viernes, 14 de marzo de 2014

La comunicación dominante es crucial para ocultar la impunidad del poder económico e imperialista.

Porque refuerza la lógica de la democracia encubridora de 
este orden opresor e injusto.

Apreciemos cómo toda nuestra sociedad y nuestra cotidianeidad son subsumidas en un funcionamiento 'democrático' cada vez más represivo:

De la Doctrina de la Seguridad Nacional a la doctrina de la Seguridad Ciudadana:

la inseguridad del régimen

Por María del Carmen Verdú (octubre 2011)
 
(…)La “amenaza de la delincuencia” fue introducida como cuña para debilitar los procesos incipientes de oposición, o, en todo caso, para forzarlos al interior de un más restringido encapsulamiento. El argumento del crecimiento de los delitos, y la amenaza que se agita en torno a ese crecimiento, tienen su punto de localización estratégica en el momento de configuración y de comienzo de reconstitución de relaciones sociales que cuestionaban los dos ejes señalados: la pelea contra el sistema político-económico y la lucha antirrepresiva. La operación política de la “inseguridad” buscó provocar el efecto de escindir estos dos términos: aunque el origen de muchos delitos es correctamente atribuido por buena parte de la sociedad a la pobreza, la desocupación y la consecuente imposibilidad de generar otro tipo de proyecto de vida, se reclama más seguridad, más policía, más “prevención-(represión)”.
Porque, claro, cuando políticos, policías y comunicadores hablan de “delincuencia” (y piden castigo, mano dura, cárcel y facultades de la policía), no se refieren a los innumerables crímenes, de enorme repercusión social, cometidos por empresarios, funcionarios, policías o jueces. “Delincuentes” son, exclusivamente, los pobres que delinquen, y si son jóvenes, mas delincuentes todavía. Se comete, así, el fraude de excluir de esa categoría a los coimeros, a los estafadores, a los que se enriquecen con la enfermedad de los jubilados o a los funcionarios involucrados en el narcotráfico, los asaltos comando o la trata de personas. Éstos, lejos de las páginas policiales, son, en el mejor de los casos, personajes “polémicos” cuya conducta es merecedora del análisis político, nunca “delincuentes” para los que se exija “tolerancia cero”.
La construcción de la idea de “delincuencia” no se agota en su localización clasista. La policía, y la mayoría de la prensa –que reproduce la versión azul sin beneficio de inventario–, difunden, además, una imagen de los que cometen delitos que nos convoca a pensar la “delincuencia” como un grupo perfectamente organizado, cuyos miembros se reconocen entre sí, y que actúa homogéneamente con cierta habilidad, recurre a modernos métodos, cambia rápidamente sus tácticas frente al accionar represivo y –lo que resulta aún mas curioso– dispone de cierto poder para “entrar por una puerta y salir por la otra”.
La expresión más acabada de esta construcción de la realidad son las “oleadas” que, cada tanto, descubren algunos diarios. Así, vemos que, durante un tiempo, la “delincuencia” se dedica a robar restaurantes; al mes siguiente, la “ola” es de hombres-araña-que-asaltan-edificios; a los dos meses, la “delincuencia se ensaña con los jubilados”, y, tres semanas después, se ponen de moda los atracos cometidos en taxis. Olas, todas éstas, que mágicamente desaparecen cuando asoma la siguiente.
La mayoritaria delincuencia real –el gran conjunto de sujetos perseguidos, acusados o condenados por el sistema penal– es, por supuesto, bien distinta: se trata de miles y miles de marginados, de muy bajo nivel de instrucción, muy jóvenes por lo general, con severas dificultades para actuar colectiva y eficazmente aun en grupos pequeños, que fracasa reiteradamente en sus ataques a la propiedad ajena y suele terminar purgando largas condenas por una o varias tentativas de robos frustrados, después de haber sido ¿defendidos? en un porcentaje superior al 80% por defensores de oficio, cuya única aparición en sus vidas es para decirles “…hacete cargo y agarrá un abreviado, pibe, que te conviene…”.
Por supuesto que, como decíamos, existen los profesionales –superbandas, grandes traficantes o estafadores–, que son una minoría dentro de la “delincuencia”; pero allí se advierte, en la casi absoluta totalidad de los casos, que quienes dirigen, gerencian y hasta protagonizan ese crimen organizado, son, sistemáticamente, integrantes de las fuerzas de seguridad, muchas veces con acuerdos con el aparato político, como lo muestran el narcotráfico, los secuestros extorsivos, la explotación de personas para la prostitución o los asaltos a blindados.
Lo concreto es que el régimen busca que la gente viva enrejada y encerrada frente a la tv o la consola de juegos, que sienta la necesidad de una fuerte y permanente presencia policial, que se acepte la solución judicial-punitiva para el enfrentamiento de problemas de inocultable origen social. En otras palabras, la acción del sistema penal –aunque busque legitimidad en los crímenes más aberrantes– impone ideas y valores, difunde mitos, oculta problemas, distorsiona conflictos.

A medida que se modifican los escenarios en los que se desarrolla la lucha de clases, también son diferentes los dispositivos de control social a que apela el poder, y varía la forma de articulación de los mismos entre sí. Es que, junto a la coerción directa, hay etapas en las que los gobiernos priorizan el uso de métodos que sean más sutiles, menos cuestionables por su brutalidad, o, mejor aún, que, además de no ser cuestionados, sean aplaudidos.
Muchas veces, con anterioridad, las voces mas reaccionarias de la sociedad habían hecho de la “inseguridad” el centro de su proselitismo. Pero desde fines de 1997, el fenómeno abandonó los márgenes del escenario mediático y político para tomar encarnadura en sus protagonistas principales. Basta verificar, por ejemplo, en cualquier hemeroteca, cuántos robos o asaltos tenían espacio en las patricias páginas de La Nación antes y después de ese momento bisagra. O constatar, del mismo modo, cuántas líneas de Clarín se dedicaban a hechos policiales hace 15 años, y cuántas ahora.
El fenómeno del “gatillo fácil” –como el saldo más negro de una política de control y disciplinamiento violento de las masas, diseñada desde el poder y ejecutada por las policías– no es, como aún sostienen algunos, “parte de la pesada herencia del pasado dictatorial que la democracia aún no resolvió”, sino una necesidad fundante de todo Estado que administre una sociedad dividida en clases, y que, por ello, necesita reprimir para garantizar la explotación.
Antes de 1997, debimos bregar mucho frente a la existencia misma de la pena de muerte extralegal; tuvimos que luchar para demostrar que los asesinos de uniforme no eran “manzanas podridas” o “loquitos sueltos”, sino ejecutores –conscientes o inconscientes, lo mismo da– de una metodología política sistemática. Con la irrupción del discurso de la “inseguridad”, ingresamos en una nueva fase, la de una justificación abierta, explícita del atropello, el tormento o la muerte en nombre de la sacralizada seguridad.
 
La evangelización yanqui
Históricamente, las políticas de seguridad nacional han respondido a los planes digitados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos para América Latina. Así fue la doctrina Monroe y luego, bajo el imperio de la “doctrina de la seguridad nacional”, la aplicación del plan Cóndor. A partir de 1989, la nueva situación internacional, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la “Guerra Fría”, persuadió a los norteamericanos a variar la forma de dominación.
Se plantearon nuevas estrategias, que fueron esbozadas en los documentos Santa Fe, con una política de apuesta al fortalecimiento de las “democracias” en América Latina, que pretendía instarlas a mantener el control social y aplacar la lucha en forma local, sin la necesidad de la intervención directa, estrategia que había sufrido ya un serio desgaste.
Hoy, mediante estas estrategias perfeccionadas y acordes a las necesidades actuales, estas políticas siguen siendo digitadas desde los EE.UU. mediante los organismos internacionales y sus propias agencias, como el Departamento de Defensa y el Comando Sur, que garantizan los entrenamientos conjuntos, por medio de los cuales se tiene injerencia sobre la formación de las FF.AA. de los diferentes Estados latinoamericanos, se establecen acuerdos de inmunidad para penetrar sobre territorios de la región y, así, acceder a áreas ricas en recursos naturales, y se hace uso de bases militares locales para intervenir en regiones en las que existe conflicto armado como es el caso colombiano con las FARC.
Pero, fundamentalmente, el paradigma imperialista a partir de los noventa apunta, más que a las fuerzas armadas, al control y adoctrinamiento del aparato de seguridad interior; a las fuerzas de seguridad, con énfasis en los grupos de operaciones especiales y despliegue rápido; a jueces, fiscales y funcionarios del poder ejecutivo del área de seguridad.
La textualidad de los documentos Santa Fe I y II permite reparar en la sistematicidad y el detalle con que, desde el Departamento de Estado de EE.UU., se planifica la política de seguridad para América Latina; cómo se detectan claramente como enemigos a quienes ataquen la gobernabilidad y atenten contra la propiedad privada y los negocios, y cómo la respuesta es siempre la búsqueda del perfeccionamiento de los mecanismos represivos para lograr el control social con el menor costo posible.
Este nuevo modelo de intervención internacional está montado sobre conceptos como “cooperación internacional”, “multilateralismo”, “gobernabilidad democrática” y, por supuesto, la “lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”: expresiones clave para sustentar el nuevo paradigma de dominación, que, acomodado a la época, ya no predica la seguridad nacional, sino la seguridad ciudadana.
Cada año, el congreso yanqui actualiza el Plan de Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo, que, como lineamiento de política exterior yanqui a corto plazo, orienta el accionar de todas las agencias del Estado norteamericano, y renueva los programas de becas para estudiantes extranjeros. Si se proyectan a un segundo plano los ejercicios y cursos para militares, que se siguen haciendo, pero no son más un eje central, hace años que Argentina es parte del Programa de Becas de Contraterrorismo (CTFP) que se destina, no a las fuerzas armadas, sino a grupos de elite de las fuerzas de seguridad (policía federal y provinciales, gendarmería y prefectura). En una versión actualizada de lo que fue la Escuela de las Américas para los militares de los sesenta y setenta, un millar de efectivos de las fuerzas de seguridad argentinas reciben entrenamiento en EE.UU. cada año. De acuerdo con un informe aprobado por el congreso norteamericano, en 2009 un total de 939 integrantes de las fuerzas de seguridad argentinas participaron de estos entrenamientos en territorio estadounidense, a un costo total de 1.434.782 dólares.

A tono con la máscara de la “inseguridad”, también dan cursos dirigidos al manejo de “situaciones de crisis con rehenes”, “secuestros extorsivos” o similares para miembros del poder judicial y el ministerio público, cuyos diplomas son después expuestos con orgullo en sus despachos. EE.UU. no se limita a entrenar a policías y gendarmes latinoamericanos; también “terceriza”, por ejemplo, su accionar a través del Estado de Israel, que ofrece similares cursos, que, de paso, sirven para difundir propaganda sobre su producción industrial bélica.
Así, tras la pantalla de la “cooperación” y con la excusa de la “defensa de la seguridad continental”, entendida como sinónimo de la propia, EE.UU. impuso en pocos años un nuevo esquema de política represiva en el continente, que los gobiernos proimperialistas de los países dependientes se apresuraron a adoptar. En Argentina, todas las fuerzas de seguridad, con un fuerte impulso a los grupos de choque, se han unificado bajo un comando político único, la secretaría de Seguridad, creada por el menemismo en el ámbito del Ministerio del Interior, y que el kirchnerismo trasladó al ministerio de Justicia, Seguridad y DD.HH., para luego autonomizarla como ministerio de Seguridad.
Bien lo explica Loïc Wacquant en su prólogo a la edición para América Latina de Las Cárceles de la Miseria: “América Latina es hoy la tierra de evangelización de los apóstoles del ‘más Estado’ policial y penal, como en las décadas del setenta y del ochenta, bajo las dictaduras de derecha, había sido el terreno predilecto de los partidarios y constructores del ‘menos Estado’ social dirigidos por los economistas monetaristas de América del Norte” (Wacquant 2003: 12).
 
Los fraudes
En las villas y los barrios humildes de las grandes concentraciones urbanas, no hay otro contacto de las masas juveniles con el Estado que no sea el padecimiento de la violencia y la planificada brutalidad policial. La escuela expulsa al que no tiene para comer o para pagar el boleto y a la salud pública no se accede porque cerraron la salita del barrio. Como si esto fuera poco, el violento discurso dominante ubica a los explotados, ya no en la categoría de víctimas, sino en la de “perdedores” –por su propia incapacidad, claro está– en el juego del libre mercado. No interesa si existen crisis económicas, si hay cierre de fuentes de trabajo y por tanto, desempleo y falta de futuro para los jóvenes, sino que el único problema social en la Argentina se reduce a los hurtos y robos en sus distintas especies, y los homicidios vinculados a estos desapoderamientos.
Son estas figuras delictivas las que prevalecen al momento de hablar de “falta de seguridad”, sin siquiera analizar la posibilidad de encuadrar en esta categoría ficticia a la enorme cantidad de exacciones, cohechos, prevaricatos, defraudaciones o contrabandos que producen enorme daño a toda la sociedad. Tampoco se analiza la comprobada intervención de elementos policiales, o de otras agencias represivas, como protagonistas o gerenciadores a la distancia, en los mismos hechos que dicen “prevenir” mediante la detención de prostitutas, jóvenes pelilargos o presuntos merodeadores.
El hombre buscó trabajo todo el día y vuelve a la casilla derrotado; su mujer lleva horas de escuchar a los pibes llorar y quejarse por hamburguesas, zapatillas, manuales y juguetes reclamados por la maestra y la tv; los tres colchones donde duermen los seis apestan de olor a humedad desde el último diluvio; papá y mamá discuten a los gritos buscando al culpable de haber agotado la garrafa. La familia argentina, sin embargo, está “segura” porque la gendarmería, junto a la prefectura, ayudará a la policía –bonaerense, federal, metropolitana– a “combatir la delincuencia”. Ése es el primer fraude.

Aunque, en su discurso, todos los que se alinean en la “batalla contra la inseguridad” se apresuran a aclarar que “la mayoría de los pobres son honestos y sólo unos pocos son delincuentes”, los análisis y propuestas que escuchamos contra ese pretendido “enemigo común”, aunque no se lo diga de manera explícita, apuntan a los pobres. Nunca se discuten, como cuestiones vinculadas a la “inseguridad”, los fabulosos desfalcos al patrimonio público, las coimas de los funcionarios, los negociados con medicamentos adulterados, las valijas repletas de dólares que van y vienen en aviones privados, el contrabando de armas digitado desde despachos oficiales, las bolsas de dinero en los baños de las ministras o el narcotráfico de los hijos de los comodoros. Tampoco los vaciamientos empresariales, las muertes de obreros por falta de elementos de seguridad en el trabajo, y mucho menos, desde luego, los policías torturadores o que masacran pibes con el gatillo fácil, los que gerencian el tráfico de drogas y autos robados, los secuestros extorsivos, la trata de personas o proveen logística y zonas liberadas para asaltos comando a bancos y camiones blindados.
El barrio en que se vive, la educación a la que se accede –o no se accede–, las opciones culturales o deportivas de las personas y grupos están fuertemente condicionados por su pertenencia de clase. Con el accionar delictivo pasa lo mismo. La condición de clase gravita en forma determinante en lo que hace a oportunidades y medios delictivos. Cuando políticos, policías y comunicadores hablan de “delincuencia” –y piden más castigo, más cárcel y más facultades de la policía–, se remiten exclusivamente a los pobres que delinquen. Y si son jóvenes, más “delincuentes” todavía, al punto que se acuñó la expresión “pibe chorro”.
Se comete, entonces, un nuevo fraude al asimilar delincuencia con los humildes que cometen un delito, excluyendo de esa categoría a políticos, funcionarios, empresarios, famosos, amigos del poder y todos sus perros guardianes, sea su uniforme del color que sea. Todavía hoy, cuando hablan del “triple crimen de General Rodríguez”, donde fueron asesinados tres empresarios de la industria farmaceútica, vinculados al contrabando de precursores químicos, los medios no dicen “los narcos” o “los cacos”, sino “los jóvenes” o, incluso, “los chicos”.
De nuevo, no es del verdadero crimen organizado, el que maneja millones por día, y que sistemáticamente aparece dirigido por elementos del aparato represivo estatal y con vínculos con el poder político o económico, del que se habla en estos casos.
 
Decíamos ayer…
En septiembre de 1998, diez meses después de aquel “asalto a sangre y fuego en Saavedra”, CORREPI publicó un breve opúsculo que llevaba por títuloSeguridad ciudadana o (in)seguridad del régimen. Pese al tiempo transcurrido, bien vale reproducir unos pocos párrafos:
 
[…] sin solución de continuidad, la enardecida y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el control social y la represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para lograr imponer la desconfianza entre pares.
[…] Seguridad es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la “seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación– que los rumbos actuales de la economía impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos, más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo sospecha.
El objetivo de la ingeniería represiva del gobierno es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se ocupa de sus preocupaciones, pero –fundamentalmente– al llenar la ciudad de policías logran el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos policiales que acechan las manifestaciones opositoras. Ya pocos se sorprenden de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en normal su exhibición constante.
El opositor de la década del ’70 era el enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre “erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Si con enorme esfuerzo de los familiares de las víctimas y de algunos organismos de DD.HH. se había logrado obtener escasas condenas para asesinos de uniforme, hoy su impunidad está prácticamente garantizada por decreto de necesidad y urgencia. Necesidad de darles licencia para matar y urgencia represiva.
A ello debe sumarse la acción de los medios de información que hace rato se han olvidado que existe el gatillo fácil, y han manipulado la endeble conciencia de vastos sectores con esta sensación de inseguridad.
La necesidad de nuevos ajustes ante los tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún tipo de cuestionamiento [...]. Si oportunamente los planes de diseño económicos y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados, hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población (ley de flexibilidad laboral, recientes suspensiones en empresas automotrices) requerirán de un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas que se impondrán. En un momento de profunda crisis económica mundial, con previsiones de graves repercusiones recesivas y de parálisis industrial y laboral, no puede soslayarse que [...] se perderán cientos de miles de puestos de trabajo. El aparato de seguridad, previa legitimación, con el pretexto del combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado, y por sobre todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación más represiva, jueces más cómplices y medios que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los escraches (y movilizaciones, piquetes, y cortes de calles) son subversivos y hay que castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los delincuentes y exaltados”.
Y terminábamos, hace 13 años, vaticinando que, por este camino, “…no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino que habrá –sobre todo– más Víctor Choque y Teresa Rodríguez”.
Víctor y Teresa, los primeros dos muertos en la protesta social posteriores a 1983, fueron asesinados, ambos, un 12 de abril. En 1995 el primero, en Tierra del Fuego, mientras se movilizaba contra el cierre de la fábrica Continental. Ella, en 1997, en Cutral Có, durante la protesta de los docentes. En los años siguientes, confirmando el pronóstico, fueron fusilados Francisco Escobar y Mauro Ojeda en la masacre del puente de Corrientes, en 1999; Aníbal Verón en 2000, Barrios y Santillán en 2001, los tres en Salta; en todo el país, 39 personas en la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001; Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en el puente Pueyrredón, en 2002; Luis Cuéllar en Jujuy, en 2003, manifestándose frente a la comisaría en la que otro joven había sido asesinado en la tortura; el docente Carlos Fuentealba, en Neuquén, en 2007, y el trabajador del ajo Juan Carlos Erazo, en Mendoza, en 2008.
En 2010, nueve manifestantes fueron asesinados mientras participaban de una movilización: Facundo Vargas (Pacheco), Nicolás Carrasco (Bariloche) y Sergio Cárdenas (Bariloche), en diferentes marchas contra el gatillo fácil (caso Villanueva, el primero, y Bonefoi, los dos restantes). Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, fue asesinado cuando, junto a su organización, acompañaba una medida de fuerza de los trabajadores ferroviarios tercerizados en Barracas. Roberto López y Mario López, de la etnia Qom, murieron en la represión a un corte de ruta en Formosa, y Bernardo Salgueiro, Rosemary Chura Puña y Emilio Canaviri Álvarez, en la ciudad de Buenos Aires, en la toma de tierras del Parque Indoamericano.
En este año 2011, otras cuatro víctimas se sumaron al listado de los asesinados por luchar por sus derechos, con Ariel Farfán, Félix Reyes Pérez, Víctor Heredia y José Sosa Velázquez, en la represión a la toma de tierras en Jujuy. Ése es, junto a los 3.200 muertos por el gatillo fácil y la tortura, el saldo humano acumulado en 13 años de doctrina de la “seguridad ciudadana”.
 
Bibliografía
Revista Herramienta N° 48 Fuente: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-48/de-la-doctrina-de-la-seguridad-nacional-la-doctrina-de-la-seguridad-ciudada
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Averigüemos cuál es el fondo de la idea CFK de poner "racionalidad y prudencia" a la protesta social que fue adoptada por el Parlamento en forma casi unánime hasta decidir legislar sobre un marco de "convivencia urbana".


                             
1. DERECHO Y CONFLICTO SOCIAL

El lugar de la Justicia
En este artículo, el autor discute algunos de los argumentos jurídicos más significativos con los que nos encontramos a la hora de pensar en el papel que juega o puede jugar el derecho frente al conflicto social.

Roberto Gargarella
Abogado y sociólogo, doctor en derecho por la UBA y la Universidad de Chicago. Estudios post-doctorales en la Universidad de Oxford.
 
Derechos vs. “bien común”
Ante todo, merece enfatizarse la idea de que los derechos no deben ceder frente a generalizaciones o reclamos hechos en nombre del “bien común” o los “intereses generales” del país.
En nuestro discurso jurídico habitual parecen coexistir una postura respetuosa y aun devota hacia los derechos con otra que asegura que los derechos son muy importantes pero... en tanto y en cuanto ellos no contradigan ciertos intereses aparentemente más importantes, asociados con el “bienestar general” o nociones afines. La premisa que se apresuran a invocar estos últimos, en su propuesta limitativa de los derechos, es aquella según la cual “no hay derechos absolutos”. Por supuesto –y salvo para quienes, por ignorancia o mala fe, continúan insistiendo con tal afirmación–, dicha premisa no dice absolutamente nada acerca de
lo que importa, esto es, cuándo y por qué razones es que puede limitarse un derecho. Si no se nos aclara esto, luego tiende a ocurrir que quienes están a cargo de pronunciarse sobre dichos límites –los jueces– terminan fijándolos de modo discrecional. 

Los problemas de una postura como la anterior (que subordina los derechos a nociones generales) son numerosos. En primer lugar, dicha posición se encuentra demasiado abierta a los abusos, dado que nunca se nos dice con claridad a qué se está haciendo referencia cuando se habla de “intereses generales” o “bien común”. ¿Se alude a decisiones que la mayoría respalda con su voto? ¿Se hace referencia a cuestiones que la mayoría de hecho respalda, aunque no haya votado por ellas? ¿Se apunta más bien –como suele ocurrir– a intereses que la ciudadanía no reconoce o no valora de modo explícito pero que, sin embargo, debería valorar? Esta “vaporosidad” que rodea a tales nociones hace que ellas permitan, finalmente, que bajo un “paraguas teórico” atractivo, el juez de turno –de buena o mala fe– “contrabandee” o incluya su propia visión acerca de los valores que la comunidad debería defender. Esta alternativa es extraordinariamente problemática, ante todo, por la discrecionalidad que encierra. Pero lo sería aun si se precisara algo más el sentido de ideas tales como la de “bien común”. Frente al caso más habitual, la pregunta es ¿por qué un grupo de sujetos que no hemos escogido ni podemos remover por el voto debería tener la capacidad de decirnos cuáles son nuestros intereses fundamentales? Más aún, ¿por qué es que ellos deben arrogarse dicha facultad cuando, en los hechos, ya hemos fijado cuáles son nuestros intereses fundamentales, al escribir una declaración de derechos? ¿Cuáles son, entonces, los intereses fundamentales “más fundamentales” de los ya incorporados en la Constitución? ¿Y para qué sirven, finalmente, los derechos allí incorporados, si ellos son removibles frente a cualquier invocación hecha en nombre del “interés general”? Posiciones críticas como la anterior fueron resumidas bien por el jurista Ronald Dworkin cuando sostuvo que los derechos debían ser vistos como “cartas de triunfo” frente a dichas pretensiones generales [1].

Derechos vs. derechos
 
La situación anterior se complica, hasta tornarse jurídicamente trágica, cuando un derecho entra en colisión con otro derecho. Aquí no hay solución feliz posible, ya que alguno de los derechos involucrados, si no es que todos ellos, van a sufrir restricciones o “recortes” destinados a resolver de algún modo la situación de conflicto. Frente a tales situaciones trágicas, por supuesto, resulta torpe pensar que lo mejor es “recortar” un poco cada uno de los derechos en juego, a los fines de equilibrar las pretensiones en juego o con el objeto de ser ecuánimes. En una mayoría de casos, ésta es una solución desafortunada, en la medida en que desconoce algo muy importante, y es que no todos los derechos tienen –ni merecen tener– la misma jerarquía. Así lo reconoció la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, en el famoso caso “New York Times v. Sullivan” (376 U.S. 254, 1964) cuando, confrontada al trágico dilema que enfrentaba el derecho al honor del comisario Sullivan con los derechos del público a seguir gozando de un debate público “vigoroso, desinhibido, robusto”, no dudó en privilegiar este último derecho –es decir, una noción fuerte del derecho de libertad de expresión– frente al primero. En dicho caso, el desplazamiento del derecho al honor resultaba desgraciado pero –determinó la Corte– ése era un doloroso costo que merecía pagarse frente al representado por la alternativa contraria.

 
La lección de casos como “Sullivan” es interesante, porque nos fuerza a pensar con más profundidad sobre nuestro compromiso con los derechos, y nos obliga a todos –especialmente a los jueces– a justificar y hacer públicas las razones para inclinarnos hacia uno u otro lado. Sobre lo primero, diría que nuestros jueces, muy habitualmente, no teorizan sobre los derechos y ni siquiera frente a los casos concretos hacen los esfuerzos necesarios para “desentrañar” la madeja de derechos que pueden encontrarse allí involucrados. Casos recientes, de pública importancia, como los referidos a los “cortes de ruta” resultan de especial interés en este respecto. Ellos suelen implicar situaciones muy complejas, en donde son múltiples los derechos enfrentados: el derecho de petición; el derecho de asamblea; el derecho a la libertad de expresión; el derecho al trabajo; el derecho a la igualdad; el derecho de transitar; el derecho a un medio ambiente limpio; el derecho a no escuchar ruidos molestos; etc., etc. 

Notablemente, y sin embargo, nuestros jueces actúan frente a dichas situaciones de un modo extraordinariamente simplista –si no malintencionadamente– al menos en relación con dos puntos.

 
  • En primer lugar, ellos parecen taparse un ojo para reducir aquella complejidad de derechos enfrentados a una situación pobre que, en el mejor de los casos, enfrenta solamente dos derechos: el derecho de tránsito vs. el derecho de petición y/o expresión de los demandantes. La selección, además de perezosa, resulta muy poco atractiva: ¿cómo puede ser que queden desatendidos tantos derechos, tan importantes? 
  • El segundo error judicial resulta todavía más grave. Y es que, puestos a “balancear” un derecho frente a otro, nuestros jueces suelen marcar la prioridad del derecho al tránsito frente a otros como los de expresión o petición, o simplemente negar la existencia de un conflicto de derechos [2]. La solución debería resultar asombrosa para cualquiera puesto a reflexionar detenidamente sobre la cuestión: el derecho al tránsito, deberíamos acordar, no puede sino estar en un lugar bastante bajo dentro de nuestra pirámide de derechos. En definitiva, si los derechos, en general, merecen una protección especial frente a otro tipo de intereses generales, ciertos derechos en particular –como la libertad de expresión– merecen una sobreprotección, dada su proximidad con el nervio democrático.
    Democracia, debate público y dificultades expresivas.
 
Las observaciones avanzadas en el párrafo anterior nos ayudan a pensar más directamente en una conexión crucial a la hora de pensar en cómo actuar frente a situaciones de conflicto social: me refiero a la conexión entre democracia y derecho. Al respecto, puede resultar conveniente comenzar reconociendo que, en una democracia representativa, la única alternativa con la que cuentan los ciudadanos para cambiar el rumbo de las cosas es la de protestar y quejarse frente a las autoridades. Si se socava dicha posibilidad, la democracia representativa se convierte en una oligarquía o una plutocracia, es decir, la democracia llega a su fin. De allí que una democracia, aun modesta, no sólo no puede darse el lujo de perder ciertas voces críticas sino que más bien, y por el contrario, debe hacer todo lo posible por potenciar a cada una de ellas. Resulta esencial que los representantes se encuentren permanentemente al tanto de las necesidades y urgencias que afectan a la población, como forma de remediar el problema que significa no haber optado por una forma más directa de democracia, y como forma de dotar de sentido a la democracia representativa.
 
  • Hay al menos dos cuestiones relacionadas con el punto anterior, y que tiene sentido enfatizar. En primer lugar, cuando se reconoce la importancia de escuchar permanentemente voces críticas, como modo de dotar de sentido a la democracia representativa, uno debe empezar a mirar de modo distinto algunos casos habituales, de fuerte resonancia política: casos sobre financiamiento de campañas políticas; sobre el diseño de leyes electorales; sobre la organización de los partidos políticos; sobre los debates preelectorales. Todos estos casos –por ejemplo, una impugnación a la cantidad de fondos utilizados por ciertos partidos políticos en sus campañas– no pueden resolverse, meramente, como si se agotaran en dos partes que sostienen posiciones encontradas. En realidad, en dichos casos se ponen en juego algunos de los temas más centrales que enfrenta nuestra democracia. De allí que una mala resolución de los mismos amenaza con socavar las bases de la forma política con la que nos organizamos.
     
  • La otra cuestión central a la que me quisiera referir tiene que ver con la posibilidad de que algunos grupos resulten sistemáticamente excluidos de nuestro debate público. Esta posibilidad implica riesgos muy serios para la calidad de la democracia, y ello muy en particular cuando –como suele ocurrir– los excluidos forman parte de grupos con reclamos valiosos, fuertes y urgentes. Es decir, una democracia representativa decente no puede convivir con la exclusión sistemática de ciertas voces, y mucho menos con la marginación de voces que tienen mensajes muy importantes para transmitir. Cuando ello ocurre, el sistema institucional pleno comienza a viciarse, y las decisiones que se adoptan pierden –cada vez más– imparcialidad y, por lo tanto, respetabilidad.
    Enfrentados a casos de conflictos sociales graves, los jueces no pueden dejar de reconocer en sus decisiones el impacto de hechos como el citado (la existencia, en la práctica, de voces sistemáticamente silenciadas). Más bien, sus decisiones deben mostrarse plenamente informadas por situaciones como la descripta, y dejar en claro el compromiso del poder público (y, muy en especial, el compromiso de los principales controladores del poder público) con la protección de las voces excluidas.

La doctrina del “foro público”
Contemporáneamente, suele decirse que el ejercicio pleno de derechos como el de la libertad de expresión requieren, al menos, que el Estado asegure que ciertos lugares estén siempre abiertos a la expresión crítica de la ciudadanía. Como dijera el juez William Brennan, en los orígenes de dicha doctrina, “el derecho a hablar sólo puede florecer en la medida en que pueda operar en un foro efectivo, ya sea un parque público, el aula de una escuela, el foro de las audiencias públicas, una frecuencia de radio o televisión” [3]. Tales foros públicos, sostenía Brennan, debían ser “regulados en el interés de todos”, algo que todavía se sigue intentando.
La Corte norteamericana reconoció en las “calles y parques” los “foros públicos” centrales o “tradicionales”, ya que ellos habían servido desde “tiempo inmemorial” como ámbitos de expresión crítica. Las restricciones que quiera imponer el Estado sobre la expresión en dichos ámbitos deben quedar, por tanto, sujetas al análisis más estricto: en principio, ellas deben ser miradas con la más alta sospecha. De modo similar, la Corte consideró que las reglas aplicadas sobre los “foros públicos tradicionales” debían ser extendidas a otros ámbitos que se habían “dedicado” a reunir tales expresiones (por ejemplo, plazas que el Estado había abierto a las manifestaciones ciudadanas).
La pregunta que queda frente a nosotros es: ¿qué regulaciones son posibles, en aquellos ámbitos especialmente protegidos, y en áreas tan sensibles como la de la libertad de expresión? El acuerdo más general que existe sobre la materia es el de que las únicas regulaciones admisibles son aquellas de “tiempo, lugar y modo” y no de “contenido”. Por ejemplo, puede resultar admisible, desde esta postura, impedir que una manifestación se haga a las tres de la mañana, o que se manifieste de modo ruidoso junto a la escuela. Pero no sería admisible, en cambio, que se prohíba sólo a los “partidos de izquierda” que se manifiesten ruidosamente; o sólo a los “partidos de derecha” que hagan manifestaciones a las tres de la mañana. 
Dicho lo anterior, conviene agregar algunas consideraciones acerca del tipo de regulaciones de “tiempo, lugar y modo” que pueden resultar admisibles. Ello, en particular, dado lo restrictivas que suelen ser las regulaciones que sí se permiten, bajo aquella cláusula general. Ante todo, y según lo afirmado por el tribunal supremo norteamericano, el principio general es que las regulaciones de “tiempo, lugar y modo” deben ser neutrales en materia de contenido; deben estar diseñadas del modo más estrecho o fino posible; deben servir a propósitos gubernamentales de importancia; y además deben dejar abiertos amplios canales alternativos de comunicación [4].
Hemos repasado hasta aquí algunas consideraciones que merecen ser tenidas en cuenta –ya sea para aceptarlas o para argumentar en su contra– por aquellos encargados de tomar decisiones jurídicas en situaciones de conflicto social. Dichas consideraciones nos sugieren ser extremadamente cuidadosos antes de desplazar derechos (reconociendo que escasean los buenos argumentos para justificar dicha operación); meditar detenidamente acerca de las razones para remover un derecho frente a otro derecho (advirtiendo la preeminencia de los derechos más cercanos al nervio democrático); sopesar debidamente las dificultades que enfrentan algunos grupos para expresar sus válidas quejas en público (y, consecuentemente, para encontrar adecuada satisfacción a las mismas); y, en parte a resultas de lo anterior, advertir la importancia extraordinaria –en una democracia representativa– de preservar ámbitos adecuados para la expresión de la crítica social (tomando en cuenta las fuertes limitaciones que deben guiar las regulaciones sobre tales ámbitos). Tomar en serio estas consideraciones puede ayudarnos enormemente en la tarea de mejorar nuestra discusión jurídica en situaciones socialmente delicadas.

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2. LA PROTESTA SOCIAL Y SU CRIMINALIZACIÓN 
                                       
¡Cuidado, protestante a la vista!
Los que no tienen derechos, los que no comen, los que perdieron hace tiempo su trabajo y los que no tienen dónde ir cuando se enferman están haciendo una carrera acelerada de protestante. “Si protesta debe ser piquetero, si es piquetero seguro que protesta incorrectamente.” Nadie puede ser lo que socialmente no es aceptado y, si lo es, se arriesga a que sea visto como un criminal. Por lo tanto, si se ve como un piquetero es un protestante, el etiquetamiento funciona y quedan excluidos los excluidos de reclamar por su exclusión. Entonces, preguntarse por la criminalización de la protesta social es entrar, al menos parcialmente, en el entramado de las redes fantasmáticas que cubren el conflicto social en la Argentina de hoy.
 
Por Sofía Tiscornia 
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Una primera versión de este trabajo fue presentada en la reunión “opinión pública, sentido común, violencia y derechos humanos”, organizada por el centro de estudios legales y sociales (cels), el 9 de diciembre de 2003
                             
 “En algo andarán”, “algo habrán hecho”, “esto es un caos”, “es imposible seguir así”, son frases que escuchábamos en plena represión militar en los años ’70 y que hoy se repiten en boca de muchos. Acompañan a esta red de enunciados explicativos otros tan afamados como los primeros: “hace falta mano dura”, “hay que poner orden”, “alguien tiene que hacer algo”. Este conjunto de afirmaciones se transforma día a día en mecanismos ideológicos que ocultan las redes conflictuales que son las causas de los hechos que se quieren explicar y solucionar con las aludidas afirmaciones. Una sociodicea que crea mitos, símbolos y rituales que posibilitan la represión. Preguntarse por la criminalización de la protesta social es entrar, al menos parcialmente, en el entramado de las redes fantasmáticas que cubren el conflicto social en la Argentina de hoy. 
No es posible elaborar una respuesta a la problemática de la criminalización de la protesta social si no se observa, al menos esquemáticamente, la acción colectiva desde una mirada “histórica” o, para decirlo más concretamente, lo que ha pasado entre el 2001 y el 2004. Como tampoco hay que aislar esta respuesta de las transformaciones y adaptaciones que ha sufrido el proceso de refundación capitalista y las estrategias neoliberales y globalistas entre el 9/11 y nuestros días. Dado el espacio que disponemos no podemos analizar estas redes conflictuales, pero digamos enérgicamente que no es un mero “dato” de la realidad, paralelo al tema, sino parte indisoluble de lo que podríamos llamar “represión preventiva”. 
En este contexto, queremos concentrarnos en lo que implica la criminalización de la protesta y no quedarnos presos del cerco discursivo “represión sí, represión no”, pues obviamente no existen argumentos para tan siquiera plantear la pregunta en un estado de derecho cuyo régimen político es el democrático. 
¿Qué significa la criminalización de la protesta social?
Es fácilmente perceptible que la pregunta que nos hacemos elude la jaula de hierro que significaría aceptar como único campo discursivo, propuesto desde ciertos sectores, represión o caos. Volvemos a reiterar que lo importante es indagar qué hay “detrás” de ese campo discursivo. A continuación se resumen algunos de los rasgos sobresalientes de la criminalización de la protesta en tanto problemática social.

El borde como recurso de visibilidad 
Lo ilegal como recurso expresivo es una constante de la protesta social en Argentina.
Desde 1991, sólo para poner una fecha de referencia asociada a los cortes de ruta, el borde entre lo legal (reclamar derechos) y lo ilegal (violar alguna norma de convivencia o estructura legaliforme) ha sido utilizado como el espacio de aparición de los sujetos que protestan. Desde esta perspectiva, el espacio borroso de conflictividad es un medio para obtener visibilidad. Sea dicho de paso, esto es una constante en toda Latinoamérica en aquellas protestas asociadas a la resistencia contra los programas estructurales de ajuste en tanto política del neoliberalismo. El razonamiento es muy sencillo: ante el cese de la vigencia de derechos sociales, su reclamo obviamente pasa por “expresarse” desde ese vacío y, por lo tanto, coloca al que protesta en un terreno muy cercano al reverso del derecho que es lo ilegal. 

 
La juridización como lógica de la exclusión 
Al menos desde la década de los ’70 la no aceptación de lo diferente, de aquello que emergía como “no-ubicable”, es tratado como “caso” de subversión a las normas sociales y jurídicas. La lógica de los autoritarismos fue transparente: “el que no está de acuerdo con el Gobierno está en contra del Estado y, por lo tanto, atenta contra los intereses de la Nación”. Toda exclusión del régimen de garantías y derechos constitucionales estaba consagrada como defensa de la nación. La discursividad democrática introduce la máxima del derecho individual como otra forma de juridizar lo inesperado, lo extraño, lo no correcto, poniendo a todo individuo en una posición a la vez más fuerte y más débil: ahora no valen ya las justificaciones colectivas a la hora de explicar una conducta no tipificada. Lo extraño de esta segunda ola de juridización es que, por un lado, supone lo individual pero, por el otro, no mira la no-pertenencia que implica estar en situación de exclusión, por lo que se cierra un circulo vicioso: “Ud. será juzgado si viola los intereses particulares, pero no tiene instrumentos para reclamar su interés particular violado socialmente”. Es decir, piénsese en un pobre demandando a una multinacional ante tribunales por no poder acceder al agua, bien colectivo por excelencia si los hay. O, para decirlo más brutalmente: los pobres sólo tienen “reclamo” cuando se juntan, los “ricos” son los que pueden accionar individualmente.
En relación con lo anterior, para enviar a tribunales a los que protestan hay que imputar criminalidad. Ahora bien, es obvio que si se protesta no se haga solamente desde lo que ya se ha probado es ineficaz. Es fácil advertir que quien protesta lo hace desde la incorrección. Lo atenido a normas es lo que impide que millones sean escuchados o simplemente vistos, entonces esos mismos procedimientos no son eficaces cuando esos silenciados quieren hablar. ¿Cuál es el delito grave, es decir, cuándo se convierte en crimen una protesta?, ¿qué es protestar correctamente?, ¿habría alguna forma de protesta que no moleste? Entonces, la imputación de criminalidad se cruza con otros mecanismos que les sirven de condición de posibilidad al establecimiento de dispositivos clasificadores entre buenos y malos. 

La lógica lombrosiana de la protesta social 
“No se viste bien, no sabe hablar, no tiene pinta de haber comido bien, está en la calle a la hora en que la ‘gente’ trabaja, entonces es uno de esos que protestan.” Los que no tienen derechos, los que no comen, los que perdieron hace tiempo su trabajo y los que no tienen dónde ir cuando se enferman están haciendo una carrera acelerada de protestante. “Si protesta debe ser piquetero, si es piquetero seguro que protesta incorrectamente.” Nadie puede ser lo que socialmente no es aceptado y, si lo es, se arriesga a que sea visto como un criminal. Por lo tanto, si se ve como un piquetero es un protestante, el etiquetamiento funciona y quedan excluidos los excluidos de reclamar por su exclusión. Los juegos discursivos de hacer de todo aquel que reclama un piquetero se orientan a la criminalización y potencian la represión preventiva. Es decir, ante la duda, si protesta seguro que algo criminal hace.

La inseguridad como mecanismo ideológico
Piquetero, secuestrador, ladrón, peligroso, anti-social, jubilado, ahorrista, gay, todos juntos en una misma bolsa. Es por demás obvio que esta bolsa es un efecto ideológico de los que están interesados en ocultar algo. Decimos algo pues también es pueril pedirnos a los ciudadanos comunes que sepamos quiénes son las mafias de la droga, del secuestro, del robo, de las armas y la venta de personas. Mezclar inseguridad con protesta es al menos un indicador de cuán devaluado está nuestro sentido común a los ojos de quienes estructuran estos discursos.
La consecuencia lógica es que en vez de debatir el desempleo, la pobreza, la salud y la educación estamos parapetados en el miedo que lógicamente provoca la inseguridad. El discurso de la inseguridad ocluye las redes de conflictos que, tal vez, sean las mismas que originan una práctica reproductiva de inseguridad. Millones de compatriotas están inseguros de poder comer, inseguros respecto de su futuro, inseguros de existir hoy, no mañana. Por estos motivos ésta no es una sociedad segura. 
 
La violencia como práctica social 
Nadie acepta ni aceptaría “normalmente” que su vida es violenta. Cansados de los violentos, millones de argentinos hoy no saben cómo “correrse” de episodios de violencia. La vida cotidiana de muchos es ya una violencia. La violencia de la violencia social, económica, cultural. Una violencia que crece espiraladamente desde el pie, desde los desdentados, los hambrientos, los condenados al NO (no tienen educación, salud, trabajo). La instalación de una lógica de lo violento es, por definición, “inmanejable”, es siempre una violencia social que condena de antemano y se multiplica en los intersticios de la bronca que todos tienen más allá de sus motivos particulares. Para analizar la protesta social hay que partir de lo que significa un país que todos los días ahoga la bronca de no entender del todo qué le pasó para estar así. 
Anudando los ejes que hemos construido es posible advertir la configuración de una red de enunciados que funcionan como las marcas de un “complejo fantasmático”. Fantasmas que ocultan unos antagonismos y conflictos y que dan visibilidad a otros. El estar al borde, tal vez como único recurso para obtener visibilidad desde los márgenes; la juridización de lo “incorrecto”, en tanto lógica de la exclusión de lo que molesta y amenaza; la inseguridad como mecanismo ideológico que aúna a todos contra “lo peligroso”; la violencia instalada como práctica social donde toda relación es atravesada por lo agresivo y la lógica lombrosiana que etiqueta y explica, en lógica policial, a la protesta social son algunos de los nudos por donde pasa la malla de la tentación autoritaria. 
Esta malla instala una lógica práctica de visiones sociales que termina delineando divisiones entre buenos y malos, duros y blandos, agoreros y “del palo”, divisiones que, obviamente, son construidas por el acto de tener la palabra para decir quién es malo y quién es bueno. 
Se ha consagrado una forma social de condena: el llamarlo piquetero. Los que deben protestar son rehenes de una represión preventiva; según la duplicidad del discurso oficial “no hay que ser piquetero”. “Los que protestan no ven lo bueno que está pasando, son agoreros, no son positivos”. Estos y otros artilugios discursivos marcan la naturalización del no protestar. 
Pero como hemos señalado ya, para nosotros lo importante no es solamente explicar qué es la criminalización sino, y principalmente, sus consecuencias. En este sentido, algunas de dichas implicancias pueden ser sintetizadas del siguiente modo: 
a. La criminalización de la protesta como problemática social señala que las formas sociales de enfrentar, procesar y resolver la conflictividad social están en crisis;
b. Que la acumulación de demandas sociales en un momento u otro hará entrar en cortocircuito el no-diseño alternativo de políticas sociales;
c. Que la sociedad no encuentra formas institucionales adecuadas para visibilizar y procesar la petición de reconocimiento de derechos; 
d. Que, una vez más, el sistema político partidario ha fracasado como mediación institucional de las tensiones sociales fruto de las desigualdades de poder económico y simbólico;
e. Que el querer cubrir toda protesta con un manto de sospecha criminal no frena sino que aumenta los potenciales niveles de conflictividad social. 


Para poder analizar alguna forma de predicado explicativo que asuma el futuro de las protestas sociales en la Argentina como objetivo, existen tres ejes centrales, en tanto condicionales: el lugar de los piqueteros, el lugar de la administración actual y el lugar de los millones que deberían protestar
Primero, no hay que confundir las posiciones internas de los piqueteros con una venta de caramelos: “duros”, “semi-duros”, “semi-blandos” y “blandos”. Los procesos vividos desde las protestas sociales que comenzaron en 1991 como corte de ruta, su generalización como recurso de lucha social, la institucionalización del movimiento piquetero y la cooptación político-partidaria de algunos dirigentes no solamente es natural en todo movimiento social en el mundo sino que no es el centro del problema de la criminalización. Los diversos movimientos y acciones colectivas que configuran los colectivos piqueteros no se agotan ni comienzan en los referentes mediáticos. Los luchadores sociales (que son más de 3000) procesados por reclamar derechos atestiguan a favor de esto. 
Segundo, no es cierto que la actual administración camine por una cornisa entre el cambio social y la gobernabilidad.
El modelo económico es el mismo, el modelo político es el mismo y los actores políticos son los mismos, salvo que en la desesperación aceptemos que las mínimas diferencias con Menem transforman a todo otro dirigente político en un potencial revolucionario. 
Tercero, el no aceptar los discursos etiquetantes no transforma a cualquier otro discurso en anti-político o contra-revolucionario. Hay millones de seres humanos que, bajo amenaza, ya sea la de perder lo poco que tienen, ya sea bajo la forma de sanción social, ya sea bajo la tentación autoritaria, permanecen rehenes de la criminalización. 

Orden y Caos: de la mitología necesaria 
Orden o Caos: la mesa está servida para la represión. El bien y el mal. Afortunadamente los argentinos, luego de varias décadas de escuchar la narración dicotómica, estamos alertas frente a sus consecuencias. O, no es el mismo estilo narrativo de los militares del ‘76, de Menem del 1991, de Cavallo (vaya a saber cuántas veces) por lo que, al menos, es obvio que conflicto no es igual que caos y que represión no es igual a orden. Estar alertas al pasado puede cumplir el rol de antídoto para el discurso del orden, pues seguramente la pregunta que se formula cada uno es ¿qué orden? 
A los que están en contra (no importa de qué ni de quién) se les sentencia al ostracismo de la anti-política y éste es el atolladero de la derecha y de los grupos que dominan el país. 
Aun así, millones de cuerpos desafiliados frente a la no aceptación de la identidad desgarrada de la política institucional reclaman y reclamarán: algunos días, unos, otros días, otros, y la espiral represiva comenzará nuevamente.
 Fuente: http://www.uba.ar/encrucijadas/septiembre_4/notas.htm

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