viernes, 29 de noviembre de 2019

Interpelémonos qué trabajo impone la contrarreforma agraria integral del capitalismo.

Es comprender que sus sentidos antropogénicos
han sido pervertidos por el capitalismo.
El desafío, abajo y a la izquierda, es generar la deliberación de una creciente mayoría sobre la actualidad de su carácter ecocida-genocida que promueven tanto el progresismo como el neoliberalismo desembozado.
Es generalizar el pensamiento situado en esos aniquilamientos tendientes a irreversibles y en el cómo estamos colaborando con nuestro trabajo directa o/e indirectamente implicado en tales consecuencias nefastas.
“Dilemas ecoterritoriales de la integración regional: IIRSA en las sociedades de Bolivia y Chile”.
 


Elizabeth Jiménez Cortés
 
Introducción
En la década del noventa el neoliberalismo se impone como modelo de desarrollo en América Latina (Seoane y Tadei, 2012). Con la guía del FMI, el BM y el BID, los gobiernos facilitaron el rol del mercado como eje del orden social, promoviendo así la configuración de sociedades mercado-céntricas. Bajo la lógica neoliberal, la integración regional se asimiló a la conexión con los mercados capitalistas globales, concretándose un modelo de regionalismo abierto (Gudynas, 2007; Olivo, 2008), cuya máxima expresión fue el intento de extender la iniciativa del NAFTA hacia el resto de países del continente a través de la propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
 
En este contexto y con el aval del BID, FONPLATA y CAF, el año 2000 nace la Iniciativa para la Integración de Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), que se proyecta como soporte material del Área de Libre Comercio de las Américas. Mediante megaobras viales, comunicacionales y energéticas, esta plataforma se propone potenciar la competitividad de los territorios, acelerando y facilitando la producción y su transacción en los mercados internacionales (www.iirsa.org). Al hacerlo, reordena las dinámicas territoriales, particularmente en los espacios interiores que poseen abundantes fuentes de agua, biodiversidad, semillas, minerales e hidrocarburos, y que debido a sus características geográficas se habían mantenido relativamente fuera de las redes del capitalismo transnacionalizado (Olivo, 2008; Ceceña et al, 2007; Soto, 2012).
Desde IIRSA estos territorios son asumidos como “espacios vacíos que deben ser ocupados, “espacios desaprovechados que deben volverse competitivos o “espacios inútiles que pueden sacrificarse; ignorando a los pueblos que han construido y mantenido ahí otras territorialidades. Así, siguiendo la lógica de una empresa civilizatoria, se proyectaron una serie de corredores bioceánicos que harían posible, ahora en el Sur, otra „conquista del Oeste, capaz de derribar las „barreras naturales para „globalizar el progreso. Sin embargo, a inicios del siglo XXI, paralelamente a la instalación de IIRSA, el rechazo a las medidas de liberalización y privatización de los bienes comunes, configuró un intenso ciclo de conflictividad política, donde tuvieron un rol ascendente las demandas de carácter territorial y ecológico (Seoane y Tadei, 2013; Svampa, 2011; 2013). Efectivamente, una serie de movimientos populares se desplegaron en todo el subcontinente y en algunos países los levantamientos anti-neoliberales lograron derrocar gobiernos y expulsar capitales transnacionales (García Linera, 2008; 2011; Mayorga, 2011; Villegas, 2013). Las democracias representativas se vieron debilitadas y la influencia norteamericana en la región perdió legitimidad, mientras en los países andinos emergían proyectos de sociedad alternativos que, al promover la plurinacionalidad del Estado y el paradigma del Suma Qamaña/ SumakKawsay, tensionaron la hegemonía del capitalismo neoliberal (Gudynas, 2010; Gutiérrez, 2009). En este escenario, la fuerza de los movimientos populares logró estancar las negociaciones del ALCA; luego, el sucesivo triunfo electoral de gobiernos progresistas hizo inviable el proyecto.

El llamado «giro a la izquierda» y la derrota del ALCA, abrieron nuevas expectativas de desarrollo regional, las que se han canalizado en proyectos de integración disidentes del Consenso de Washington como ALBA, o que se distancian de la tutela norteamericana como MERCOSUR, UNASUR y recientemente CELAC. Sin embargo, más allá de la diversificación del escenario político sudamericano, del diseño de modelos económicos que se declaran post-neoliberales y de las nuevas estructuras institucionales de integración, IIRSA da continuidad al patrón capitalista neoliberal. En efecto, IIRSA se perpetúa -ahora como foro técnico del COSIPLAN de UNASUR- gracias al acuerdo entre los gobiernos abiertamente neoliberales, como Chile, Perú y Colombia, y aquellos que se definen socialistas o progresistas, como Bolivia, Ecuador y Venezuela, los cuales asumieron íntegramente el plan y lo articularon a sus proyectos gubernamentales (Svampa, 2011; Villegas, 2013; Soto, 2011; Gudynas, 2010; 2012). Actualmente, la perpetuación en IIRSA de las lógicas del regionalismo abierto, tiene lugar en el complejo escenario de una crisis sistémica del capitalismo, que traspasa el ámbito económico, proyectándose como una crisis civilizatoria que se expresa en las dimensiones económica/financiera, ecológica, climática, energética y alimentaria (Lander,2010; Gambinaet al, 2010; de Soussa Santos, 2013).
En esta coyuntura, Sudamérica cumple un papel estratégico por sus reservas de combustibles fósiles y alternativas energéticas que son indispensables para la reproducción del capital, además de poseer otros bienes necesarios para el estilo de vida de los países capitalistas centrales y, especialmente, para la industrialización de los emergentes (BRICS).
Las obras IIRSA hacen posible la explotación intensiva de estas reservas naturales, definiendo y encadenando enclaves extractivos en un proceso de re-primarización de las economías de la región (Svampa, 2011; Villegas, 2013). Consecuentemente, el problema de los pasivos ambientales que derivan de la construcción de carreteras, gasoductos, hidroeléctricas, etc., pone en el centro del debate político el tema de la gestión territorial y ecológica. En este sentido, la territorialidad impuesta por las obras IIRSA genera un tipo particular de conflictividad política, que llamamos ecoterritorial pues se enmarca en la reivindicación de derechos territoriales de grupos locales y la preocupación global por el equilibrio de los ecosistemas.
Si bien el fenómeno es transversal a Sudamérica, nuestra hipótesis es que la dinámica, gestión y resultados de estos conflictos, varía en función de la configuración del vínculo entre las esferas del Estado, el mercado y la sociedad civil, que define a cada sociedad. Pues esta configuración, constituye subjetividades con valores, intereses y características diferentes. En algunas sociedades predominaran las dinámicas de apoyo o adaptación, pero en otras las de resistencia e incluso subversión a la territorialidad IIRSA.
Atendiendo esta problemática, la investigación se planteó como objetivo generalanalizar la conflictividad ecoterritorial, asociada a la implementación de la iniciativa para la Integración de Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), y como objetivos específicos: (a) Caracterizar la iniciativa para la Integración de Infraestructura Regional Sudamericana, considerando sus fundamentos, trayectoria y estrategias de implementación; (b) Caracterizar la relación Estado/mercado/sociedad civil en sociedades neoliberales y en aquellas que se declaran alternativas al neoliberalismo, insertas en la planificación territorial de IIRSA; (c) Identificar a los actores locales, nacionales/plurinacionales involucrados o afectados con la implementación de un proyecto y describir sus argumentos a favor o en contra; y (d) Describir las estrategias de apoyo, adaptación, resistencia y/o subversión desplegadas por diversos actores locales, nacionales/plurinacionales y regionales frente a la implementación de unaobra. Metodológicamente, en función de la configuración de la relación Estado/mercado/sociedad civil, se seleccionaron dos casos representativos de los tipos de sociedad regional: Chile, como sociedad de matriz mercado-céntrica, donde el neoliberalismo es hegemónico, y Bolivia como sociedad que se declara post-neoliberal, y que transita entre las matrices Estado-céntrica y socio-céntrica.
En cada una de estas sociedades se abordó un conflicto ecoterritorial específico, asociado a la implementación de IIRSA. Para el caso de Bolivia, se consideró el conflicto por la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, que atravesaría el TIPNIS. El TIPNIS es un Territorio Indígena y Parque Nacional de la Amazonia, donde se superponen un corredor de biodiversidad y una franja petrolera. El TIPNIS es propiedad colectiva de moxeños, yurakarés y chimanes, quienes hacen un uso extensivo del territorio; modelo que coexiste tensamente con el manejo intensivo de los cocaleros que poseen propiedad individual en los bordes del parque, y con la explotación intensiva de madera y caimanes que realizan las trasnacionales. Pese a lo anterior, los indígenas han mantenido ciertos niveles de autonomía territorial. El conflicto surge por la construcción inicialmente inconsulta de una carretera, que dividiría el bosque, incluyendo la zona núcleo.


El tramo, conectaría el área sojera de Rondonía (Brasil), con el corredor bioceánico norte, que sale al Asia Pacífico. Además, la obra facilitaría las exploraciones petroleras y la internación de los cultivos de coca. Según el gobierno, la carretera garantizaría la presencia del Estado y el desarrollo de los indígenas. Por lo cual, sería una obra estratégica para integrar territorialmente Bolivia, resguardar la soberanía y consolidar el Proceso de Cambio.

En Chile se trabajó el conflicto por el túnel de Agua Negra. Este túnel es una conexión cordillerana entre el Valle de Elqui (Chile) y San Juan (Argentina)1 . La obra es parte del corredor MERCOSUR-Chile, que conecta las costas de Brasil con las chilenas. El túnel se ubicaráen el nacimiento de la cuenca del Elqui, territorio de gran fragilidad hídrica, donde se desarrollan la trashumancia caprina, pequeña agricultura, agroindustria y pesca. Esta obra implica un aumento radical del transporte pesado con destino al puerto de Coquimbo, lo que supone un nuevo ordenamiento territorial (red de caminos, ampliación del puerto, etc.). Para las comunidades más cercanas, el principal temor es la amenaza a los equilibrios hídricos,la contaminación y la precarización de las actividades tradicionales. Cabe destacar que en la Región de Coquimbo, se está desarrollando un complejo proceso de etnificación «diaguita». Los diaguitas fueron reconocidos legalmente como pueblo originario el año 2006, pero no se les reconoce territorio. Aun así, diaguitas elquinos, reivindican la cordillera de los Andes como su territorio original y sagrado; y en nombre de esa territorialidad rechazan la construcción del túnel. Por su parte, la institucionalidad pública niega la existencia de conflicto, y desconoce que esta obra sea parte de IIRSA. La versión oficial defiende el túnel como un pilar de la integración binacional, enfatizando su rol estratégico para el turismo en las costas chilenas2. (….)


Es generalizar la toma de partido en:
(….)Territorialidades en disputa y escenarios políticos sudamericanos.
Territorio y territorialidad.
Considerando los aportes y limitaciones de la bibliografía revisada, nuestra aproximación teórica a la conflictividad ecoterritorial generada por las obras IIRSA, se sitúa desde los debates de la ecología política latinoamericana. La ecología política es un campo emergente de investigación transdisciplinar, que retomando los aportes de la economía política, la geografía y la antropología, analiza las relaciones de poder asociadas a la producción, apropiación y control de la naturaleza, enfatizando las disputas entre diferentes proyectos de orden social (Gudynas, 2012; 2010; Alimonda, 2011; Palacios, 2006; Escobar, 2011). El enfoque de la ecología política, nos permitirá articular el análisis de conflictos específicos con la problemática más amplia de la integración regional, y la inclusión subordinada de Sudamérica en el orden capitalista global. Para pensar esta articulación, partimos del concepto de territorio, comprendido como el producto histórico de la interacción sociedad/naturaleza (Damonte, 2011; Gudynas, 2010; Oconor, 1998). Según Montañez, el territorio es un fenómeno relacional “… que insinúa un conjunto de vínculos de dominio, de poder, de pertenencia o de apropiación entre una porción o la totalidad del espacio geográfico y un determinado sujeto, individual o colectivo” (Montañez, 2001). En tal sentido, el territorio es una construcción política, que expresa espacialmente las relaciones de poder. Históricamente, cada grupo humano desarrolla su propia territorialidad, es decir su forma particular de usar, significar, controlar y apropiarse del espacio, la que se expresa en cómo este es distribuido y organizado (Crespo, 2006).
 
La territorialidad supone una lógica de ocupación que ordena las relaciones sociales y configura las subjetividades, mediante sistemas de creencias, valores y normas. Cabe destacar que la territorialidad está asociada a procesos de identificación colectiva, y por ende, a la delimitación de fronteras (materiales y simbólicas), al ejercicio de la soberanía ya la implementación de determinados regímenes de propiedad. En un mismo espacio pueden expresarse diferentes territorialidades, que se disputan la hegemonía.
Las ciencias sociales y políticas han pensado los territorios desde la territorialidad del Estado-nación, donde los principios de soberanía y propiedad privada cumplen un rol fundamental. Pero en sociedades abigarradas, como gran parte de las de Sudamérica, dicha territorialidad coexiste, tensamente, con otras territorialidades cuyo origen es incluso previo a la invasión española. Algunas de las cuales han logrado reproducirse en complejas dinámicas de resistencia/adaptación. Siguiendo a Damonte (2011) podemos hablar, entonces, de territorialidades hegemónicas y territorialidades contra-hegemónicas. Las primeras son las impuestas por el Estado-nación liberal; y las segundas comprenden el amplio abanico de territorialidades preexistentes y otras alternativas que se han ido formando desde los márgenes y/o la crítica al orden capitalista. Sin embargo, cabe destacar que la territorialidad del Estado-nación, no solo es tensionada por la diversidad de territorialidades que se reproducen en el espacio donde este ejerce soberanía, sino también por territorialidades externas, de carácter regional y global. Es en el cruce de esta diversidad de territorialidades, que interactúan en relaciones asimétricas, donde se configuran los conflictos territoriales. La disputa territorial es una disputa por la apropiación material y simbólica del espacio, y la legitimación de su ordenamiento. En esta línea de argumentación, es también un conflicto cultural.
 
La territorialidad capitalista neoliberal.
 
El capitalismo es un modelo cultural que se sostiene en la explotación del trabajo y la naturaleza. Este modelo produce territorios y subjetividades subordinados al carácter privado de la propiedad y el principio de la libre competencia. La territorialidad capitalista se funda en una cosmovisión etnocentrista y antropocéntrica.
  • El capitalismo es antropocéntrico, pues atribuye al ser humano la supremacía absoluta sobre la vida en la Tierra, lo que deriva en la cosificación de la naturaleza, que se define como una fuente inagotable de recursos al servicio del capital, lo que legitima su control, privatización y explotación (Gudynas, 2009). En este sentido, la territorialidad capitalista, supone una valoración economicista de los espacios y sus ecosistemas, categorizados como recursos naturales.
  • Pero el capitalismo también es etnocéntrico, pues se impone como modelo cultural superior, legitimando así procesos históricos de colonización que amplían sus mercados. Ciertamente, la expansión del capitalismo, traspasando todo tipo de fronteras en su fase neoliberal, ha impuesto una territorialidad de carácter global, transnacionalizada; cuyos ejes de poder son los grandes capitales, los Estados centrales (G20) y los organismos multilaterales afines.
 
Aunque la explotación del trabajo y la naturaleza no reconocen fronteras, claramente el etnocentrismo estimula el despojo de los países periféricos en función del crecimiento económico de los países centrales. En la historia reciente de Sudamérica, la expansión del capitalismo neoliberal conlleva un proyecto territorial basado en la privatización de los bienes comunes y la transnacionalización (Seoane y Tadei, 2012; 2013). Dicho proyecto se concretó con los ajustes neoliberales de la década del noventa y la implementación del regionalismo abierto, promovido por la CEPAL, como estrategia de integración. El regionalismo abierto, comprendió Sudamérica como un espacio geoeconómico que debía eliminar sus barreras físicas e institucionales para facilitar la libre circulación y competencia de las mercancías. En este enfoque, la integración hacia adentro se promueve en función de una integración hacia fuera. El ciclo de acumulación del capital abierto en aquel entonces, se basa en la apropiación privada y mercantilización de bienes que habían estado fuera de las redes del mercado. Harvey (2004, 2007) denomina este fenómeno «acumulación por desposesión», pues instala una dinámica de despojo de los bienes comunes de poblaciones locales a favor de la acumulación de las empresas transnacionales y los Estados del capitalismo central.
De hecho, bienes comunes como el agua, la biodiversidad, las funciones eco-sistémicas, etc., ahora definidos como recursos naturales, se mercantilizan en un nuevo lenguaje de valoración que los reduce al rol de insumos productivos. El despojo, que opera mediante la privatización, el extractivismo y la contaminación; impone una territorialidad que desarticula las preexistentes. Del proceso emergen territorios, que bajo la forma de enclaves extractivos, se integran de manera subordinada a los circuitos globales, actualizando y en algunos casos profundizando relaciones históricas de dependencia y control. Con la noción de acumulación por desposesión, se actualiza la definición marxista de acumulación original, pero enfatizando su permanente reedición. Para las sociedades de Sudamérica, esta última fase de acumulación por desposesión, ha significado el fortalecimiento de lo que Acosta (2009) define como economías rentistas, sostenidas en el extractivismo.
 
Estas economías son extractivistas pues se sustentan en la explotación intensiva de bienes naturales a un ritmo que sobrepasa sus capacidades ecológicas de regeneración. Y son rentistas, pues ahí la acumulación no se basa en el trabajo, sino en la apropiación directa de esos bienes comunes, mercantilizados como recursos naturales. Paradójicamente, estas economías rentistas configuran sociedades donde la riqueza ecológica coexiste con altos niveles de pobreza social, pues el modelo extractivista se asocia a procesos de privatización y concentración de la propiedad. Consecuentemente, la imposición de la territorialidad neoliberal provoca una nueva conflictividad entre el Estado, el mercado y la sociedad civil. La novedad es que tras la crisis de legitimación del neoliberalismo, los conflictos no se enmarcan solo en la defensa de derechos de propiedad territorial y, en términos más generales, de los procesos tradicionales de apropiación del espacio, sino también en la promoción del equilibrio ecológico del planeta, que realizan los movimientos ecologistas globalizados. En este punto es donde el problema de los derechos territoriales se cruza con la cuestión ecológica, dado que la explotación indiscriminada de los bienes naturales a nivel local va encadenada a la vulneración de procesos ecosistémicos que trascienden los espacios de soberanía estatal.

Consecuentemente, el discurso de los derechos y el de la protección ecológica son apropiados por grupos locales, que se movilizan en defensa de sus territorios. Motivo por el que Svampa (2011) plantea el «giro ecoterritorial» de los movimientos sociales que caracterizan lo que va del siglo XXI. Este giro ecoterritorial cobra sentido en un escenario de despojo, donde los territorios y sus bienes se transforman en el principal objeto de disputa política. La gestión de lo ecoterritorial, entonces, se constituye en un campo de conflictividad permanente, debido a la superposición asimétrica de territorialidades de carácter local, nacional, regional y global. En este campo de disputa, la expresión «ecoterritorial» enfatiza la compleja articulación de ambas perspectivas, pero no significa necesariamente su fusión, ya que las demandas territoriales y las de carácter ecologista pueden tener convergencias o desencuentros radicales.

Es hacer a la ruptura con la mirada centrada en el crecimiento económico y el mercado:

 
Estado, mercado y sociedad civil: nuevas configuraciones al iniciar la segunda década del siglo XXI.
 
La conflictividad ecoterritorial que caracteriza hoy en día la política sudamericana, se enmarca en un nuevo escenario que se constituye tras la crisis del neoliberalismo y las democracias representativas que lo legitimaban (Seoane y Tadei, 2011; Thwaiteset al, 2012; Gómez, 2012). Efectivamente, la imposición de una territorialidad neoliberal, intensificó la desigualdad (Acosta, 2012; Gudynas, 2009). En algunas sociedades, las democracias de mercado contuvieron el descontento, pero en otras potentes movilizaciones populares demandaron el rol regulador del Estado, o reivindicaron su derecho a la autonomía para controlar sus territorios y bienes comunes (Gutiérrez, 2009; Crespo, 2011; Prada, 2011).
Si bien el poder destituyente de estas movilizaciones no fue un fenómeno generalizado, en su conjunto, los levantamientos populares en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, cuestionaron la hegemonía neoliberal en la región, posibilitando otras formas de relación entre Estado, mercado y sociedad civil, que trasgreden el orden mercado-céntrico(Gómez y Escalante; 2010).Estos procesos canalizaron una serie de proyectos sociales disidentes y/o alternativos, que solo confluían en su rechazo al neoliberalismo y/o a la tutela norteamericana y de los organismos financieros internacionales. El campo de la disidencia contenía proyectos de carácter socialista, indianista, nacional-popular, socialdemócrata, etc.
De estos procesos surgen sociedades que se declaran post-neoliberales, aunque los significados que atribuyen al término son diversos: Por un lado tenemos sociedades que recuperan la retórica desarrollista que imperó a mediados del siglo XX (Seoane, et al, 2011, 2012) y reactivan la centralidad del Estado como regulador del orden social. Sin embargo, mantienen políticas neoliberales que coexisten con las de carácter redistributivo. Es el caso de Brasil y Argentina, donde las reformas intentan un modelo mixto, que transita entre la centralidad del mercado y la del Estado, como configurador del nuevo orden. En estas sociedades, la crisis del cambio de siglo no significó procesos destituyentes, sino más bien la apertura de un ciclo reformista que „popularizó la política social, pero no ha alterado el patrón de desarrollo.

De todas maneras, las movilizaciones promovieron una nueva actitud frente a las relaciones internacionales, que enfatiza la soberanía ante los organismos financieros multilaterales. Por otro lado, tenemos sociedades donde el post-neoliberalismo se comprende desde un enfoque descolonizador. Es el caso de Bolivia y en menor medida Ecuador, sociedades donde el ciclo de movilizaciones anti-neoliberales activó la memoria larga de las luchas indígenas anticoloniales. En estos casos, pese a sus notorias diferencias, el fracaso neoliberal posibilitó procesos constituyentes de carácter refundacional, de los que emergen Estados que se declaran plurinacionales; asumen el paradigma del Suma Qamaña/ SumakKawsay, como alternativa al desarrollo capitalista; y la democracia participativa y comunitaria como complemento de la representativa. Aunque se debe aclarar que su reestructuración constitucional, no ha sido suficiente para cambiar prácticas políticas y culturales heredadas del pasado oligárquico y neoliberal. En ambos casos, el postneoliberalismo se comprende como un freno a la privatización transnacional y el control de los organismos financieros globales, y la implementación de políticas redistributivas.

En estas sociedades, la posibilidad de instalar un orden socio-céntrico, se va diluyendo al cerrarse el ciclo de debates constituyentes, mientras se instala un orden Estado-céntrico, que tensiona el principio de plurinacionalidad y las potencialidades de la democracia participativa y comunitaria. A pesar de su fuerte crítica al neoliberalismo, sus gobiernos actuales no plantean proyectos alternativos al capitalismo.
No obstante, junto a estas sociedades que en menor o mayor grado se distancian del neoliberalismo, en Sudamérica este sigue presente. Es más, este modelo de desarrollo ha configurado sociedades neoliberales (Gómez Leyton, 2010), donde el mercado regula las relaciones sociales, mientras el Estado facilita el operar del mercado y subsidia, mediante políticas focalizadas, la inclusión en él de los sectores empobrecidos. El caso paradigmático es Chile, pero también integran este grupo Perú y Colombia.

Estas sociedades, sobre todo la chilena, se caracterizan por la existencia de una sociedad civil privatizada y despolitizada, que se articula en función de la competitividad y eficiencia. Un rasgo transversal a estas sociedades es la cercanía de sus gobiernos con el norteamericano, y la violencia ejercida por el Estado, razón por la cual podemos incluir estos países como representativos de lo que González Casanova (2002) llama «neoliberalismo de guerra».
Lo relevante de este panorama político es la diversificación de proyectos de sociedad, que gestan nuevas visiones del ordenamiento territorial y de los horizontes culturales que definen los modelos deseables de integración regional. Dicha diversidad tensiona la hegemonía de la territorialidad neoliberal, aunque no lo suficiente para levantar proyectos alternativos al regionalismo abierto y el extractivismo rentista. En ese sentido, la implementación de los modelos alternativos de sociedad es contradictoria, pues el capitalismo aun es dominante, como se manifiesta en la continuidad de las políticas de despojo que, a través de los corredores IIRSA, vincula los territorios locales con las dinámicas globales de acumulación. En este contexto, resulta interesante cómo los conflictos ecoterritoriales asociados a las obras IIRSA, son permeados por las conflictividades políticas propias de cada sociedad. De hecho la interpretación y las estrategias de gestión de estos conflictos no pueden desprenderse de ellas.(….)

 Es promover la construcción colectiva de nuevos enfoques de la realidad concreta en acuerdo con la contextualización de proyectos gubernamentales haciendo al viraje desde atender objetivos o justificaciones hasta prevenir consecuencias socioambientales y culturales de los mismos:
CAPÍTULO 3
IIRSA en Bolivia: el conflicto por la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos.
En este capítulo trataremos el conflicto por la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, para abordar la conflictividad asociada a IIRSA en Bolivia. Cabe subrayar que Bolivia, en tanto corazón del subcontinente, cumple un rol estratégico en el diseño de los corredores IIRSA. De hecho son 6 los Ejes de Integración y Desarrollo (EID) que atraviesan este país, principalmente vinculados a la expansión brasilera al Asia Pacífico, y la producción de materias primas: minerales e hidrocarburos, que sustentan el Proceso de Cambio, implementado por el gobierno de Evo Morales. Si bien el mismo presidente ha cuestionado la orientación de IIRSA, hoy en día, las obras son publicitadas como ejemplos de su eficiencia gubernamental.
El gobierno omite las referencias a IIRSA, pero el conflicto por el tramo II de la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos (articulado con el corredor norte) ha visibilizado el papel de IIRSA en el ordenamiento territorial boliviano, abriendo un incipiente debate, que gracias a la repercusión mediática de dicho conflicto, se extiende a los casos de la hidroeléctrica Cachuela Esperanza, el tramo RiberaltaGuayaramerín, y la hidroeléctrica El Bala, por dar algunos ejemplos. A manera de contextualización del conflicto por la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, primero presentamos una breve reseña de la historia reciente de Bolivia; un análisis de su Nueva Constitución Política, en tanto marco jurídico de la relación entre el Estado, el mercado y la sociedad civil; y algunos comentarios de la situación post-constituyente. Este ítem se basa en la revisión documental y bibliográfica, y el seguimiento de prensa. Luego entregamos antecedentes generales del conflicto por la carretera, para seguir con la caracterización de los sujetos involucrados y los repertorios con que interpretan el conflicto y defienden sus posiciones y demandas. Posteriormente, nos enfocamos en la descripción de las estrategias con que los diferentes sujetos enfrentan la obra caminera. Cabe destacar que esta última parte se sustenta en las sesiones etnográficas y las entrevistas realizadas, por lo que se incluyen relatos de las posiciones en conflicto 3 . El capítulo se cierra con unos breves comentarios que retoman el tema IIRSA, pues en este caso el problema de la territorialidad indígena ha desplazado al de la integración regional como foco del conflicto. Efectivamente, en torno al proyecto carretero, confluyen los debates por el diseño de la integración y el problema de la territorialidad en un Estado Plurinacional.(...)


El Tipnis y el conflicto por la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos.

El TIPNIS es un bosque amazónico de las tierras bajas de Bolivia, ubicado entre los departamentos de Beni y Cochabamba, donde se sobreponen un corredor de biodiversidad y una franja petrolera (Rosell, 2012; Paz, 2011, Villegas, 2012). El bosque es habitado por tres pueblos indígenas: moxeños, yurakarés y chimanes, que hacen un uso extensivo del territorio a través de una economía de subsistencia basada en la pesca, recolección, caza y pequeña agricultura de chaco. Su sistema de vida se organiza sinérgicamente en torno a los ritmos productivos del bosque y los ríos, por eso definen el territorio como su «Casa Grande» y a sí mismos como «pueblos del río». Estos grupos, originalmente nómades, se habrían asentado en el bosque como estación final de su travesía hacia la mítica «Loma Santa». Ahí se refugiaron, con ciertos niveles de autonomía del Estado, pero expuestos a las relaciones de explotación económica que establecieron los hacendados (García Linera, 2012).

Desde la década del sesenta, la Amazonia de tierras bajas se constituyó en un punto de atracción para los migrantes de tierras altas, que tras sucesivas crisis económicas, decidieron colonizar nuevas áreas de cultivo (Schavelzon, 2013). Primero se asentaron en el Chapare, dedicándose a la producción de coca, y desde el sector de Villa Tunari bordearon el TIPNIS (Paz, 2011, 2012; Rumbol, 2011). Ya en los ochenta, empresas forestales, de desarrollo turístico y caza de caimanes, entraron al parque; más tarde lo hicieron las exploraciones petroleras (García Linera, 2012; Paz, 2012). Así, al iniciar la década del noventa, tres formas de territorialidad competían por el control del TIPNIS: (a) la de manejo extensivo, propia de los indígenas de tierras bajas, que para lograr la sinergia con su «Casa Grande» requieren grandes extensiones de terreno; (b) la del uso intensivo de la tierra, característica de los cocaleros, que necesitan «limpiar el bosque» para levantar parcelas de cultivo; y (c) la de explotación intensiva de recursos, renovables y no renovables, que guía a las corporaciones transnacionales.

Ante la precarización ecológica y social que causaban las forestales, los pueblos del TIPNIS, con apoyo de ONGs radicadas en Beni y Santa Cruz, realizaron la «I Marcha por la Vida, el Territorio y la Dignidad de los Pueblos Indígenas» (1990), repertorio de acción colectiva que los visibilizó a nivel nacional (Albo, 2012; Regalski, 2003, 2011; Crespo, 2010). El objetivo de esta marcha, y las cuatro que le siguieron, fue exigir la presencia reguladora del Estado. En respuesta, éste estrenó las políticas multiculturales: ratificó el Convenio 169 de la OIT, otorgó al parque el status de Tierra Comunitaria de Origen (TCO) y reconoció su titularidad a moxeños, yurakarés y chimanes. Para administrar la TCO, estos pueblos formaron la Subcentral del TIPNIS, reconociendo como órgano matriz a la Confederación de Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB). Desde ese momento, los gobiernos neoliberales promovieron la organización de las minorías indígenas de tierras bajas, como alternativa multicultural a la politización de las mayorías aymaras y quechwas de tierras altas que rechazaron la categoría «indígena» por considerarse «naciones originarias». Pero más allá de la amenaza directa de las forestales, la liberalización económica de los años noventa intensificó la migración de los campesinos y mineros empobrecidos de tierras altas, que presionaron los bordes del TIPNIS. Hecho que, el año 1999, gatilló un enfrentamiento entre indígenas y colonizadores, el cual se resolvió acordando una línea roja como nueva frontera (Rumbol, 2011; Paz, 2012; García Linera, 2012). La línea roja delimitó la interacción entre dos lógicas de gestión territorial, que se materializan en regímenes de propiedad de la tierra contrapuestos y formatos organizacionales distintos. Efectivamente, los indígenas mantienen un régimen de propiedad colectiva, pero privada de la tierra, y estructuran la Subcentral TIPNIS bajo la forma del cabildo. En tanto, los cocaleros, entre los que no solo hay colonizadores sino también indígenas de la zona fronteriza del TIPNIS, poseen la propiedad privada individual y su organización, el Consejo Indígena del Sur (CONISUR), opera como sindicato.
Tras la crisis política asociada a la Guerra del Agua del 2000, la Subcentral TIPNIS y las otras organizaciones de la CIDOB se desprendieron de la tutela gubernamental y abrieron diálogo con el recién fundado Consejo Nacional de Ayllus y Marqas del Qullasuyu (CONAMAQ) con el cual comparten la demanda de derechos territoriales y autogobierno. Asimismo, apoyaron las movilizaciones anti-neoliberales de cocaleros y campesinos, con quienes establecieron un frente común de resistencia popular a los procesos de privatización y la injerencia norteamericana. En esta coyuntura, plantearon junto a CONAMAQ la propuesta de Asamblea Constituyente, la que fue adoptada más tarde por las organizaciones campesinas del Pacto de Unidad (Schavelzon, 2013). Cabe subrayar que fue en el ciclo de acción colectiva anti-neoliberal, gracias a la interacción con otras organizaciones indígenas latinoamericanas y luego con CONAMAQ, donde el movimiento indígena de tierras bajas politizó sus demandas fuera de la lógica multicultural. Así, en los primeros años del nuevo siglo, el conflicto entre indígenas del TIPNIS y colonizadores entró en latencia ante la posibilidad de frenar juntos el proceso de ajuste neoliberal. Luego de la caída de Sánchez de Lozada, la CIDOB participó en la campaña de Evo Morales y tuvo un rol activo en el proceso constituyente. En ese escenario, moxeños, yurakarés y chimanes del TIPNIS exigieron su reconocimiento como parte de las «naciones y pueblos indígena originario campesinos» que sustentan el carácter plurinacional del Estado. Pero, al institucionalizarse la plurinacionalidad según el parámetro liberal de «derechos de minoría», su rol político quedó limitado a los cupos de las circunscripciones especiales de la Asamblea Legislativa. Situación que generó enfrentamientos internos con campesinos y cocaleros del Pacto de Unidad y reactivó los antiguos problemas de la territorialidad; aunque ello no significó su rechazo al gobierno MASista. De hecho, este se reforzó cuando Evo Morales, el año 2009, firmó la titularidad de la TCO y avaló el comanejo del parque entre la Subcentral TIPNIS y el Estado. Co-manejo que se materializó en emprendimientos turísticos, de producción de chocolate y de explotación maderera.

En 2010, el escenario cambió radicalmente cuando Evo Morales, acompañado de Lula Da Silva, anunció la construcción del tramo carretero, el cual forma parte de la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, que pretende unir los departamentos de Beni y Cochabamba y, a través de ellos, las tierras bajas y altas de Bolivia (García Linera, 2012; Albo, 2012; Crespo, 2012). Dicha carretera fue contemplada en el diseño de la Red Vial Fundamental que, bajo la guía del BID, impulsaron los gobiernos neoliberales de los años noventa y que luego se acopló a la plataforma de la iniciativa para la Integración de Infraestructura Regional Sudamericana, IIRSA (Villegas, 2013, Svampa, 2013). Vale señalar que cuando Evo Morales asumió la presidencia, ya existían los senderos no pavimentados que forman los tramos I y III, pero fue en su gobierno, que se consiguió el financiamiento del BNDES para el tramo II y se adjudicó la obra a la constructora OAS, ambas brasileras. Este proyecto carretero fue tratado en el XXIX Encuentro de Corregidos del TIPNIS, donde se rechazó la obra por considerarla una amenaza a la biodiversidad del bosque y, por extensión, a los pueblos indígenas que lo habitan. Luego se presentó el caso en la polémica „Mesa 18 de la Conferencia Mundial de los Pueblos de Tiquipaya y unos meses después, la Subcentral TIPNIS anunció una marcha hacia La Paz, la VIII desde el año 1990. Se iniciaba así el despliegue de la defensa del TIPNIS, la que congregó masivamente a sectores inconformes con las políticas gubernamentales. Paralelamente, las bases cocaleras, e indígenas afines al MAS, se movilizaron para respaldar la obra en nombre del Proceso de Cambio. En este contexto, la policía -en un incidente aun no aclarado- reprimió violentamente a los marchistas en las inmediaciones de Chaparina. Acción que fue rechazada de manera tajante por la sociedad boliviana. Ante estos hechos, el gobierno se ve obligado a dialogar y decretar la Ley 180 de intangibilidad del TIPNIS. Pero unas semanas más tarde, el Consejo Indígena del Sur (CONISUR), que desconoce la representatividad de la Subcentral TIPNIS y CIDOB, marchó hacia La Paz, demandando la construcción de la carretera y la derogación de la Ley 180.

El gobierno entonces decretó la Ley 222, abriendo un proceso de consulta, que fue rechazado por los indígenas opositores a la obra, quienes nuevamente marcharon a la capital, pero sin lograr repetir la apoteósica convocatoria de su movilización anterior. Sin resultados concretos, y con una organización intervenida por sectores afines al gobierno, los marchistas regresaron al TIPNIS para resistir la consulta. A fines de 2012, el gobierno anunció que el 82% de las comunidades del parque, aprueba la carretera, siempre y cuando esta sea una carretera ecológica. Sin embargo, las acusaciones de mala fe, ponen dudas sobre la veracidad de los resultados. Desde entonces el gobierno intenta minimizar el conflicto, y los indígenas reposicionarlo en el debate político plurinacional.

Es poner en debate los argumentos del progresismo para justificar su obediencia debida a la división imperialista del trabajo mundial o sea su profundización de los extractivismos:

Los sujetos en conflicto, sus territorialidades y repertorios interpretativos.
 Para empezar tres advertencias: Primera,el conflicto por el tramo II de la carretera Villa Tunari- San Ignacio de Moxos, no ha sido un proceso homogéneo, por el contrario su propio desarrollo ha modificado las dinámicas de confrontación y los repertorios interpretativos que sustentan las posiciones a favor o en contra de la obra; lo que significa la permanente reconfiguración identitaria de los sujetos colectivos en pugna. Segunda, para comprender dichas dinámicas, se debe considerar que en este conflicto convergen otros conflictos sociales, por lo que su despliegue activa viejos antagonismos. Tercera, el conflicto surge como un problema local, pero luego se extiende a nivel nacional/plurinacional, constituyéndose en el principal tema de la agenda política, en el trascurso los sujetos en conflicto también se diversifican.

En este contexto, identificamos los siguientes sujetos involucrados y sus repertorios interpretativos8 .
El gobierno impulsor de la obra: “Necesitamos construir Estado”. Se trata del gobierno del primer presidente indígena de Bolivia, Evo Morales, que canalizó la Agenda de Octubre y la Asamblea Constituyente. Su segundo periodo se ha caracterizado por la promoción de un enfoque productivista, aun centrado en el extractivismo de materias primas, pero que proyecta la industrialización de los recursos nacionalizados. Enfoque que entra en tensión con su posicionamiento internacional como Defensor de la Pachamama. Este gobierno plantea la carretera como una obra estratégica del Proceso de Cambio, pues al unir tierras bajas y altas, aseguraría la presencia estatal y por ende los derechos ciudadanos en todo el territorio boliviano. Según este argumento, la carretera es necesaria para construir un «Estado integral» que supere el «Estado aparente»9 : “La razón de la construcción de esta carretera que une Amazonia y altiplano y valles, es que Bolivia tiene una tercera parte de su territorio desvertebrado donde no hay Estado, y donde no hay Estado quien gobierna es el hacendado, es el maderero que depreda los bosques o es el narcotraficante. La presencia de la carretera iba a permitir, y tiene que permitir tarde o temprano, una articulación no solamente de regiones separadas durante 180 años -la Amazonia es una región muy importante, un reservorio de agua, biodiversidad y de bosques- sino que a la vez también va a permitir presencia del Estado y de derechos.

En el TIPNIS la gente no tiene carnet, no tiene escuelas -el TIPNIS es el bosque donde debería pasar la carretera no tiene escuelas, no tiene hospitales. Allí la gente para llevar el arroz que cultiva, para intercambiarlo digamos por azúcar o por sal, tarda 5 días para llegar a un lugar para intercambiar sus productos” (Álvaro García Linera) 10 . Como se puede observar, el argumento oficialista se sustenta en la carencia de los habitantes del parque, la que se presenta como un efecto de la histórica falta de Estado. La carretera, entonces, se asume como un instrumento de inclusión de los necesitados. Pero no solo de quienes serán vinculados territorialmente, sino de todos los necesitados del pueblo Boliviano, que serán beneficiados con el «desarrollo» de la Amazonia.
Por eso, el presidente Evo Morales denuncia que estar contra la obra, es estar contra las políticas sociales: “No puedo entender que hermanos indígenas del Oriente, de la Amazonia y del norte paceño se opongan al desarrollo que requiere el pueblo boliviano. Si bien Bolivia es respetuosa del medio ambiente, no puede dejar de desarrollarse explotando racionalmente sus recursos naturales… Es una necesidad tener más petróleo, más gas, más caminos e industria. Las ONG usan a algunos dirigentes para oponerse y no facilitan las licencias ambientales para que haya más pozos y más petróleo ¿De qué entonces Bolivia va a vivir? si algunas ONG dicen «Amazonía sin petróleo»…. Están diciendo, en otras palabras, que el pueblo boliviano no tenga plata, que no haya IDH, que no haya regalías, pero también van diciendo que no haya (el bono) Juancito Pinto, ni la Renta Dignidad, ni el bono Juana Azurduy” (Evo Morales).

Con estos planteamientos, el gobierno se enmarca en una retórica desarrollista que naturaliza la necesidad de las obras como soporte de sus políticas redistributivas. En esta línea argumental, se enfatiza el antagonismo entre «conservacionistas» y «fuerzas revolucionarias»: “Esta es precisamente la trampa conservadora de los críticos del extractivismo. En su liturgia conservacionista, mutilan a las fuerzas revolucionarias y a los gobiernos revolucionarios de los medios materiales para satisfacer las necesidades de la población, para generar riqueza y distribuirla con justicia, y crear sobre ello una nueva base material no extractivista que preserve y amplié los beneficios de la población laboriosa” (Álvaro García Linera).

Según la versión gubernamental, estos «conservacionistas», vinculados a las ONG, responderían a intereses coloniales, funcionales al capitalismo, que buscan transformar Bolivia en una «Patria de Guardabosques»: “Las alhajas de la «alternativa civilizatoria», «otro desarrollo posible», «la consulta» y la «critica a la modernidad» no designan a Bolivia sino como República Pastoril o Patria de Guardabosques, que tanta falta le hacen al sistema capitalista. Por eso el oenegismo es enfermedad infantil del derechismo; derecha, porque finalmente no hace más que actualizar el carácter colonial de la sociedad, condenando al buen salvaje a su rol de neófito o quizás guardabosques; infantil porque la derecha en su madurez, o sea su configuración burguesa, no se resigna al papel de clase dominante dependiente ni a Señor de una República de Pastores; enfermedad porque esta política está condenada, más tarde que temprano a sucumbir” (Álvaro García Linera). Si a las ONG que trabajan temas ambientales e indígenas, se las desacredita, atribuyéndoles intereses serviles al imperialismo, a la generalidad de indígenas que rechazan la obra se los minimiza: “El conflicto sobre el TIPNIS ha involucrado a algunos pueblos indígenas de tierras bajas, pero se mantiene el apoyo de los indígenas de tierras altas y valles, que son 95% de la población indígena de Bolivia. Y de los indígenas movilizados, la mayor parte eran dirigentes de otras zonas que no son precisamente del TIPNIS, pero que cuentan con un apoyo sistemático de organismos no gubernamentales ambientalistas, varias de ellas financiadas por USAID” (Álvaro García Linera). (...)


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