miércoles, 17 de febrero de 2016

IV. A 40 años urge enfocar qué país orientan a construir las luchas abajo por justicia y la vida.


A cuarenta años la democracia tutelada nos condujo a la tiranía desembozada del poder real de privilegiar de modo exclusivo y excluyente a su rentabilidad. La unidad de acción, la movilización reinvidicativa y la lucha anti Macri son callejones sin salida o peor pueden retrotraernos al kirchnerismo que (aprovechando nuestras debilidades) nos quitó juicio propio, nos dividió y completó nuestro desencuentro con los ideales emancipatorios a consecuencia de la producción capitalista de nuestra subjetividad. Asumirlos es imprescindible y es es el mejor homenaje a los 30.000, a Jorge Julio López, a Silvia Suppo, a Carlos Fuentealba, a Mariano Ferreyra, a Luciano Arruga y a tantos otros que han afirmado y afirman nuestra dignidad humana.

 Pensemos:

Utopía y descolonización
14 de agosto de 2012
Por Rafael Bautista S. (Rebelión)

Un proyecto político degenera cuando su horizonte utópico desaparece. Si se renuncia al horizonte propuesto, entonces toda lucha se reduce a incluirse a lo ya establecido. Lo que se pretendía revolucionario se vuelve conservador. Si no hay horizonte, tampoco hay proyecto, la lucha se pierde en el puro cálculo político. Esta devaluación de la política tiene que ver con la pérdida de horizonte; sin esta referencia, el único criterio posible es el poder. La lucha es ahora lucha por ganar el poder. Pero si la única garantía es el poder, entonces hasta el proyecto mismo se vuelve una mediación más para mantener el poder; de ese modo desaparece el proyecto y su horizonte, y todo se circunscribe a lo inmediato. Aparece el mentado “realismo político”; el revolucionario se hace reformista. Perdido el horizonte, su política se reduce al puro cálculo de intereses; ahora lucha por el poder, el proyecto que proclamaba se diluye en pura retórica.

El realismo que abraza es su propia trampa, porque ese realismo es un puro sofisma conservador.
Cuando el realismo es negación de toda utopía, el realismo es lo más irreal que pueda haber; porque lo utópico no es lo opuesto a lo real. Lo que no hay es siempre apetencia, deseo, esperanza; aquello que pone en movimiento a lo que sí hay. La ausencia hace acto de presencia y hace que el presente se ponga en movimiento. Hay futuro porque hay deseo presente. Sin esa capacidad fecundadora del presente, el futuro es una pura inercia del tiempo lineal. No hay historia. Por eso, sin utopía no hay historia, ni realidad.
Cuando desaparece el componente utópico en la lucha política, toda lucha pierde horizonte; por eso lo único que aparece como programa viable es su rápida inclusión en el orden establecido. Si su horizonte se diluye en éste, entonces su lucha pierde toda trascendencia. No sabe ir más allá de los límites que le son permitidos por el orden actual; pierde iniciativa, imaginación y, lo que es peor, pierde coherencia. Lo que produce ya no es lo nuevo, sino lo mismo de siempre.

Por eso el Estado plurinacional recompone el carácter colonial del Estado. Cuando se evidencia esta situación regresiva, cuando el propio “proceso de cambio” empieza a recomponer un nuevo ciclo estatal del mismo Estado señorial, entonces se hace necesario repensar en aquello que ha sido desdeñado hasta por la tradición marxista (supuestamente revolucionaria): la tematización acerca de las utopías.

No en vano se pone de moda Walter Benjamin (alguien mal visto no sólo por los ortodoxos sino hasta por la propia Escuela de Frankfurt). Tampoco Ernst Bloch es bien visto por los marxistas. Por lo general la izquierda latinoamericana es profundamente jacobina; prejuiciados por la modernidad, se han creído el cuento de que la política es racional porque es científica y, porque es científica, no tiene nada que ver con la teología. Pero una tematización acerca de las utopías o los modelos ideales no puede prescindir de aquel ámbito de reflexión. Porque los modelos ideales tienen que ver con los últimos sentidos de referencia de toda racionalidad y estos no son precisamente racionales, sino míticos.

Los griegos ya sabían aquello: el mito es el fundamento del lógos. El supuesto reino de la razón, la modernidad, tiene también sus mitos; para que se imponga y se expanda su economía, tiene también que imponer y expandir sus valores. Cuando estos valores constituyen ya objetivamente a la propia sociedad moderna, entonces la ciencia moderna declara que ésta ya no tiene nada que ver con los valores, sólo con los hechos. Esto lo hace Weber y veda al quehacer científico de pronunciarse siquiera con respecto al modelo ideal que presupone el capitalismo, es decir, el mundo moderno. Toda la espiritualidad contenida en las mercancías modernas despiertan los deseos de los consumidores porque estos ya se entienden a sí mismos desde los valores que impone el modelo ideal de la modernidad; por eso los productos no son simples productos sino comprimidos de un sistema de vida que penetra en la subjetividad para adueñarse de ésta. El afán de poseer más y más es un afán cultural que patrocina una forma de vida que se expande a medida que destruye lo que garantiza ese apetito desmedido: la humanidad y la naturaleza. Pero no se trata de un simple afán materialista sino de toda una espiritualidad fetichizada que es capaz de resignificar hasta a las mismas religiones en torno a la consagración del mercado y el capital, como los verdaderos ídolos de este mundo.
Cuando la ciencia no se pronuncia al respecto, es cuando pierde sentido crítico y sólo se reduce a describir lo dado, como lo que es y no se puede cambiar (los analistas reflejan esta devaluación de la ciencia). Cuando la política parte de este prejuicio, se amputa la posibilidad de trascender lo dado; porque para trascenderlo necesita de otra referencia, un más allá de lo posible para el sistema, es decir, otro modelo ideal.

Ahora bien,
los modelos ideales no son invenciones sino actualizaciones de los contenidos potenciales de los propios mitos. Nadie parte de sí sino de su propia historia; si esto es así, todo proyecto político se circunscribe también a su historia propia, por eso se dice: la esperanza es una memoria que desea. Walter Benjamin lo dice de este modo: “sólo una humanidad redimida es receptora de la totalidad de su pasado, lo que significa que sólo para una humanidad redimida el pasado es convocable en todos sus momentos”.  Entonces, el horizonte utópico es posible por esa re-conexión con nuestra historia, lo que hace que el presente se redima y se reencauce a su verdadero tiempo: el pachakuti.

Pero los jacobinos no creen esto, por eso ciegamente replican todo lo que critican; porque sus cabezas no son libres del Estado que critican, por eso no pueden negarlo, porque a partir de éste se interpretan a sí mismos; por eso luchan por incluirse en éste y restituirlo bajo nuevas banderas. Por eso no pueden transformar el sentido mismo del Estado sino desplegar un nuevo ciclo estatal. Sin horizonte utópico real todo se circunscribe a lo que hay, lo que hay es lo que ven, lo que pueden contar, medir, manipular, usar, en la medida de sus intereses primordiales, lo que sí ven: el poder.

Pero lo que no se ve también existe y su existencia tiene, muchas veces, más consistencia que lo visto. Y esto que no se ve es lo que mueve a un pueblo: el espíritu de liberación. Si el político no sabe captar esto, no ha captado la esencia de lo político. Lo que hace que uno dé la vida por el otro no es el cálculo ni el interés sino la abnegación o, lo que decía el Che, el amor. Este amor no se ve pero se ve sus efectos; del mismo modo, en la lucha no se ve el espíritu utópico pero se ve lo que produce. Situarse en ese espíritu sólo es posible también de modo espiritual. Se trata de situarse desde la perspectiva del sujeto que encarna y proyecta ese espíritu. Pero si anulo al sujeto anulo también el horizonte empírico de referencia y la lucha política que emprendo se vacía de contenido. Desde allí me corrompo. Como dice Zavaleta: “cuando desaparece la cosa sagrada de la política, sólo queda el cálculo político”. Así como no existe un individuo sin sueños ni aspiraciones, tampoco un pueblo lucha por luchar. Pero si el horizonte utópico que contiene no se clarifica, ¿podrá tener futuro su lucha política? Ahora bien, ¿qué tiene esto que ver con la descolonización?
La tematización de los modelos ideales tiene que ver con la reflexión acerca del horizonte utópico que contiene un proyecto político determinado, es decir, en última instancia, un proyecto de vida; por eso, en resumidas cuentas, un proyecto político tiene que ver con el todo de la vida, de lo contrario, no puede pretenderse revolucionario; tampoco el reformismo es un proyecto. Un proyecto político se asume como tal cuando se asume como un nuevo proyecto de vida, como consecuencia lógica de que el sistema de vida actual es ya insostenible.

Pues bien, el sistema de vida actual, es el que por 500 años ha ido dominando al planeta, globalizándose como sistema-mundo y, consecuentemente, excluyendo y aniquilando toda posible alternativa que pueda desafiar su pretendido carácter providencial. Entonces, si lo que constatamos, de modo hasta empírico, es la insostenibilidad de un sistema de vida que sólo sabe satisfacer el derroche de los ricos del planeta a costa de la humanidad y la naturaleza, lo que se deduce, hasta lógicamente, es la producción de nuevas alternativas.

Pero, abrazar una nueva alternativa sólo es posible si previamente ha ocurrido una toma de conciencia de la imposibilidad de seguir como hasta ahora. Se trata entonces de un tránsito. Ante la crisis multiplicada que origina el sistema-mundo moderno, un mundo nuevo ya no se hace sólo posible sino necesario. Lo posible (la utopía: un mundo nuevo, más digno y más justo) es lo imposible para este mundo; pero ese imposible es el verdadero realismo. Lo que no hay pone en su lugar a lo que hay. Desde lo que hay no puede haber transformación alguna; sólo desde lo que no hay la transformación se hace inevitable. Si no transformamos el mundo, nos morimos todos.

Tomar conciencia de esta situación implica transitar de una forma de vida a otra, pasar de un modelo ideal a otro: abandonar mis creencias antiguas y proponerme nuevas. Transitar quiere decir desarrollar un proceso. Proponerme una nueva forma de vida quiere decir: partir de nuevas certezas; para que mi existencia tenga un nuevo sentido, debo clarificarme el sentido de la vida. La clarificación es producto del conocimiento que produzco en el mismo proceso. La descolonización cobra entonces importancia, porque se trata de un proceso de desmontaje sistemático del conocimiento que ha hecho casi imposible nuestra libre y soberana autodeterminación. Es decir, para producir algo nuevo, debo desmontar previamente el conocimiento que imposibilita mi reconstitución en cuanto sujeto productor de lo nuevo.

Las instituciones no son lo que se ve; sus estructuras no lo determinan la piedra y el cemento sino la normatividad que organiza sus funciones; esa normatividad es conocimiento que determina y desarrolla el sentido mismo de la institucionalidad. Cuando el cambio es sólo nominal o formal, cambia sólo la apariencia, dejando intocado el sentido mismo de las instituciones; por eso los nuevos actores ya no son nuevos sino simples relevos de un nuevo ciclo de lo mismo. Si, a nombre de descolonización, se cree que el simple cambio de apariencia deja atrás al Estado colonial, lo que se muestra es la más clara afirmación colonial: el relevo se basta a sí mismo, aunque cargue consigo las mismas taras y prejuicios; por eso no desmonta la estructura colonial del Estado sino que la afirma todavía más.

Ese desmontaje no es automático y no quiere decir un simple cambio de actores; es un desmontaje que requiere pasar de la conciencia a la autoconciencia, es decir, del deseo de cambio al cambio efectivo; ya no se trata de destruir sino de construir. Por eso, cuando de construir se trata, nos encontramos con que lo que producimos es lo mismo que queríamos superar, entonces se hace inevitable reflexionar acerca del modelo ideal que nos presupone. Es cuando nos percatamos que nuestro horizonte de referencia sigue siendo el mismo que sostiene a la economía que tanto criticamos. Por eso seguimos midiendo nuestras expectativas con los indicadores que produce el primer mundo, para verificar que tan bien se porta nuestro país para seguir transfiriendo plusvalor a los centros desarrollados, para así ser premiados por incrementar la acumulación de capital global (siempre a expensas nuestras, pero ahora sí, con nuestro propio consentimiento). Entonces, ¿qué es lo que ha pasado con el “proceso de cambio”? (...)


LA LIBERACIÓN DE LA TIERRA
  

En el conflicto del TIPNIS aparece un tercero excluido. Cuya ausencia denota que ni la dirigencia indígena es capaz de advertir el verdadero conflicto. A propósito de la consulta, lo que se discute es su procedimiento, si es previo o no, pero se deja de lado lo fundamental: ¿qué significa consultar? Por el lado del gobierno, la consulta es un mero procedimiento formal, sin ninguna repercusión fundamental (sea previa o no, da lo mismo); por el lado de la dirigencia, la consulta resulta un poder de negociación. De ese modo, la naturaleza de la consulta se desvirtúa, por ambos lados. Si el Estado cree que es él quien otorga los derechos, entonces no tiene sentido consultar; y si el derecho se vuelve poder entonces debe conculcar algún otro. Porque lo que se consulta tiene que ver con un tercero, que ya no es tomado en cuenta cuando todo se reduce a una disputa de fuerzas.
El Estado se pretende autosuficiente y ve en la consulta una disputa con su propio poder; por su parte, la dirigencia pretende, con la consulta, aumentar su margen de poder (el sujeto sustitutivo promueve estas disputas). Pero queda al margen la Madre, la Pacha Mama. Ella no es sujeto de la consulta sino, otra vez, objeto, y la parte indígena tampoco reivindica lo que el gobierno ya ha dejado de lado. La proclama de defensa de los derechos de la Madre tierra cae en saco roto.

Si tiene derechos, entonces es sujeto. Pero para el capitalismo y la modernidad no tiene derecho alguno, es un objeto de la ciencia y una mercancía para la economía. ¿Qué derechos podría tener? Pero si no es objeto ni mercancía, sino sujeto y, además, Madre, entonces sus derechos nos obligan a tratarle como a una persona de derechos, o sea, con derecho a consulta. Los derechos son anteriores a todo Estado de derecho, ¿qué son anteriores a todo Estado?, el ser humano y la Madre tierra, por tanto sus derechos son anteriores y el Estado no puede concebirse (como hace el Estado moderno-liberal) como el fundamento de los derechos. No es el Estado quien otorga derechos sino quien los reconoce.

La sola admisión declarativa no confirma el cambio de paradigma. Si condición de la vida humana es que la Madre viva, esto no quiere decir que su vida es su pura presencia fáctica. Toda vida no es sólo física sino también espiritual. El contenido espiritual es lo que hace de la persona un ser sagrado, con dignidad absoluta. La Madre no puede no poseer esa cualidad, por eso es sujeto de derechos, si es así, lo más plausible es su reconocimiento pleno y no sesgado. ¿Pero qué vemos en las nuevas leyes? La admisión de transgénicos se realiza sin considerar las consecuencias en la reproducción de la vida de la Madre, el aplazamiento en la tenencia excesiva de tierras se hace sin considerar la privación especulativa de unos sobre otros en el hábitat de la propia Madre, y la post-consulta resulta un puro trámite que se hace también al margen de la afectada. Entonces, ¿dónde que tiene derechos?, si nunca está presente en las decisiones que se asumen, ya no sólo al margen de las naciones indígenas sino al margen de la más afectada.

Si nuestra economía sigue girando en torno a los criterios capitalistas de la competencia, la acumulación y la eficacia, es imposible que pueda dar el salto hacia una economía de la reproducción de la vida de todos. Condición para asegurar la vida humana es asegurar la vida de la Madre; pero esto pasa por una resignificación de lo que es la vida. Por eso nuestro horizonte utópico se determina como “vivir bien”. Para “vivir bien”, no podemos vivir a expensas de la Madre. ¿Esto significa que ya no podemos producir? No. Significa que no podemos producir destruyendo (como hace el capitalismo). Destruir, hoy en día, es el modo más rápido de incrementar las ganancias. Cuanto más destruyen las transnacionales, más ganancias logran. Esa es la irracionalidad de la racionalidad económica moderna.
Las civilizaciones precolombinas no destruían para producir, y lo que produjeron fue una economía sostenible por milenios. Ahora, más del 60% de la dieta mundial proviene de esas civilizaciones; ellas, con sus descubrimientos, producción y diversificación de sus productos, han logrado alimentar al mundo. ¿Qué sería del mundo sin la papa y el maíz, o el chocolate?, ¿qué sería de la industria farmacéutica sin la coca y otros productos raptados de la medicina tradicional del Nuevo Mundo?, sin mencionar a la quinua, al amaranto, etc.

Ninguna civilización anterior a la moderna se había propuesto jamás el dominio de la naturaleza. Esa es una apuesta moderna. Ahora vemos planetariamente las consecuencias de aquello. Recuperar su condición de Madre no es un afán culturalista o romántico-ecologista. Se trata de que: si ella no vive, tampoco nosotros. La relación simbiótica que tenemos con la Madre nos sugiere un circuito de reciprocidad que, si no es asegurado, aparece el desequilibrio. Su desequilibrio nos afecta porque aquella relación no es posible de anular: lo que le sucede a ella nos sucede también a nosotros. El malestar de la cultura no es un fenómeno sólo cultural sino al interior de este circuito. El cuento de que somos más civilizados cuanto más lejos estamos de lo natural es una pura falacia; es más bien al revés, cuanto más natural soy, más humano me vuelvo. Lo que nos define es la relación que establecemos. En una relación de dominación, nunca somos libres.

Entonces, no se trata de producir por producir. Se produce para satisfacer las necesidades. La Madre es prodiga porque actúa como Madre: se desvive por sus hijos; pero cuando sus hijos abusan de sus favores, entonces sufre en ese su brindar. A la Madre le afecta la condición ética de quien la habita y la cultiva. No es lo mismo producir para el capital que producir para la vida. La producción es un acto sobre-natural porque lo que se produce en la producción es el ser humano mismo; se produce para dominar o para liberar. En la producción produzco la relación con la Madre. Por eso necesitamos descolonizar la producción, la distribución y hasta el consumo; porque en lo producido se comprime lo que de humano he producido. Ese es el verdadero alimento. Cuando lo que me brinda la Madre no es producto de la explotación, lo que me brinda es su propia generosidad.

Por eso la Madre ya no puede ser considerada simplemente como un medio de producción sino un partícipe en la producción. Y, si es partícipe, entonces tiene voz y voto. Su condición de sujeto es lo que se me presenta como el reconocimiento pleno de que no estoy ante un mero recurso a mi disposición. Si obvio todo esto entonces mi producción es una pura producción mercantil y mi criterio es el mercado, no la vida. Pero si mi criterio es la vida, entonces mi producción es una relación de re-conexión con lo que hace posible mi propia vida. Por eso a la PachaMama se le agradece; eso es lo que les enseñaron los powatan a los pilgrims: que hay siempre que agradecer. El día de Acción de Gracias era, en su origen, una fiesta india.

Consultar a la Madre entonces tiene sentido, pero sólo si se es capaz de ir de una forma de vida a otra. La Madre tiene también sus portavoces y ellos son los que han mantenido nuestra filiación recíproca con la que nos da todo. Los amautas son los verdaderos médicos, porque si no restauramos la armonía con la Madre, no puede haber armonía en la vida humana y, sin armonía, estamos expuestos siempre a la enfermedad. Por eso la producción no puede estar dirigida por criterios exclusivamente mercantiles (eso es fatal en la producción de alimentos, pues por ganar más y ser más competitivo, los alimentos que produzco ya no tienen como función nutrir sino incrementar mis ganancias, como sucede con las transnacionales de los granos y los alimentos).

No se trata entonces de renunciar a la producción sino de transformar el sentido mismo de la producción (los incas también hicieron minería y nunca ocasionaron los desastres que ocasiona la explotación minera moderna). De tanto asesor tecnocrático, nuestro presidente se ha olvidado que el bienestar general no es lo que miden los indicadores econométricos, sino lo que se traduce como dignificación de la vida, y ésta no pasa por una mayor cuantificación en la acumulación material sino en una cualificación del hecho mismo de vivir (¿de qué me serviría tener todo si mi vida no tiene sentido?). Una verdadera revolución productiva no quiere decir producir más para ganar más; una verdadera revolución productiva produce en la producción nuestra liberación, pero se hace inevitable esta condición: para liberarnos debemos primero liberar a la Madre. Es decir, a la liberación humana le antecede la liberación de la Madre tierra; condición para nuestra liberación es la liberación de Ella. ¿De qué nos liberamos? De toda pretensión de dominación. De ese modo superamos al mismo socialismo; porque éste critica la dominación del capital al trabajo humano pero deja incólume la dominación del trabajo a la naturaleza. La economía soviética también entendía la riqueza en términos cuantitativos, por eso tampoco su crecimiento económico consideraba límite alguno. Se había creído la ilusión moderna: que los recursos son infinitos y, en consecuencia, el progreso y el crecimiento también lo son.

Una nueva economía requiere de una nueva racionalidad; su marco categorial no puede establecerse desde los criterios propios de la racionalidad moderna, la racionalidad medio-fin debe subordinarse a una racionalidad acorde al circuito natural que establecen ser humano y naturaleza. En el asunto de la producción, se olvida que la Madre produce por cuenta propia, y produce aquello sin lo cual es imposible la vida, por ejemplo el agua y el aire; toda producción no puede permitirse la introducción de factores que puedan alterar el equilibrio natural, esto significa que, también a los costos de producción hay que añadir lo que le podría costar a la Madre reproducir lo que se le ha extraído.

El pedir permiso para intervenirla no es una mera formalidad, sino la toma de conciencia de su condición de sujeto, del respeto incluso a su negativa de alguna producción que pueda requerir (la racionalidad medio-fin puede hasta considerar costos reales inmediatos pero nunca costos futuros, esta inconsciencia es lo que produce, de modo no intencional, la crisis ecológica). Se le consulta a alguien cuando se le considera partícipe y no mero espectador, menos cuando ha de ser afectado por la decisión que se tome. El modo cómo produzco es lo que decide no sólo la calidad de mi producción sino su dignificación y, desde que he tomado en cuenta, no sólo mis necesidades sino las de la Madre, he producido una relación recíproca en la justicia, que se transfiere al producto; a esa producción no puede corresponderle un consumo irracional, sino también, el consumo debe resignificarse como finalidad de aquella producción. Entonces, si se produce exclusivamente para ganar más, la producción genera consumismo y ese consumo irracional fomenta también esa forma de producir; pero si produzco en la justicia, produzco también una nueva forma de consumo; esto trastorna los hábitos y genera una crisis que debemos saber enfrentar: para ser hombre nuevo hay que nacer de nuevo.  El vientre que hace posible este nuevo nacimiento nos lo ofrece la Madre. Involucrar a la naturaleza como partícipe en este nuevo proyecto de vida, es un reto para la propia concepción que de naturaleza tiene la ciencia y la economía moderna. Devolverle su condición de sujeto es devolverle a la humanidad su condición natural y esto quiere decir: humanizar a la humanidad. El hombre nuevo es el hijo pródigo que regresa a los brazos de la Madre, que siempre han estado abiertos, esperándole.
rafaelcorso@yahoo.com
Fuente: http://rebelion.org/noticia.php?id=154512
 
 
 


  

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