en los planes de obra y en las tareas de mantenimiento.
Esta situación, que redundó en un marcado deterioro en la mayoría de los -ya de por sí poco  atractivos- indicadores operativos de ENTel, contribuyó a consolidar la legitimidad del  argumento acerca de la necesidad de transferir la empresa estatal al capital privado.  En el caso de Somisa, en el período anterior a su privatización, que se efectivizó hacia  fines de 1992, bajo la intervención estatal a cargo del sindicalista Jorge Triaca, no sólo hubo  una cantidad considerable de despidos y se implementaron diversas medidas tendientes a  “flexibilizar” y/o “racionalizar” el proceso de trabajo, sino que también se indujo un  importante déficit económico-financiero. Con respecto a esto último, en los meses previos a  su enajenación, Somisa, una firma que históricamente había operado con buenos desempeños  económicos, registró un déficit operativo aproximado de un millón de dólares por día (lo cual  estuvo estrechamente asociado a la exportación, a un trader extranjero –presuntamente  vinculado al interventor– de productos siderúrgicos a menos del 10% de su valor real). En ese  marco, los fuertes quebrantos de la siderúrgica estatal no sólo brindaron elementos suficientes  como para impulsar y justificar su transferencia al capital concentrado interno (en este caso, al  conglomerado extranjero Techint), sino que también determinaron una importante subvaluación de la compañía.  
En relación con la política de disminución de las plantas de personal de las firmas a  privatizar, cabe destacar –a simple título ilustrativo– lo acontecido en el ámbito de la  prestación del servicio de agua potable y desagües cloacales (al momento de la transferencia  de Obras Sanitarias de la Nación, a fines de 1992, la ocupación en la misma era casi un 35%  más reducida que en 1985), del sector eléctrico (cuando se privatiza Segba, el personal  ocupado había disminuido casi un 50% con respecto al existente a mediados de los años  ochenta), y del sector ferroviario (donde la ocupación vigente al momento de efectivizarse el  traspaso al sector privado de los principales ramales era un 80% más baja que la vigente en  1985). Ello se vio acompañado, en algunos sectores, por el establecimiento de distintas  cláusulas de “flexibilización” de las condiciones laborales que perjudicaron directamente a los  trabajadores que quedaron ocupados. A modo de ejemplo se puede citar el caso de ENTel, en  la que, al margen de haber instrumentado una política de retiros “voluntarios”, el gobierno  decidió ampliar la extensión de la jornada de trabajo.  Todo lo anterior merece ser particularmente considerado por cuanto expresa cuán  eficiente resultó ser la –tan denostada por los defensores del pensamiento neoliberal–  intervención estatal en el sentido de “preparar” a las empresas para su transferencia al capital  concentrado interno. Se trató, en todos los casos, de medidas de muy difícil realización en  términos socio-políticos (de allí que fuera el Estado el que las aplicara y no el sector privado).
En otros términos, el “trabajo sucio” del gobierno durante la etapa pre-privatizadora fue  decisivo por cuanto permitió que el capital concentrado interno se hiciera cargo de empresas  completamente saneadas en términos económico-finacieros (gran parte de los abultados  pasivos de estas compañías habían sido absorbidos por el Estado –es decir, por el conjunto de  la sociedad argentina–), “racionalizadas” en lo que respecta a sus respectivos planteles de  trabajadores (política de despidos y de precarización en las condiciones laborales), y  altamente rentables desde el comienzo mismo de sus actividades (dados los fuertes aumentos  tarifarios que se registraron).  
· El comportamiento de las tarifas y su impacto sobre la estructura de precios relativos de  la economía argentina
Desde que el Estado se hiciera cargo de la prestación de la mayoría de los servicios  públicos, especialmente a partir de las décadas de los cuarenta y cincuenta, hasta los años  noventa, los sucesivos gobiernos manipularon –por cierto, no siempre en forma progresiva– el  nivel de las tarifas de los servicios públicos en función de, entre otros factores, su impacto  sobre el nivel de vida de la población, en general, y de los asalariados y los restantes sectores  de bajos ingresos, en particular.  Ello pone de manifiesto la importancia que asume, desde una perspectiva distributiva,  el costo de estos servicios para los usuarios -en una sociedad moderna, casi tan importante  como, por ejemplo, el costo de los alimentos-. De allí el motivo por el cual cobra relevancia,  desde un punto de vista tanto social como económico, el análisis de la evolución de los  precios y las tarifas de los servicios públicos privatizados.  El tratamiento de la evolución de los precios y de las tarifas de los servicios públicos  también se asocia con los argumentos difundidos a favor de las privatizaciones. En este caso,  la idea era aproximadamente la siguiente: las empresas públicas necesitan una inyección de  capital cuya magnitud, en el marco de la llamada “quiebra del Estado”, sólo podía proveer el  sector privado, a fin de aumentar la productividad y eficiencia de estas empresas, en beneficio  del conjunto de la población. En otros términos, la transferencia al capital concentrado de las  principales firmas del –a criterio de los “pensadores únicos”, ineficiente– Estado argentino  generaría per se un aumento en la eficiencia de las empresas que redundaría en crecientes  niveles de “bienestar general” que no tardarían en “derramarse” sobre el conjunto de la  población, en especial, sobre los sectores de menores ingresos (bajo la forma de, por ejemplo,  tarifas decrecientes, o una mejor calidad en la prestación de los servicios).  Sin duda, una vez privatizadas, muchas de las empresas de servicios públicos  mejoraron la calidad de sus prestaciones, sobre todo con respecto a los parámetros registrados  a fines de los ochenta –si bien, en varias ocasiones, muy por debajo de sus compromisos  contractuales–, aumentaron su “eficiencia microeconómica” y, fundamentalmente, su  productividad (ello se manifiesta con particular intensidad en el caso del sector telefónico,  donde mejoró la calidad y cobertura del servicio en paralelo a un intenso proceso de expulsiónde personal, y a un incremento de consideración en los niveles de explotación de la fuerza de  trabajo empleada).  Ahora bien, si estos incrementos en la productividad, que además de implicar una  mejora en la calidad suponen una disminución de los costos operativos de las empresas, no se  traducen en una cierta disminución en las tarifas (manteniendo un margen de beneficio  “razonable” para las firmas prestatarias), no es el conjunto de la sociedad el que se beneficia  de dicha disminución en los costos, sino tan solo un reducido grupo de empresas, propietarias  o concesionarias de las empresas de servicios públicos, que vería incrementada la tasa de  retorno de su capital. Este parece ser el caso, prácticamente excluyente, de la experiencia  argentina en materia de privatizaciones de servicios públicos, si se tienen en cuenta la  evolución de las tarifas de los serivicios públicos y de las ganancias extraordinarias que han  internalizado los distintos consorcios adjudicatarios de las empresas privatizadas desde que  iniciaron sus actividades (…)Lo anterior sugiere que en las privatizadas se ha registrado una mucho más regresiva  distribución del ingreso que en el resto de las grandes firmas o, en otros términos, que los  empresarios se han apropiado de una proporción más grande del excedente generado por los  trabajadores: siempre entre 1995 y 1999, la relación productividad/salario medio (un  indicador de la distribución interna de recursos entre el capital y el trabajo) en las líderes  vinculadas con las privatizaciones creció un 13%, porcentual que se ubicó en el 5% en el caso  de las no relacionadas con dicha política pública. En ese marco, en apenas un quinquenio, la  participación de los trabajadores de las empresas privatizadas en el valor agregado se redujo del  18,6% al 16,5%. En otras palabras, en apenas cinco años, los asalariados de las privatizadas han  transferido al capital más de dos puntos adicionales (más del 11% de su participación) de su ya  deteriorada incidencia en la distribución interna de los recursos; los que se suman a los  transferidos en su condición de usuarios y consumidores de los distintos servicios públicos  privatizados. A tal punto alcanzó el proceso mencionado que a fines de la década pasada, laparticipación de los trabajadores de las empresas privatizadas en el valor agregado generado,  de conjunto, por estas compañías (16,5%) equivale a menos de la mitad de la –por cierto,  reducida– incidencia que se verifica a nivel de las no relacionadas con el proceso privatizador.  
En suma, de la información elaborada por el INDEC se desprende el papel decisivo que  tuvo la política de privatizaciones implementada en el país durante la década pasada en la  consolidación de tres de los principales rasgos distintivos de la economía argentina del último  cuarto de siglo: una marcada polarización de la cúpula empresaria, una creciente concentración  económica, y una distribución del ingreso cada vez más regresiva.  En función de lo anterior, vale la pena introducir un breve comentario en torno de la  “validez” –o, más específicamente, el sustento político e ideológico– de uno de los principales  argumentos con los que se justificó el programa de reformas estructurales instrumentado en el  país desde fines de los años ochenta. Por entonces, se señalaba que la conjunción de la apertura  de la economía, con la desregulación de ciertas actividades y, fundamentalmente, la privatización  de empresas públicas, traería aparejado un significativo crecimiento en la productividad de la  economía argentina que no tardaría en “derramarse” hacia el conjunto de la sociedad, muy  especialmente hacia los sectores de menores ingresos. Sin embargo, en el transcurso de la década  de los años noventa lo que se ha consolidado, tanto a nivel de las empresas privatizadas como del  conjunto de la economía, es un patrón de funcionamiento económico-social en el que los – importantes– incrementos registrados en la productividad de los trabajadores fueron  “derramados” casi en forma exclusiva hacia las fracciones más concentradas del capital (bajo la  forma de una cuantiosa masa de beneficios), mientras que las demandas de los sectores sociales  más postergados por las políticas económicas implementadas a lo largo de la década fueron  relegadas sistemáticamente a un segundo plano.  En definitiva, el acelerado proceso de privatizaciones encarado en la Argentina durante  los años noventa no sólo tuvo un papel importante en la explicación del notable incremento que  se registró en la cantidad de personas desocupadas (lo cual se vincula directamente con el  “trabajo sucio” que realizó el gobierno nacional antes de transferir sus principales empresas al  capital concentrado interno, y que, a la luz de la información disponible, continuó –y, en algunos  sectores, a un ritmo sumamente acelerado– una vez que las mismas pasaron a estar bajo la órbita  privada), sino que también constituye un factor clave para comprender los motivos por los cuales  en el decenio pasado se registró un ostensible deterioro en las condiciones laborales de los  asalariados en actividad (que, en el caso particular de las firmas privatizadas, se expresó bajo la  forma de mayores niveles de explotación, fuertes aumentos en la productividad que no fueron  transferidos a los salarios de los trabajadores –ni, como fuera analizado, a las tarifas abonadas  por la mayoría de los usuarios– y, como resultado de todo ello, una acentuada regresividad en  materia de distribución del ingreso).  
· La importancia de la política privatizadora en la consolidación de la valorización  financiera  
El contenido e impacto que han tenido las privatizaciones resultan incomprensibles  sino se los vincula con las profundas transformaciones que se registraron en el patrón de  acumulación del capital en la Argentina durante las últimas décadas. Esto se debe a que, desde  la dictadura militar en adelante, el modelo de la sustitución de importaciones es reemplazado  por otro que está basado en la valorización financiera, en tanto el capital concentrado destina  una parte creciente del excedente del que se apropia en el ámbito nacional a la adquisición de  diversos activos financieros (títulos, bonos, depósitos, etc.) en el mercado interno e  internacional. Este proceso se reproduce y consolida debido a que las tasas de interés, o la  vinculación entre ellas, superan a la rentabilidad de las diversas actividades económicas (en  especial, las industriales), y a que el acelerado crecimiento del endeudamiento externo  posibilita la remisión de capital local al exterior al operar como una masa de excedente  valorizable y/o liberar las utilidades para esos fines.  La valorización financiera como núcleo del proceso de acumulación del capital en el  país irrumpe en 1979, cuando la Reforma Financiera que puso en marcha el gobierno militar  en 1977, convergió con la apertura del mercado de bienes y de capitales y el establecimiento  de una tasa de cambio decreciente en el tiempo (la “tablita” de Martínez de Hoz). Según los  funcionarios de la dictadura, como resultado de estas políticas las tasas de interés internas  tenderían a converger con las vigentes en el mercado internacional, igualación que nunca  ocurrió porque la existencia del Estado como el mayor demandante de fondos en el mercado financiero local no permitió que descendieran las tasas de interés internas. De esta forma, se  constituyeron las condiciones para que se desarrolle plenamente la valorización financiera por  parte del capital concentrado interno y que, en consecuencia, los rasgos centrales de la  economía argentina pasaran a ser el endeudamiento externo, la fuga de capitales locales al  exterior, la concentración del ingreso y la desindustrialización.  Sin embargo, el discurso predominante a fines de los años ochenta afirmaba,  implícitamente, que las reformas estructurales neoliberales darían por finalizado el  predominio de la valorización financiera. Según se afirmaba, la desregulación económica, la  liberalización comercial, la reforma del Estado y, especialmente, las privatizaciones crearían  las condiciones suficientes para la incorporación de capital extranjero, la repatriación de los  capitales locales fugados al exterior y la disminución de la deuda externa, mientras que la  firma del Plan Brady permitiría nuevamente el acceso al endeudamiento externo (pero ahora  destinado a financiar una creciente inversión en la producción de bienes). Supuestamente, se  trataría de un “giro copernicano”, en tanto el proceso económico volvería a centrarse en una  dinámica productiva que sería competitiva internacionalmente debido a que, además de contar  con una significativa disminución de los costos financieros, recibiría, vía una reducción de las  tarifas, los incrementos de la productividad obtenidos por las prestatarias de los servicios  públicos privatizados. 

Preguntémonos sobre la realidad concreta del relato K o de la "década ganada" considerando el estudio de:

Daniel Aspiazu y Martín Schorr
 Del libro Hecho en Argentina, Ed. Siglo Veintiuno Editores, Bs. As., 2010.

La indagación de los rasgos sobresalientes del desenvolvimiento de la industria manufacturera argentina en la posconvertibilidad no puede pres­cindir del estudio de las características del proceso de concentración y centralización de capital que constituyó uno de los elementos distintivos del "modelo financiero y de ajuste estructural". Con respecto a la evolución del peso relativo en el PBI industrial global de las cien empresas de mayores dimensiones del sector, según consta en el cuadro 62, entre 2001 y 2007 el PBI fabril a precios corrientes creció a una tasa promedio anual del 24,2%, por debajo del ritmo evidenciado por las ventas agrega­das de la cúpula empresaria fabril, que se expandieron al 27,2% anual acumulativo. Así, si se considera el factor corrector del coeficiente valor agregado/valor bruto de producción que surge como promedio de la Encuesta Nacional a Grandes Empresas del INDEC, la relación proxy de la significación de la élite empresaria en el conjunto del sector fue del 37,5% en el último año de vigencia de la convertibilidad, se elevó al 56,3% en 2002, para luego fluctuar entre un máximo del 45,1% (2005) y un mínimo del 41,7% (2006).
Para dotar de significación estas cifras, es importante reparar en el hecho de que, más allá del
fenomenal incremento verificado en el grado de concentración industrial global en plena crisis por el abandono del régimen convertible, en los años posteriores, de notable reactivación fabril, este indicador tendió a estabilizarse, pero en un estadio superior al que predominó en los años noventa. Este fenómeno pone en evidencia un nuevo elemento de continuidad entre la posconvertibilidad y el "modelo financiero y de ajuste estructural", que se suma a los señalados al analizar las características del perfil productivo-exportador y el comportamiento de la distribución funcional del ingreso.
 

Las evidencias disponibles indican que entre los factores que concurrieron a generar esa mayor concentración económica en la industria se destacan, entre otros, los siguientes: a)  importante y creciente inserción exportadora de la mayoría de los oligopolios líderes de la actividad; b) Su integración a unidades económicas complejas que cuentan con un amplio abanico de opciones en materia productiva, tecnológica, comer­cial y financiera; c) las variadas posibilidades que tienen estas grandes corporaciones para captar excedentes de manera diferencial a partir del poder del mercado que detentan en diversos ámbitos manufactureros críticos para el funcionamiento del conjunto de la economía nacional (como aquellos vinculados con la elaboración de materiales interme­dios de uso difundido); d) los sesgos manifiestos en el nivel normativo-institucional en lo Deferido al control sobre la relación entre grandes empresas y pymes; y e) la considerable centralización de capitales desencadenada a partir de la profunda crisis que marcó el fin del régimen de convertibilidad. (…)
La situación de las pymes contrasta con los cuantiosos fondos públicos destinados a la "promoción" de inversiones por parte de las firmas de ma­yores dimensiones. Sobre el particular, cabe destacar que la principal "polí­tica industrial" implementada en la posconvertibilidad fue la vinculada con el fomento a determinadas inversiones sectoriales, que se vio plasmada en  la Ley 25.924 de Promoción de Inversiones en Bienes de Capital y Obras de Infraestructura, sancionada a mediados de agosto de 2004 y vigente entre octubre de ese año y fines de septiembre de de 2007. En abril de 2008, a través de la Ley 26.360, se prorrogó la vigencia de este esquema de incentivos, con modificaciones mínimas hasta el 30 de septiembre de 2010.
Una caracterización muy simplificada de los rasgos centrales de este régimen remite, por ejemplo, al tipo de beneficios fiscales ofrecidos ( amortización acelerada en el pago del impuesto a las ganancias y/o devolución .an­ticipada del IVA correspondiente a los bienes de capital invertidos), la fijación de montos de cupos fiscales anuales (1000 millones de pesos para (proyectos de inversión en actividades industriales y 200 millones de pesos para aquellos desarrollados por pymes), la recurrencia al procedimiento , de concurso público para su asignación, la inexistencia de prioridades sectoriales o territoriales, etc.
En cuanto a los dos tipos de incentivos fiscales, sólo en caso de presentar proyectos de inversión destinados exclusivamente a la exportación de manufacturas, las empresas patrocinantes contaron con la posibilidad de acceder a ambos beneficios impositivos. Se trata, en síntesis, de la promoción de la formación de capital en la industria, con incentivos superiores para las que estuvieran orientadas a incrementar las exportaciones. Cabe destacar que se trataba de un contexto signado por la convergencia de un tipo de cambio "competitivo", un acelerado y sostenido crecimiento de la demanda externa y de los precios de los principales rubros exportables, y muy bajos costos salariales en términos internacionales. Esto es, anterior a la crisis mundial actual. En otros términos, un régimen promocional tendiente a favorecer a las grandes industrias exportadoras que contaban con incentivos "de mercado" más que suficientes para encarar nuevos emprendimientos y/o ampliaciones en sus respectivas capaci­dades de producción y exportación. En efecto, las evidencias disponibles permiten inferir que, por lo menos en los casos que involucraron los mayores montos de inversión, se trataría de una promoción superflua o redundante dado que, con seguridad, las inversiones se hubieran realizado igualmente por las razones antes apuntadas.
 
Al amparo del esquema establecido por la Ley 25.924, el monto total de inversión industrial promocionada -al cabo de los seis llamados a concurso que se concretaron- ascendió a casi 10.000 millones de pesos, con un "costo fiscal" ligeramente inferior a los 1800 millones de pesos ( el 17,9% de la formación de capital), una proyección de creación de poco menos de 7800 nuevos puestos de trabajo (lo que supone una inversión de poco más de 1,2 millones de pesos por ocupado, con un "sacrificio fiscal" de casi 226.000 pesos por puesto de trabajo,  y un incremento  neto de las exportaciones previsto en casi 4500 millones de dólares. Se trata, en suma, de un total de 125 proyectos de inversión patrocinados por 93 empresas locales de gran envergadura.  La información con que se cuenta indica que, por lo engo­rroso de las solicitudes, las pymes prácticamente no realizaron presentacio­nes en el marco de este régimen promocional.
 
La evaluación de los resultados requiere varias dimensiones de análisis. Lo primero que se destaca es, sin duda, la elevada concentración de la inversión promocionada y la concesión de beneficios superfinos. De los datos que ofrece el cuadro 64 puede concluirse que apenas quince proyectos concentraron más de las tres cuartas partes de la inversión, poco más del 82% de los beneficios fiscales concedidos y el 83,2% de las exportaciones increméntales derivadas de la concreción de los respecti­vos emprendimientos. Para ese subconjunto de proyectos, mayoritaria-mente intensivos en capital, cada nuevo puesto de trabajo generado su­puso una inversión superior a los 2,9 millones de pesos y un "costo fiscal" de casi 700 mil pesos. En contraposición, el resto de los proyectos apro­bados -los pocos que fueron patrocinados por pymes, pero también los realizados por algunas grandes compañías como Celulosa Argentina, Aceros Zapla, Alpargatas Textil, Ferrum y General Motors de Argen­tina- dio cuenta de más de las dos terceras partes de los nuevos empleos, internalizando apenas el 17,1% del total del "sacrificio fiscal".
Una primera aproximación general a los principales proyectos promocionados permite inferir que se trató, en general, del desarrollo de emprendimientos que ya contaban con suficientes incentivos "de mercado" (in­terno y/o externo) para justificar la decisión empresaria de invertir, con o sin beneficios fiscales. Más aún, en algunos casos ya habían formulado e incluso iniciado la ejecución de los respectivos proyectos de inversión.
La ampliación de la única planta productora de aluminio del país (Aluar), así como los proyectos que le fueran aprobados a Terminal 6 Industrial, Molinos Río de la Plata, Cargill o Louis Dreyfus (mayoritariamente procesamiento de soja, cuando, en paralelo, se planteaba la necesidad de "desojizar" la producción agraria), estuvieron destinados a atender una demanda externa creciente, en un escenario de elevados precios internacionales, tipo de cambio local "competitivo" y reducidos costos salariales; en otras palabras, se trató de beneficios promocionales redundantes.
Por su parte, casos como los de algunas de las terminales automotrices (Peugeot Citroën y Daimler Chrysler), Siderar (seis proyectos), Acindar, YPF y Petroquímica Comodoro Rivadavia resultan ilustrativos en la medida en que constituyeron estrategias para reforzar los respectivos posicionamientos oligopólicos frente a una demanda doméstica en ascenso y, a la vez, con distinta gradación o intensidad, para incrementar sus exportaciones (en el caso de las automotrices y en el de Petroquímica Comodoro Rivadavia hacia el mercado chileno).
En todos los casos se trató de grandes firmas con un poder decisivo en una fijación de los precios domésticos en un marco de acelerado y sostenido crecimiento del mercado interno. Si bien en su mayoría son tomadoras de precios en el contexto internacional, debe considerarse que hasta hace poco tiempo las condiciones para las ventas al exterior resultaban excepcionales, en especial, precisamente, para sus principales rubros de producción (agroindustrias de escaso valor agregado y diversos commodities). Es decir, se trataba de una situación favorable para encarar nuevos emprendimientos exitosos —mayoritariamente, ampliaciones de escala-, de escasa o nula incertidumbre en cuanto a la tasa de retorno de las inversiones, incluso cuando no se recibieran incentivos fiscales.
A la vez, las beneficiarías fueron casi en su totalidad compañías exportadoras de importancia que, favorecidas por la vigencia de un contexto muy propicio para el desenvolvimiento de sus actividades o, como en el ejemplo automotor, para el desarrollo de estrategias transnacionales acordes con el diseño del mercado subregional, se afianzaron como parte sustantiva de la élite empresarial en materia de crecientes ventas al exterior. Es más, a pesar de la franca y sostenida expansión de la de­manda interna, casi todas ellas (con la salvedad de Peugeot Citroen y Si­derar) incrementaron sustancialmente sus respectivos coeficientes de exportación, que llegaron en varios casos (como Aluar, Molinos Río de la Plata, Cargill y Louis Dreyfus en 2005) a ubicarse por encima del 50% de la respectiva facturación anual (cuadro 65).
Así, puede concluirse que la pronunciada concentración de los incentivos fiscales en un núcleo sumamente acotado de proyectos se conjugó con el carácter superfluo -si no espurio- de los beneficios otorgados en el plano impositivo. A la vez, resultó plenamente funcional a la concentración económica, así como a la persistente recurrencia, por parte de las grandes  empresas, a los nichos de privilegio ofrecidos por las políticas públicas de "promoción " a la formación de capital. Ello involucró tanto a algunos gran­des grupos económicos nacionales como también a importantes corpora­ciones transnacionales, que tanto en la producción agroindustrial como en el sector automotor, la refinación de petróleo o la siderurgia pudieron usufructuar los generosos beneficios fiscales concedidos por el Estado argen­tino a inversiones que igualmente se hubieran concretado en el marco de la estrategia a escala mundial de sus respectivas matrices.
Los datos del cuadro 66 son elocuentes: un reducido número de proyectos (26) patrocinados por una aun más acotada cantidad de fir­mas (8) que integran tan sólo cinco grupos empresarios locales (Madanes,  Techint,  Urquía, Molinos Río de la Plata y Petroquímica Comodoro Rivadavia) explican el 56,9% del total de la inversión promocionada y casi las tres cuartas partes (74,3%) del consiguiente "costo fiscal". Entre ellos se destaca nítidamente el grupo Madanes (Aluar y Fate), muy particularmente por la incidencia de los proyectos aprobados al monopolio productor de aluminio (que fueron los de mayor trascendencia por los montos de inversión comprometidos y, más aún, por sus "costos fiscales"). Otro gran grupo económico al que el gobierno le aprobó ocho proyectos es Techint (seis emprendimientos de Siderar y dos de Sidérea). Consideraciones no muy disímiles podrían hacerse extensivas a los restantes grandes conglomerados. 
En suma, la promoción industrial desplegada en los últimos años propició la consolidación olígopólica de determinados grandes agentes locales y, en ese marco, la profundización del proceso de concentración económica y centralización del capital en el país, que se vio potenciado por los señalados sesgos del accionar estatal en el campo de las políticas hacia las pymes. Basta un simple repaso del posicionamiento de mercado de las firmas favorecidas por el esquema promocional analizado. Cargill, Urquía (Aceitera General Deheza),  Molinos Río de la Plata  y  Louis Dreyfus,  constituyen el núcleo de cuatro de las cinco principales agroindustrias del país (la restante, Bunge Argentina, es co-controlante, junto con Acei­tera General Deheza,  de uno de los mayores proyectos de inversión apro­bados, el de Terminal 6 Industrial). Por su parte, las empresas del grupo Techint junto con Acindar conforman el duopolio que caracteriza a la producción siderúrgica del país. Las firmas controladas por el grupo Madanes son, en un caso, monopólica en el mercado interno (Aluar), y en el otro (Fate) la principal firma del oligopólico mercado de los neumáticos. Dadas las peculiaridades del mercado cementero (muy alto costo de transporte con relación al  peso y el valor unitario del producto), en una menor escala emerge prácticamente monopólico en lo territorial el caso de Petroquímica Comodoro Rivadavia. En el ámbito del oligopólico mercado automotriz están presentes tres de las cinco principales corporaciones del país (Peugeot Citroën, Daimler Chrysler y Volkswagen). Por último, YPF no sólo es la principal empresa local sino que, a la vez, ejerce posiciones dominantes en todos los segmentos de mercado en los que opera.
Ahora bien, más allá de la redundancia de beneficios y del consiguiente aporte fiscal a la concentración de la economía, el perfil productivo de los proyectos aprobados
evidencia otro rasgo distintivo: la profundización de los sesgos de la estructura productiva manufacturera heredado de larga hegemonía de políticas neoliberales.
A este respecto, cabe recuperar algunos elementos ilustrativos que no parecen tender a revertirse con la política promocional analizada: simplificación del aparato productivo, desintegración y desarticulación del tejido manufacturero, explotación de ventajas comparativas asociadas a la constelación doméstica de recursos naturales, profundización en cierta especialización en commodities industriales de uso difundido, escaso dinamismo en materia de eslabonamientos intra-industriales y, más aún, de generación de empleo y mayores retribuciones salariales, desatención de la producción de bienes de capital y la generación y apropiación de ventajas dinámicas en actividades portadoras del progreso técnico.
Como era de esperar dados los aspectos distintivos del régimen de fomento analizado y la peculiar dinámica manufacturera reciente, el perfil sectorial de la inversión agregada en la industria no hizo más que profundizar los rasgos que habían venido definiendo el patrón de reactivación fabril en la posconvertibilidad. Así, de acuerdo con las evidencias aportadas por el cuadro 67, apenas nueve ramas de actividad, explicaron más del 90% de la inversión fabril.
En este marco, es notable la preeminencia de las actividades agroindustriales, las productoras de commodities (siderurgia, aluminio, refinerías, químicos y celulosa y papel), así como de la industria automotriz y la cementera, que derivan en el fortalecimiento de un patrón de industrialización limitado en términos de sus potencialidades, e insuficiente en cuanto a impactos propagadores sobre el tejido sectorial y económico-social.
En definitiva, se puede concluir señalando que el período comprendido entre el fin del régimen de caja de conversión y el año 2.007 estuvo signado por una importante expansión fabril acompañada por una no menos intensa aceleración de la concentración económica, lo cual refleja el carácter heterogéneo de la dinámica sectorial verificada. A pesar de que la etapa fue expansiva y viabilizó cierto grado de reindustrialización del país -aunque acotada en lo temporal y muy ligada a la utilización de capacidades productivas preexistentes -, se trata de  una nueva línea de continuidad con el "modelo financiero y de ajuste estructural". El señalado cuadro de heterogeneidad en el desempeño empresarial se articuló con el sesgo regresivo que caracterizó la relación capital-trabajo. De esta forma quedó de manifiesto que los principales estamentos de clase ganadores en la posconvertibilidad fueron aquellos grandes capitales insertos en los sectores fabriles privilegiados por las acciones y las omisiones estatales en diversos frentes (como, a título ilustrativo, el "dólar alto" y la "promoción industrial" entre las primeras, y diversos 'vacíos" regulatorios e institucionales entre las segundas) y estrechamente vinculados con el mercado mundial, fundamentalmente debido a su posicionamiento oligopólico en los rubros productivos "bendecidos" por la dotación de factores. Fuente: http://www.aldorso.com.ar/23-OCT-10_Nacionales.html
Averigüemos "la forma en que operan las estructuras de poder económico-financiero: no sólo por la acción directa y manifiesta de los gobiernos de turno y del establishment vinculado a los intereses de la Deuda sino también dejando que las torpezas y errores de política financiera se cometan impunemente para que luego las cosas se replanteen nuevamente en su favor a través del simple “acomodamiento de los hechos” " a través de:

Argentina: Deuda pública, inflación y salarios reales
 
Por: Héctor Giuliano (especial para ARGENPRESS.info)
La nueva Crisis de Deuda del verano 2014 está teniendo una consecuencia tan grave como lógica en relación a los salarios reales de la Argentina.

La Deuda Pública explica hoy – directa o indirectamente – el aumento de la inflación, que se produce por vía financiera más que por vía económica. Esta inflación carcome el valor de la moneda y con ello provoca una pérdida del poder adquisitivo que determina la baja de los salarios reales de los trabajadores.

El Sindicalismo Nacional tiene una responsabilidad determinante en materia económico-financiera, social y política para evitar que el costo de este ajuste derivado de la Crisis de la Deuda se traslade nuevamente al Pueblo Argentino.

Deuda pública e inflación

El empeño del gobierno Kirchner en sostener el sistema de endeudamiento perpetuo explica el agravamiento actual de la inflación argentina.

Hay que diferenciar la inflación de base económica, es decir, el aumento de precios por desequilibrio de las condiciones de mercado – fundamentalmente insuficiencia de Oferta frente a la Demanda – de la inflación de base financiera, derivada de la sobre-emisión destinada a sostener el gasto improductivo, público y/o privado.

El aumento de los créditos para consumo, el estímulo al turismo y a las formas de vida dispendiosas, la tendencia generalizada a la compra de artículos de marcas cada vez más caras, los cambios de electro-domésticos y de automóviles más frecuentes (y siempre de mayores precios), etc., son formas de inflación de base económica.

Incluso entran parcialmente en esta categoría rubros que conllevan aumento de la actividad productiva, como el caso de la construcción de propiedades de lujo o casas de veraneo y todo tipo de alojamientos que no son para vivienda directa o permanente sino para ocupaciones indirectas o temporarias, porque este tipo de edificaciones arrastra una suba generalizada de los precios del mercado de la construcción por encima de las pautas normales.
Y todo ello, como producto de un aparato publicitario institucionalizado que vive creando necesidades artificiales dentro del sistema de vida de la Sociedad.
Frente a este mecanismo de inflación de precios por vía del Mercado, esto es, por aumento inducido de la Demanda, existe otro mecanismo que es directamente monetario, generado por la sobre-emisión de dinero por parte del Estado para sostener el Gasto Público y - dentro de este gasto fiscal - atender específicamente los costos financieros, directos e indirectos, del sistema de la Deuda Pública:

a) Emitiendo el Banco Central (BCRA) moneda sin respaldo para comprar reservas que se prestan al Tesoro para pagar Deuda Externa.

b) Emitiendo el BCRA dinero sin respaldo para suministrarle Adelantos Transitorios – que en realidad, no son transitorios sino permanentes y acumulativos porque se renuevan en forma sistemática – para que el gobierno pueda atender las obligaciones en pesos de la Deuda y de otros rubros de gastos fiscales.

c) Emitiendo dinero para cubrir los Subsidios destinados a contener parcialmente el traslado a precios y tarifas de servicios públicos de los incrementos producidos por la inflación y el retraso cambiario: un atraso del tipo de cambio utilizado a su vez para posibilitar la atención de los servicios de la deuda en moneda extranjera.

d) En suma, una emisión de dinero sistemática para cubrir el Déficit Fiscal creciente provocado por los servicios de la Deuda Pública y sus condicionamientos conexos de refinanciación perpetua.
Y todo esto – el peso de la Deuda como condicionante central en materia económica, financiera y política - es precisamente lo que se soslaya u oculta a la opinión pública, porque la falsa consigna de la clase dirigente es que no hay que vincular los problemas de la inflación, la devaluación del peso, el déficit fiscal y el desequilibrio de la balanza de pagos con el problema de la Deuda, pese a que la Deuda es la causa de fondo que los determina.
La nueva crisis de deuda
La co-relación entre aumento de precios generalizado – Inflación - y pérdida de poder adquisitivo de los salarios es materia de texto y no necesita siquiera explicación.

No es tan así, en cambio, la aceptación o el entendimiento de la relación entre esa inflación y la deuda pública, según lo vimos en el punto anterior.

Por ende, por carácter transitivo,
la inflación no es aquí un fenómeno autónomo sino una consecuencia derivada de la Deuda, que es el factor causal de esa inflación: una inflación financiera que se emplea como forma de financiamiento del Estado y mecanismo de atención de los servicios de la Deuda Pública.

Es cosa corriente sentir la versión de portavoces muy autorizados del establishment que cargan diariamente las tintas contra la Inflación como producto de sostener un Gasto Público excesivo y, consecuentemente, de financiar el Déficit Fiscal. Pero es notable que esos mismos exponentes soslayan decir que la Deuda es hoy el principal determinante de ese Gasto y de ese Déficit, así como de la pérdida masiva de divisas por vaciamiento de las reservas internacionales del BCRA para atender el pago de la Deuda Externa.
Y este ocultamiento no es neutro porque al dejar la cuestión de la Deuda fuera del análisis del problema, la Inflación queda como causa central de la crisis financiera que hoy vive la Argentina y, por ende, fuera también de toda acción correctiva necesaria sobre aquella, la Deuda.
Es la forma clásica de obviar los verdaderos problemas estructurales de fondo del país alterando la relación entre causas y efectos: la Deuda es obviada así como factor causal de la presente crisis financiera y se la reemplaza por la Inflación, que es un derivado de la misma.

Esta inflación, a su vez, tiene como consecuencia la caída de los salarios reales, pero como el recupero del poder adquisitivo de los salarios retro-alimentaría la inflación, entonces hay que contener los aumentos de sueldos, forzando así el paso del costo del ajuste provocado por la deuda a los trabajadores y asalariados en general (activos y pasivos).

¿Y con la Deuda – que es la causa del problema - qué hacemos? No hay problema señores: frenen ustedes el financiamiento inflacionario del Estado vía emisión monetaria y vuelvan a sostenerlo con más Deuda Pública.

Inflación y salarios reales
El Ajuste Fiscal – todo ajuste – conlleva entre sus componentes centrales, directa o indirectamente, la baja de los salarios reales.

El gobierno Kirchner ha venido llevando a cabo un plan de ajuste encubierto, hasta ahora con más énfasis en el ajuste por vía de los ingresos (aumento de la presión tributaria, incremento de precios/tarifas de servicios públicos y aumento de la deuda pública) que en el ajuste por vía de los gastos (reducción gradual de subsidios, reasignaciones de gastos y retrasos en los aumentos compensatorios de salarios).

Ahora, en cambio, con el agravamiento de la crisis de Deuda del verano 2014, estaríamos pasando a una amenaza cierta de reedición de la caída de los ingresos reales del sector asalariado análoga a la que se dio con la macro-devaluación del 2002, después de la crisis de Deuda De la Rúa-Cavallo del 2001.

Existen tres formas básicas que han venido siendo utilizadas para bajar los salarios reales:

1. La sub-indexación de los salarios nominales apelando a la manipulación de los índices de inflación por parte del INDEC; mecanismo que fue frustrado al gobierno Kirchner por la reacción de los sindicatos, que forzaron el reconocimiento de aumentos compensatorios sobre la base de la inflación real, e incluso por encima de la misma.

2. La asimetría de aumentos que se dan por la inflación pasada frente a perspectivas ciertas de mayor inflación futura.

3. La trampa financiera por desfase entre el tiempo en que se producen los aumentos de precios y el momento posterior de vigencia de los aumentos de salarios pactados.

Este último punto requiere una explicación más pormenorizada a través de un ejemplo simple:

a) Supongamos que por cada 1.000 $/Mes de sueldo el asalariado sufre una reducción de sus ingresos del 3 % mensual por causa del aumento de precios, lo que en tres meses reduce su poder de compra neto a 915 $: su ingreso baja - en términos reales - a 971 $ al fin del primer mes (1.000/1.03), a 942 $ al fin del segundo mes (1.000/1.03²) y a 971 $ al fin del tercer mes (1.000/1.03³).

b) Los ingresos perdidos por el trabajador son ahorrados por el empleador (estatal o privado), que dispondría de esos fondos - que deja de pagar hasta que no se actualicen los salarios a futuro – en la misma proporción: 29 $ el mes 1 (1.000 – 971), 58 $ el mes 2 (1.000 – 942) y 85 $ el mes 3 (1.000 – 915).

c) En total, en los tres meses transcurridos, los 172 $ que perdió de percibir el asalariado en poder adquisitivo los quedó a su favor el empleador.

d) Si el empleador colocara esos fondos que ahorra – siempre en términos reales – a una tasa digamos del 2.0 % mensual capitalizable (25 % nominal anual), obtendría en todo el período un rédito por intereses de 5.8 $: 1.8 $ por los 29 colocados durante tres meses, 2.3 $ por los 58 colocados durante dos meses y 1.7 $ por los 85 colocados durante un mes. Este importe – en el ejemplo, una tasa inferior a la inflación – tendría para el colocador un efecto compensatorio o resarcitorio parcial que para el asalariado no existe. Y si la tasa de interés fuese positiva (mayor igual a la de inflación) dicho efecto compensatorio sería total, incluso con un rédito a su favor.

e) Si el trabajador quisiera recuperar la pérdida de poder adquisitivo sufrida en el trimestre el porcentaje de aumento para recomponer financieramente la pérdida salarial sería del 9.29 % (1.000/915 = 1.0929).

f) El doble importe que el asalariado pierde frente a la inflación por el desfase en las actualizaciones de sueldo – pérdida directa y costo financiero – se acentúa más todavía en los casos de desdoblamiento de los aumentos (por ejemplo, en los ajustes semestrales); y todo ello siempre que tales actualizaciones se pacten sobre la base del recupero del poder de compra en función de la inflación real.

Marx habló de la plusvalía económica pero esto se refiere a la idea de plusvalía financiera, entendida como costo de oportunidad o uso alternativo de fondos a pagar aprovechando el desfase de las actualizaciones salariales.

Porque el empleador – estatal o privado – tiene así la opción de amortizar o compensar, parcial o totalmente, la incidencia de los futuros aumentos salariales gracias al período de diferimiento de las actualizaciones de sueldos.

Más aún, esto no es sólo una posibilidad teórica sino una alternativa práctica, inducida o estimulada con el fuerte aumento de las tasas de interés por parte del Banco Central (BCRA).

La respuesta técnica y justa a este problema de asimetría financiera sería la baja de los períodos de liquidación de salarios, es decir, una mayor frecuencia de los pagos de salarios a los trabajadores (por ejemplo, quincenal).

Una medida de este tipo, sin embargo, tendría obviamente peligrosos riesgos hiper-inflacionarios, por aceleración de la espiral precios-salarios, pero precisamente por ello – por sus temibles efectos posibles – debiera constituir la amenaza al gobierno para que contenga efectivamente la inflación con resultados concretos so pena de exponerse al reclamo lógico de una mayor frecuencia de pago a los asalariados.

Así como el gobierno Kirchner se ata ahora a la dolarización de la Deuda Pública – a través de la variante dólar linked (ligada al tipo de cambio oficial) – dándole un “seguro de cambio” a los inversores financieros, además del aumento de las tasas de interés, así también debiera garantizar que los salarios no van a quedar nuevamente retrasados financieramente por la inflación comprometiendo no sólo eventuales “cláusulas gatillo” sino compensando también el efecto de la pérdida financiera por desactualizaciones salariales frente a la inflación.

Y esto llevaría entonces necesariamente a revisar las causas verdaderas de la inflación argentina, que hoy están por encima de la misma porque la inflación no es autónoma sino que viene determinada por la emisión masiva de dinero para sostener el sistema de la Deuda Pública – sostén de pago de los servicios por intereses y capital – y porque el aumento de la tasa de interés, que tiene efecto recesivo, es también causa de inflación.

En conclusión
La crisis de Deuda del verano 2014 es la causa de fondo del actual desequilibrio inflacionario, cambiario, financiero fiscal y externo de la Argentina.

La emisión masiva de dinero por parte del BCRA para sostener los pagos de compromisos en pesos y en moneda extranjera del gobierno, el vaciamiento de las reservas internacionales para cumplir a ultranza con los acreedores privados y los organismos financieros internacionales, el aumento de la deuda intra-Estado como forma de traspaso y empapelamiento del propio Fisco con títulos públicos sin capacidad de repago y el uso de este mecanismo como préstamo-puente interno para poder volver al mercado internacional de capitales para colocar más deuda, según la hoja de ruta Boudou, fueron los factores determinantes de esta crisis actual.

Pero el problema insoluble de la Deuda – que es la causa de la crisis - es ocultado al Pueblo Argentino; y ello se hace con la complicidad del gobierno, la pseudo-oposición política de la partidocracia parlamentaria y la clase dirigente, en beneficio de los acreedores financieros y para volver a endeudarse, con el argumento que “es preferible tomar más Deuda antes que financiarse con Inflación”.
Es la forma en que operan las estructuras de poder económico-financiero: no sólo por la acción directa y manifiesta de los gobiernos de turno y del establishment vinculado a los intereses de la Deuda sino también dejando que las torpezas y errores de política financiera se cometan impunemente para que luego las cosas se replanteen nuevamente en su favor a través del simple “acomodamiento de los hechos”.

En este sentido, merced a las nuevas medidas financieras adoptadas por el gobierno Kirchner, las alianzas ya habrían sido establecidas de hecho entre los intereses comunes del gobierno y el empresariado económico-financiero. Ahora falta observar el comportamiento de los Sindicatos.

Algunas presiones clave sobre el sector gremial ya habrían sido esbozadas: 1. Forzar la aceptación de aumentos por paritarias en función de la inflación futura y no de la recuperación frente a la inflación pasada, so pena de acusación por hiper-inflación, desestabilización y “rodrigazo”, 2. Apelar a la “responsabilidad sindical” frente a la amenaza de desempleo derivado del efecto recesivo del aumento de las tasas de interés y de un gradual abandonando del gobierno de su función actual de “fondo de desocupación encubierto”, y 3. Sugerir la convivencia y concesiones políticas a parte de la dirigencia gremial – caso deuda con las Obras Sociales - para que guarden silencio sobre la vuelta de la Argentina al mercado internacional de capitales.

Las próximas semanas serán muy importantes dentro de este cuadro de situación – reunión tripartita en el Vaticano del 19.3 inclusive – porque las presiones del “partido de la Deuda” son cada vez más grandes y más fuertes para que la Argentina vuelva al re-endeudamiento previsto según el Megacanje Kirchner-Lavagna de 2005 y la hoja de ruta Boudou.

Comprobamos que la democracia desde 1984 y el sistema político hicieron y hacen a la impunidad de los poderes establecidos mediante terrorismo de estado y precedido por el paraestatal de la Triple A y el Operativo Independencia. Legalizaron y legitimaron privilegiar los intereses lucrativos del poder económico e imperialista por sobre los derechos y necesidades populares.

También constatamos que el kirchnerismo como actualización del PJ (desde 2003) ha profundizado tanto la transnacionalización o el neocolonialismo como el progresismo convirtiendo la ambigüedad de éste en obsecuencia a las jerarquía y comodidad capitalistas. Analicemos cómo por predominio ideológico del progresismo e izquierda reformista puede no sublevar: 


El ignominioso acuerdo con REPSOL que cierra una era nefasta y abre otra peor
 
Por: Javier Llorens (especial para ARGENPRESS.info)
Resumen
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El convenio con Repsol cuya aprobación se trata en el Congreso de la Nación, revela ser en su arquitectura financiera una obra maestra del engaño a la opinión pública interna, para disimular el virtual allanamiento por parte del gobierno argentino a las pretensiones de REPSOL. Pese los gravísimos daños de diversa índole que acarreó para nuestro país la gestión de YPF por parte de REPSOL. Que van desde las exportaciones de gas a vil precio, para obtener una sideral ganancia en el exterior, hasta la pérdida del autoabastecimiento petrolero, pasando por los daños ambientales y el desmantenimiento y la obsolescencia de sus instalaciones, conforme está expuesto en el escrito “PRONTUARIO REPSOL - El pillaje, saqueo, y vandalismo perpetrado por REPSOL en Argentina”.


El alcance de sus cláusulas representan una verdadera rendición incondicional y capitulación ante las pretensiones de toda índole de REPSOL, al haber reconocido no solo la valorización de YPF que REPSOL contabilizaba en sus balances, sino incluso su valor bursátil durante el año previo a su expropiación.
Con el inusitado agregado de consagrar la indemnidad e irresponsabilidad absoluta por las gravísimas inconductas empresarias que incurrió en Argentina, cualquiera sea de qué se trate, incluso las ambientales, como si fuéramos un país de paso y depredación perteneciente al cuarto mundo.
Dicha capitulación que se ve reforzada por el vocabulario de derecho español y no argentino que surge del texto del convenio, que evidencia que el mismo fue redactado por los abogados españoles de REPSOL. Quien con la clásica formula de las capitulaciones, le habría indicado al ministro Kicillof que rubricó el mismo, “firme aquí o aténgase a las consecuencias”. En donde los títulos públicos soberanos a entregar por parte de Argentina, no se dan como una dación en pago de la expropiación, sino solo como una garantía y medio de pago. Igual que el usurero que le hace firmar a su deudor arruinado, una triple garantía de prenda, pagaré, y cheque, para ejecutar la deuda con lo que le quede más a mano.
A los efectos de tratar de legalizar el precio impuesto por REPSOL; y cumplir con la tasación prevista en la ley de estatización, junto con el convenio apareció un informe de una sala Ad- Hoc del Tribunal de Tasaciones de la Nación, que en forma ambigua convalidó ese precio. En base a una tasación que no figura en el portal web de dicho tribunal, que dicho sea de paso funciona, en base a un Decreto de Necesidad y Urgencia dictado por De la Rua a fines del 2001, en plena crisis de ese año.

Cuyos miembros designados entonces, son los mismos que lo integran hoy, al que se incorporó el dudoso aporte de un miembro designado a instancias de la Cámara Argentina de la Construcción y directivo de ésta. Cámara que es reputada como el antro donde se arreglan las licitaciones públicas y otras componendas, razón por la que ese tribunal y sus procedimientos “noventistas”, muy poca confianza inspiran en una tasación de tamaño porte.


Al respecto el abogado Alejandro Olmos Gaona, que tuvo acceso a las escuetas 20 carillas de esa supuesta tasación, opina que resulta inverosímil que se hayan tasado más de 126 mil bienes, ubicados en el país y en países del exterior, en menos de un año. Cuestionando además las irregularidades en las fechas de esos informes, que fija la tasación en abril del 2012, por parte de un tribunal que recién se constituyó en mayo del 2013, y emitió su informe a fines de febrero de 2014, cuando ya habían culminado las negociaciones con REPSOL.

Por lo que evidentemente el precio convenido precedió a la tasación, alterando su orden lógico y honesto. Con el agregado de una suma de cuestionamientos, que llevaron a Olmos Gaona a decir que “todas las graves irregularidades señaladas nos hacen suponer que se trata de una tasación amañada, con el único propósito de arreglar con Repsol, beneficiándola indebidamente, con tal de llegar a cualquier tipo de acuerdo y terminar con las acciones litigiosas que podrían plantearse”.
La rendición incondicional y capitulación incluye además una cláusula que atenta directamente contra la facultad soberana de reestructurar la deuda. Postura sostenida desde el 2003 por el gobierno kirchnerista, y ratificada recientemente por un fallo de la Corte Suprema. Que funcionará como una pistola puesta en la sien de Argentina, y podría llegar a ser catastrófica. Al facultarse a REPSOL a liquidar los títulos públicos recibidos a cualquier precio, ante un evento de incumplimiento por parte de Argentina. Quedando no obstante un saldo de deuda que será inmediatamente ejecutado por parte de REPSOL, haciendo honor al dicho que él paga mal, paga dos veces.
O sea que estamos ante el peor de los arreglos, dado que Argentina se compromete a pagar lo que quiere REPSOL o su valorización bursátil, a plazos, pero con altísimos intereses, mediante la emisión de títulos de la deuda. Pero sin que signifique esto la cancelación de la deuda, dado que ellos no van en pago de lo adeudado, sino solo son medios de pago que REPSOL podrá reventar ante el menor incumplimiento por parte de Argentina, con grave daño para esta. Cargando a la par Argentina la mochila de los daños ambientales dejados por REPSOL, que supuestamente se iban a deducir de los importes a pagarle, liberándola además enteramente de cualquier otra responsabilidad por sus inconductas del pasado.
Cláusulas leoninas a las que según algunas fuentes, se han agregado otras oprobiosas capitulaciones paralelas, como es la convalidación que debería efectuar la AFSCA de la situación de TELEFE y sus vinculadas, propiedad de Telefónica de España. Uno de cuyos accionistas es La Caixa, accionista principal de REPSOL. O sea que REPSOL se irá, llevándose puesto lo que pretendía, y dejando impunemente tierra arrasada como hacen los conquistadores. Pero dejando en la retaguardia un gigante comunicacional que le cuide sus espaldas.
Para disimular esta enorme defección, que se suma a otras tantas cometidas por la dirigencia argentina en los últimos treinta años de democracia, el ministro Kicillof proclamó la no peronista fórmula de “ni vencederos ni vencidos”. Que en un kirchnerismo acostumbrado a hacer de cualquier cosa un triunfal relato épico, suena lo mismo que una rendición incondicional, disimulada con la declamación un supuesto empate.
Por su parte el grupo español encabezado por Antonio Brufau, se cuidó muy bien por ahora de proclamarse vencedor, no sea que ello obstaculice la aprobación del convenio por parte del Congreso. Convalidación que exigió expresamente en búsqueda de la seguridad jurídica a las que aspiran modernamente los conquistadores. Que se llevan la parte del león mediante un trato absolutamente desventajoso para la contraparte, y procuran que nadie quiera o pueda revisarlo en un futuro.
La que no le será difícil de obtener por parte de una elite argentina política, económica, y comunicacional, que parece haber perdido la dignidad por completo. Y por ello está a punto de repetir una defección similar a las ocurridas en el nefasto año 2001, previas a la catástrofe de ese año, con los superpoderes otorgados al “salvador de la patria” Domingo Cavallo, la ley de déficit cero, la ley de intangibilidad de los depósitos, etc.
Sin contar otros enormes renuncios anteriores, como la ley de emergencia económica con la que se desguazó salvajemente al estado. La ley de convertibilidad que atrapó la economía Argentina durante una década, sólo para que funcionara como seguro de cambio de los inversores extranjeros. Y la privatización de los fondos jubilatorios, YPF, Gas del Estado, Agua y Energía, y la megaminería, etc.
Dirigencia que parece también estar imposibilitada de leer el sentido y las entrelineas financieras, legales, y estratégicas, insertas en los compromisos que asume en nombre del país. Y que en todo caso justifica sus reiteradas defecciones al respecto, por razones de necesidad y urgencia ante la coyuntura, que ellos mismos provocan o permiten que sucedan. Rifando así el futuro, para tratar de solucionar el día a día, con un “decisionismo” improvisado, y carente de Norte y de reflexión estratégica. Porque ante la urgencia de salir del atolladero, da lo mismo ir hacia el norte, el sur, el este, o el oeste.
El futuro que está hoy en juego
Esto se hace notable en la actual situación, dado que en realidad el convenio con REPSOL es sólo un abre puertas, para poner en explotación las enormes riquezas hidrocarburíferas no convencionales de Vaca Muerta; que REPSOL había trabado mediante múltiples demandas contra las firmas interesadas en ello. Acorde en un todo a las condiciones fijadas por las multinacionales petroleras, a los efectos de llevarse la parte del león.


Cuya dimensión se puede apreciar diciendo que Vaca Muerta equivale a 40 veces el valor de la superficie dedicada a la agricultura en Argentina, que es el motor actual de su economía. Lo cual llevó a afirmar al notorio economista neoliberal Ricardo Arrriazu, ex director del FMI y asesor de la presidencia del Banco Central durante la dictadura, que en base a ella Argentina podría convertirse en Noruega o Nigeria.
En cuya explotación conforme los lineamientos actuales, la participación del estado será mínima, no alcanzando ni al 20 %, dado que el resto irá sustancialmente en beneficio de los grandes inversores extranjeros y las mega petroleras transnacionales. Ya sea a través de los dividendos de las acciones de YPF, cuyo 49 % esta sustancialmente en manos de fondos de inversión privados extranjeros. La participación otorgada por YPF a otras mega petroleras en las áreas que detenta en Vaca Muerta. O a través de las restantes áreas que estas detentan directamente, que alcanzan a dos tercios de Vaca Muerta.
Las mega petroleras internacionales encabezadas por el grupo Rockefeller, parecen haber hecho así una jugada maestra, con la provocación de la pérdida del autoabastecimiento, y la paralela estatización parcial de YPF. Para usar a ésta como vehículo para lograr o facilitar dos objetivos simultáneos. Uno es el reconocimiento de los precios internacionales del crudo; y la triplicación del precio del gas natural, que pasó de u$s 2,5 a 7,5 el millón de BTU, a los efectos de maximizar la renta petrolera a su favor.

La cual trasladada de esa manera íntegramente a la extracción de hidrocarburos (upstream) reporta a su vez un notable perjuicio para YPF, que s
ólo detenta el 30 % de las extracción, y casi el 60 % de la refinación y comercialización de sus combustibles derivados. Convirtiéndose así YPF en un vaso comunicante de parte de las exorbitantes ganancias de las multinacionales petroleras, como si tratara sólo del mascarón de proa de ellas. La que además operará como su proa acorazada, enarbolando la bandera nacional, disfrazada de nacionalismo petrolero, a los efectos de que lleve adelante como pionera, enarbolando la bandera argentina, la batalla para difundir a lo largo y ancho del país la técnica del fracking.
La cual ha suscitado en todo el mundo enormes reparos, y una vehemente oposición por parte de las organizaciones ambientalistas. Razón por la que esa batalla decisiva para la puesta en explotación de Vaca Muerta, seguramente tendría un resultado distinto, si la dieran por su cuenta Chevron, EXXON, o EOG. Cargando además YPF directamente con el riesgo ambiental que ella pudiera deparar, como operadora de los yacimientos que ha compartido con Chevron, Dow, Petronas, etc.
Esa jugada maestra se completó con el copamiento de YPF concretado por Schlumberger, mediante la designación de su ex alto ejecutivo, Miguel Galluccio, como presidente de YPF. Acompañado de otros ex Schhlumberger, que pasaron a ocupar altos puestos directivos en ella. La que a su vez, como firma líder en la técnica del fracking, se ha constituido en la principal contratista de YPF. En la que quedarán retenidas buena parte de lo que deberían ser ganancias operativas de YPF en Vaca Muerta.
Esta trama a su vez se ve completada, con la maraña de sociedades satélites que está creando YPF en Estados Unidos y Argentina, al compás de los acuerdos secretos de participación en Vaca Muerta que va firmando con las trasnacionales petroleras. Que hacen recordar a las SPE (“sociedades de propósito especial”) de la Enron, ex empresa de energía que tras su quiebra, pasó a ser sinónimo de fraude planificado. Participando una de las “hijas” de Ennron, EOG, en la explotación de Vaca Muerta.

En el año 2012 tras la estatización parcial de YPF, se esbozó una razonable política petrolera, que debió haberse concretado poniendo un precio tope al crudo interno, ante el sustancial aumento que registró internacionalmente. Usando a la par a YPF como instrumento para explotar los yacimientos operados por las compañías privadas que no aceptaran esa tesitura, en forma parecida a lo que hizo Petrobras en Brasil. Contando con una administración petrolera honesta y briosa a lo Mosconi, ello podía haber reportado la recuperación del autoabastecimiento petrolero, mayores ingresos para los estados nacional y provinciales, y precios módicos de la energía para la industria y los hogares argentinos.

No obstante esa política en ciernes, registró un giro de 180 grados a fines del 2012, tras el fallo a favor de los fondos buitres emitido por el juez Griesa en Nueva York. Que impulso a la jaqueada Presidenta Fernández de Kirchner, a concretar una espuria y subrepticia alianza con las mega petroleras norteamericanas integrantes del grupo Rockefeller, y la TOTAL francesa. A los efectos de tratar revertir ese fallo en los máximos estrados de la justicia norteamericana, o encontrar una solución alternativa que satisficiera al “relato” del gobierno. Uno de cuyos principales capítulos es supuestamente el buen arreglo de la deuda.

La existencia del mismo se puso de inmediato en evidencia, con el traslado integral por parte del gobierno de la renta del petróleo a la extracción del mismo (upstream) a contrapelo de la política antes esbozada. Y el extravío de la misión de YPF, que de instrumento de la política petrolera nacional, pasó a ser instrumento de la política petrolera de las mega petroleras norteamericanas y francesa. La contrapartida de ello fue el apoyo brindado a Argentina por EEUU, Francia, y otras notables instituciones y personalidades de las finanzas, como amicus curiae ante la Corte Suprema de EEUU.

El cual registró algunos altibajos a lo largo del 2013, por la demanda de EEUU de que

Argentina cumpliera con el pago de los fallos emitidos por los tribunales del CIADI y UNCITRAL. Que igual que el arreglo con REPSOL, resultan ser de índole estratégica para las multinacionales petroleras. Que por un lado sostienen desde siempre el principio de que toda estatización debe ser compensada con creces, como regla principal del negocio. Y por otro lado esperan que sus inversiones en Vaca Muerta se vean firmemente garantizadas por los Tratados Bilaterales de Inversiones que fijaron esos tribunales. Siendo por ende esos pagos arrancados recientemente al gobierno, una clara y definitiva señal de sumisión y ratificación de ellos.

Requisitos que además deben indispensablemente ser completados, ya sea por el kirchnerismo o a más tardar por la oposición que llegue en el 2015, con la sanción de una ley mega petrolera. Que garantice a ellas el precio internacional de los hidrocarburos extraídos, la disposición irrestricta de las divisas obtenidas, y una absoluta estabilidad impositiva, como detentan actualmente las mega mineras.

La que lamentablemente nuestra degradada dirigencia, puesta entre la espada y la pared, hundida en el fango de la corrupción, como precio a pagar por un efímero apoyo electoral, o atrapada en el atolladero, parece estar silentemente dispuesta a sancionarla. Optando nuevamente por las salidas dibujadas por los poderosos factores de poder internos o externos, que muchas veces son los mismos que previamente contribuyen a crear la dificultad, o erigir él atolladero. Los cuales pese las jactancias del kirchnerismo, han vuelto a subordinar la política a la economía, como en los peores tiempos de Menem y Cavallo.

Repitiéndose así crónicamente en Argentina, como si fuera la ley de esta, la situación de emergencia extrema de una embarcación, que para salvarse de un naufragio que podría haberse evitado, opta por echar por la borda sus bienes más valiosos. Con tal que el momentáneo capitán de la nave y sus oficiales a bordo puedan salvar su pellejo o prestigio, mientras que el resto de la tripulación a bordo de la nave la sigue pasando de mal en peor.

Por esa razón casi unánimemente la actual dirigencia política dicen estar para “solucionarle los problemas a la gente”. Como si estos problemas actuales no fueran provocados por la falta de visión y dedicación a la gestión por parte de los gobernantes del pasado, que se repite ahora nuevamente. Confundiendo así la cualidad esencial de un gobernante o estadista que es la visión del futuro, y como llegar a ese destino. Con la gestión de administradores de un consorcio, o directivos de una ONG, hundidos en el ahora mismo. Siendo esta en el fondo la verdadera causa de los crónicos problemas que Argentina enfrenta desde hace medio siglo.

Un claro ejemplo de ello, es la polémica desatada respecto el anteproyecto del nuevo Código Penal. Que evidencia ser una intencionada cortina de humo, similar al conflicto por la educación laica o libre, que se suscitó a la par que el ex presidente Arturo Frondizi concretaba sus cuestionados contratos petroleros, con las mismas megapetroleras que hoy están en Vaca Muerta. Siendo una discusión inútil, dada a la par que los grandes acontecimientos y el futuro de Argentina discurren por otro lado. Y no habrá código penal que valga, si Argentina se convierte en Nigeria. Y cualquier código resultaría aceptable, si Argentina se convierte en Noruega.

Acceder al trabajo completo desde aquí (formato pdf)
Fuente: http://www.argenpress.info/2014/04/el-ignominioso-acuerdo-con-repsol-que.html

  

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