Nos urge solidarizarnos con todes nuestres hermanes que el capitalismo ha sobreexplotadoal tomar posesión de sus territorios, cuerpos y espiritualidades.Porque hoy el sistema viene portodes les diverses de abajo
Hemos
sido indiferentes a los barones del conurbano y las satrapías de muchas
provincias. Tampoco reaccionamos en contra de las condiciones de vida y trabajo
en que muchísimes hermanes, al desarraigarles décadas atrás, han sido arrojades
en las barriadas hoy oficializadas como vulnerables y desde 2003 ocupadas por
una fuerza de seguridad pues Kirchner atendió a que la Seguridad Hemisférica
está amenazada, entre otras potenciales rupturas del 'orden', por la pobreza.
Hoy es patente que la nueva
normalidad del sistema mundo capitalista y su local implica total acaparamiento
del territorio para la agricultura digitalizada, la cría de millones de cerdos,
la megaminería, las mega represas, los megaemprendimientos turísticos e
inmobiliarios y fracking no sólo en Vaca Muerta. Comprendamos qué significa
dejando de ser racistas y decolonizando nuestros sentipensares. E involucrémonos
en confraternizar y aprender de:
Pueblos originarios en Argentina
El genocidio permanente
22 de julio de 2020
Por
Andrés Pabón Lara
(Rebelión)
La represión
policial de los pueblos originarios no es, desafortunadamente, un hecho
exclusivo de la excepcionalidad pandémica.
Recientemente ha
sido publicado un estudio científico elaborado por un grupo plural de
investigadores e investigadoras de distintas pertenencias institucionales y
académicas, titulado ‘’Los efectos socioeconómicos y culturales de la pandemia
COVID-19 y del aislamiento social, preventivo y obligatorio en las comunidades
indígenas de la RMBA, NOA, NEA y Patagonia’’.(1) En este
trabajo se señalan las particulares repercusiones de la pandemia global sobre
los pueblos indígenas del país que a la crisis sanitaria que afecta a sectores
vulnerables de la población por la precariedad del sistema de salud y la falta
de atención médica, se suman afectaciones económicas particulares relacionadas
con condiciones de marginación social, falta de agua potable, los altos niveles
de hacinamiento a que han sido llevadas varias comunidades y, también, la
discriminación social e institucional aún vigente. A ello se suman cuadros de
enfermedades previas como la tuberculosis, parasitosis, anemia y desnutrición,
que completan un cuadro de problemáticas vinculadas a la alimentación y la
pobreza.
En uno de los
apartados del informe se hace referencia expresa a la criminalización, reseñada
como ‘’la exacerbación de experiencias históricas de racismo, discriminación,
violencia verbal, física, a través de acciones arbitrarias, y/o graves abusos
por parte de funcionarios de diversos organismos públicos, instituciones
sanitarias y/o fuerzas de seguridad en el contexto de aislamiento en virtud del
COVID-19’’.(2)
El pasado mes de
mayo en múltiples medios de comunicación se replicó la noticia de la represión
sufrida por familias del pueblo Qom en Fontana, provincia del Chaco. El accionar
policial que ya es objeto de investigación judicial y que además fue difundido a
través de video y fotografías que circularon en redes sociales, implicó además
de violación de domicilio y golpizas por parte de miembros de la fuerza pública,
la detención ilegal, torturas y abusos sexuales para 4 jóvenes de esa comunidad.
La magnitud de los hechos evidencia que resulta imposible que solo los 4 agentes
de policía implicados hayan podido ejecutar su accionar represivo sin ningún
conocimiento por parte de otros miembros de ese cuerpo. La reciente renuncia de
la cúpula policial del Chaco, en respaldo de los agentes investigados, confirma
la implicancia institucional.
La represión
policial de los pueblos originarios no es, desafortunadamente, un hecho
exclusivo de la excepcionalidad pandémica. En los hechos de mayo, los policías
torturadores rociaron con alcohol a dos jóvenes mientras les gritaban ‘’indios
infectados’’, los golpeaban y amenazaban con prenderles fuego. Pero, más allá de
este caso, que no es aislado, un repaso informativo de los últimos años
evidencia la sistematicidad de las acciones de violencia institucional y
violación a los derechos humanos a los pueblos originarios, tanto en el norte
como en el sur del país. En particular la región chaqueña argentina (Provincias
del Chaco, Formosa, Santiago de Estero, norte de Santa Fe y este de Salta) ha
sido escenario de acciones que, de forma directa o indirecta, resaltan la
conflictividad en torno a la tierra como una constante del accionar represivo
que ubica a la fuerza pública estatal como agente de los intereses
terratenientes que buscan despojar, desplazar o arrinconar a los indígenas.
Esta problemática
no es coyuntural. Si bien ha afrontado un reavivamiento a partir de las
políticas extractivistas que caracterizaron a los todos los gobiernos de este
siglo XXI, la activa participación del Estado en torno a lo que es ya
ampliamente reconocido como un genocidio a los pueblos originarios parece
constituir una característica esencial del modelo estatal moderno.
Desde luego, esta
política tuvo su inicio en la invasión europea del siglo XV, y desarrolló, en
términos cuantitativos, su mayor capacidad de exterminio a lo largo de los
siguientes tres siglos de colonización. Pero, como es sabido, en el siglo XIX,
las autoproclamadas elites gobernantes dentro de modelo republicano vinieron a
completar lo no logrado por sus antecesores.
La matriz
capitalista que acompañó a los ‘’próceres de la patria’’ hizo que la ansiada
integración al mercado mundial de estas tierras, como proveedoras de materias
primas para nutrir las fábricas europeas, requiriera la ampliación de la
frontera agropecuaria o, lo que es lo mismo, la incorporación productiva de
tierras que hasta ese momento hacían parte de la territorialidad ancestral de
distintas comunidades indígenas. El capítulo más representativo de esa
incorporación fue la llamada ‘’campaña del desierto’’, ideada por las elites
bonaerenses y ejecutada por el ejército argentino, proceso que, además de la
desposesión territorial y la apropiación ilegitima de grandes extensiones de
tierra para dichas elites, terminó con el genocidio de miles de indígenas.(3)
Resulta necesario
recordar que, tomando como un punto de partida la definición aceptada por la
ONU, el genocidio comprende actos criminales, deliberada y sistemáticamente
perpetrados, con intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo
nacional, étnico, racial o religioso como tal. En aquel momento de finales del
siglo XIX, como preludio de la consolidación de la nación argentina, las voces
más distinguidas de la época hicieron eco del llamado sarmientino que condenaba
a los indígenas como parte de una barbarie que chocaba con las aspiraciones de
una nación culturalmente idealizada bajo los parámetros europeos y
económicamente doblegada a los intereses del sistema capitalista. Parte de ese
andamiaje se basó en la concepción de la idea de ‘’desierto’’ como categoría
para referir a la territorialidad indígena que la elite dominante aspiraba
poseer. El genocidio pampeano y patagónico de la ‘’campaña del desierto’’ se
perpetuó como parte de un plan sistemáticamente desarrollado para la expansión
del territorio explotado para la economía exportadora. El discurso civilizatorio
legitimó la represión.
En la ya citada
conceptualización del genocidio se hace referencia a la intención de
destrucción, en este caso, de los pueblos indígenas, más allá de que tal
destrucción no alcanzara como resultado la desaparición física de todos sus
integrantes. Es importante marcar esta perspectiva, pues resulta mayormente
reveladora de la continuidad del genocidio que se extendió luego hacia la región
chaqueña. Allí, bajo los mismos parámetros discursivos e intereses económicos,
los pueblos indígenas fueron no solo despojados de su territorialidad, sino
además violentamente insertados en un sistema de explotación de su fuerza de
trabajo, que los convirtió, de nuevo con ayuda del ejército argentino y de otras
agencias del Estado, en un verdadero proletariado rural. Despojados de sus
fuentes de subsistencia, particular y cruelmente explotados, denigrados con
distintos dispositivos de marginación y discriminación. Los ingenios azucareros
de Tucumán y Salta, así como las empresas algodoneras y de extracción maderera
se favorecieron de ese genocidio continuado.
Pero el ideal de
‘’blanqueamiento’’ de la población no se quedó como una aspiración de los
gobernantes decimonónicos. Si bien sus herederos posteriores modificaron la
retórica, el racismo continuó siendo un elemento protagónico de la pretensión
permanente de homogeneización como premisa para la identidad nacional. En el
mismo sentido, la búsqueda de una delimitación territorial, como fundamento de
la organización de la nación, más allá de sus manifestaciones retoricas y/o
normativas, se mantuvo como premisa del orden. El ‘’territorio nacional’’ es una
categoría que expresa al mismo tiempo la necesidad de control ejercido por un
sector de la sociedad sobre ciertas porciones del territorio con el fin de
utilizarlas en favor de la satisfacción de sus intereses. Las manifestaciones
contemporáneas de discriminación y racismo son la formulación cultural de la
necesidad de esos mismos sectores de disciplinar y subordinar a otros sectores
de la población con el objetivo de legitimar la explotación de su fuerza de
trabajo en condiciones de extrema precarización.
La diferencia que
puede reconocerse entre el genocidio indígena adelantado en el siglo XIX y su
clara continuidad en épocas más recientes estriba en el carácter multifacético
y, si se quiere, sofisticado que asume en el presente. Con discursos que se
amparan en conceptos hegemónicos sobre el ‘’desarrollo’’, el ‘’progreso’’, el
‘’crecimiento’’ o la ‘’productividad’’, la conflictividad territorial que
enfrenta a los pueblos indígenas contra los intereses del sistema capitalista y
que hace de los primeros un estorbo que debe ser removido, ya por cooptación o
por eliminación, se mantiene como matriz del proceso permanente de construcción
estatal propio del sistema. En efecto, se parte acá de la base de entender al
Estado como un ejercicio permanente de control, que debe ser recreado de forma
continua (y no como la simple fundación de ciertas instituciones).
El reconocimiento del carácter continuo y
permanente de la conflictividad territorial y de la generación del accionar
represivo del Estado como política para las relaciones interétnicas, es a su vez
consecuencia del reconocimiento del carácter problemático y permanente de la
construcción de la estatalidad. Este proceso, a su vez, en atención a los
intereses del contexto y de las particularidades regionales respectivas, se
asumió de formas variadas y a través de disimiles dispositivos. Como resultado
de la complejidad de esta intervención del Estado, las sociedades indígenas
resultaron receptoras de formas de sometimiento y disciplinamiento heterogéneas
que concurrieron sin embargo en la aspiración de la transformación del indígena
como presupuesto de su vinculación al modelo estatal.
Esto puede
clarificarse si se retoma un ejemplo del tratamiento gubernativo dado a los
indígenas en pleno siglo XX. Particularmente, puede hablarse del periodo
comprendido entre 1946 y 1955, años del primer gobierno peronista, una coyuntura
particular en la que el modelo de dominación impuesto en Argentina reconoció
varios matices particulares. La pregunta sería, ¿qué significó este modelo
político para los indígenas?
Un lugar común
historiográfico apunta a reconocer una efectiva democratización del bienestar,
que mejoró sustancialmente la calidad de vida de amplios sectores de la
población. Sin embargo, al especificar sobre las consecuencias de ese modelo de
Estado regulador frente al sector indígena como receptor específico de esta
«democratización del bienestar», se señala que ‘’el interés por mejorar la
situación de las comunidades indígenas resultó tardío y limitado, no alcanzando
a revertir la situación de postergación ese sector’’.(4)
El gobierno
peronista se limitó a impulsar un reconocimiento de tipo jurídico hacía los
indígenas, con el objeto de establecer su condición de ciudadanos, con lo cual,
de ninguna manera se avanzó de forma concreta para resolver problemas claves de
las comunidades como la escolarización o la tenencia de las tierras.
Los debates
legislativos dados por aquel entonces mostraban la relevancia que el tema
electoral tenía en relación a la ciudadanización de los indígenas, en tanto
potenciales votantes. Para muchos de los legisladores de la época, a la
concreción de la participación electoral se reducía la idea de integración a la
´´vida política de la nación´´.
Para el gobierno
peronista reconocer a los indígenas como ciudadanos argentinos implicaba que los
aborígenes debían pasar a formar parte de las masas trabajadoras, sin hacer
distinción de sus problemas particulares. No obstante, no pocos líderes
indígenas trataron de hacer funcionales aquellas promesas retoricas típicas del
modelo político peronista para lograr mayor visibilización y la ayuda oficial.
‘’Ellos entregaron una petición tras otra a varias autoridades a nivel nacional
y regional, pidiendo tierras, herramientas agrícolas, semillas,
víveres y nuevas escuelas para sus hijos’’.(5)
Las relaciones
interétnicas que se desarrollaron en el periodo estuvieron enmarcadas dentro de
un escenario de disputas de poder político, económico y cultural. La
interlocución con el Estado no fue la única vía en que se desarrollaron dichas
relaciones. Por el contrario, una manifestación elocuente de la continuidad de
las prácticas estatales de genocidio se manifestó nuevamente con la llamada
masacre de Rincón Bomba, acaecida en la actual provincia de Formosa en 1947. En
ese hecho fueron asesinados por las fuerzas de seguridad del Estado
(Gendarmería) un número no establecido de indígenas, pero que los datos más
aproximados refieren entre 400 y 500, entre varones, mujeres y niños, en lo que
ha sido claramente señalado por varios autores como un verdadero genocidio.(6)
Como se viene
sosteniendo, existen amplias evidencias para reconocer la precariedad de la
situación socioeconómica de los indígenas, manifiesta en la carencia de tierras
y la falta de protección estatal frente a su explotación como peones rurales.
Pero el peso de la historia oficial ha servido para ocultar tal aspecto
característico de aquella época.
Ante esto, son las
fuentes orales las que han permitido la más reciente reconstrucción de aspectos
críticos que permitan controvertir los idealizados ‘’años peronistas’’, así como
reconstruir la real magnitud de la mencionada masacre de 1947. Así, han sido
testimonios de sobrevivientes del hecho los que confirman la participación de
tropas de Gendarmería adscritas al Regimiento 18 de las Lomitas que, en un
número no determinado de efectivos, protagonizó la matanza indiscriminada de
indígenas Pilagá que se encontraban reunidos en el paraje de la Bomba en
ejercicio de una congregación de tipo religioso.
El carácter
premeditado de esa masacre se vislumbra en los informes previos que, a través
del conducto de la Dirección General de la Gendarmería, fueron conocidos por el
Ministerio del Interior, así como por la Dirección de Protección al Aborigen,
dependiente de este Ministerio a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Tal Dirección envió en los días previos al 10 de octubre a un funcionario con el
objetivo de dispersar la congregación de indígenas. Lo propio hizo la
Gendarmería acercándose para entregar alimentos, que todos los indígenas
declaran que se encontraban en mal estado y fueron causa de enfermedad para
quienes los consumieron.
Los informes
elaborados en ese momento aducían a una actitud desafiante y amenazadora por
parte de los indígenas, pero, aunque esa dudosa situación llegase a ser cierta,
no lo era el hecho de no encontrarse ningún tipo de armas en la congregación.
Por ello, el cerco tendido por los gendarmes en la tarde del 10 de octubre, y el
inicio indiscriminado de disparos que causaron las muertes y heridas para una
población indefensa, difícilmente pueden ser catalogados de forma distinta a una
acción premeditada con intención de asesinar a esa población. Además, la matanza
inicial se continuó con persecuciones a los sobrevivientes que incluyeron
posteriores fusilamientos a más de 30 kilómetros de la Bomba, torturas,
violación de mujeres y quema de cuerpos por parte de la gendarmería, así como
ocultamiento de pruebas y tala de árboles que guardaban en sus troncos las
señales de los miles de disparos lanzados contra los indígenas.
Por su parte, la
prensa nacional hacía uso de los sentidos racistas fuertemente instalados en la
opinión pública para inculpar de los hechos de violencia a las victimas
indígenas, utilizando calificativos como sublevación de indios, rebelión,
levantamiento armado, atentado, desmanes, saqueos o, el aun usado argumento de
la ocurrencia de un ‘’malón’’. 4 días más tarde, una conferencia de prensa
ofrecida por el Gobernador del Territorio Nacional de Formosa en compañía del
Ministerio del Interior, desmentía la gravedad de los hechos y condenaba al
olvido aquel genocidio.
Parece evidente
concluir que, tras la envergadura de los hechos y el conocimiento manifiesto de
tantas agencias del Estado, pueda ser siquiera posible pensar este hecho como
aislado o desconocido por las máximas instancia de decisión del poder ejecutivo,
es decir, del propio Juan Perón. Esta evidente conclusión se respaldaría con el
repaso de otra muestra del accionar de ese gobierno frente a los indígenas,
patente en la represión sufrida por los integrantes del llamado ‘’malón de la
paz’’ que caminaron en 1946 desde sus lugares de origen en distintos pueblos del
interior con la esperanza de ser recibidos por el Presidente, pero solo
encontraron como respuesta su violenta expulsión de la ciudad, y la amenaza para
que concluyeran sus reclamaciones. Otro hecho que, la propaganda de la época
rápidamente se encargó de ocultar.(7)
Pero, gracias al
accionar de la Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá, en julio
de 2019, hace exactamente un año, y a más de 72 años de la perpetración de la
masacre de la Bomba, el Estado argentino, a través de su poder judicial, hizo
expreso y formal reconocimiento del carácter de genocidio para la masacre de
Rincón Bomba, y de la responsabilidad estatal en la comisión de dichos
crímenes. Más allá de las reparaciones patrimoniales, que por cierto han sido
estimadas como insuficientes por parte de la Federación, y de reparaciones no
patrimoniales como la orden de levantar un monumento en el lugar de los hechos
para reparar la memoria histórica o de instituir la fecha del 10 de octubre como
efeméride nacional de la ‘’masacre de La Bomba’’, resultan muy relevantes las
apreciaciones dadas en el texto de la sentencia para clarificar la concepción
del genocidio continuado y de la conflictividad territorial como eje de las
relaciones interétnicas o de las políticas estatales frente a los pueblos
indígenas. Al respecto se señala que,
Desechado entonces
que el daño directo a reparar sean las muertes, violaciones, dolores, y
padecimientos sufridos por cada una de las victimas individuales, hemos de
concluir que lo que debe repararse es el daño que la etnia Pilagá sufrió como
grupo social como consecuencia de esas muertes, violaciones dólares y
padecimientos que, sufridos en la carne y el espíritu de las víctimas se propagó
al tejido social en conjunto. Este padecimiento comunitario no anida en
abstracto sino en los integrantes de la comunidad, y emerge con claridad en las
expresiones y dichos declaraciones de los integrantes de la etnia que
declararon… (8)
En otras palabras,
las victimas siguen siendo los indígenas del presente. Además, si bien este
hecho no estuvo directamente relacionado con una disputa por la tenencia de la
tierra, si resulta claro que el genocidio estatal pretendió generar una clara
afectación sobre elementos concretos que articulan la organización social de esa
comunidad y que constituyen fundamento de su existencia. Se señala en la
sentencia del Juzgado Federal de Formosa que conoció de la demanda instaurada
por los indígenas que ‘’ese daño a la comunidad se produjo sobre los cuerpos de
las victimas individuales que fueron intoxicadas, baleadas, obligadas a
refugiarse en el monte, perseguidas, torturadas y violadas, y de diferente modos
llevadas a la muerte y al dolor, y los sobrevivientes “reducidos” y sometidas a
trabajos forzados y a la negación de su identidad’’. Así, la pretensión de
destrucción del pueblo Pilagá se ve reflejada no solo en la matanza, sino además
en hechos posteriores que significaron persecuciones y encierro en ‘’Colonias’’
para no pocos sobrevivientes.
Los actos
barbáricos realizados por el Estado, cuyo punto culminante fue el ingreso a las
reducciones de los indígenas sometidos a los maltratos y reducidos a esclavitud
o servidumbre forzada, además de las violaciones concretas de los derechos
individuales a esos ciudadanos a los cuales se les negó tal carácter, también
tuvo como efecto haber interrumpido los procesos de organización social de las
comunidades.(9)
Los procesos de
organización social, los tejidos comunitarios de interacción y la
territorialidad son dimensiones de la existencia misma de una colectividad no
basada en los parámetros individualistas de las sociedades capitalistas
modernas. Por ello, el genocidio organizado durante el gobierno peronista no
puede ser visto por fuera del avance sistemático sobre los pueblos indígenas y
como la cara que hasta el presente ha mostrado el modelo estatal para su
‘’incorporación’’. La masacre de la Bomba no parece directamente motivada por
una disputa territorial, pero la forma en que fue perpetrada si permite
reconocer su objetivo de infligir un daño al tejido social en su conjunto,
diezmando las articulaciones que permiten la subsistencia de las poblaciones
originarias en los contextos adversos de su sometimiento al Estado en los
términos hasta ahora señalados. La suma de desaparición física de una parte
sustantiva de la población a la amenaza latente de la persecución, el olvido y
negación institucional y el sostenimiento de la matriz racista del nacionalismo
moderno, son medios que históricamente ha usado la clase dominante en ejercicio
de gobierno o por fuera de él, para respaldar su avanzada sobre el despojo y la
apropiación territorial.
No parece entonces muy esperable que el
presente gobierno peronista asuma una política radicalmente distinta a la
históricamente entablada por las elites gobernantes en sus distintas facetas
partidistas. Estos primeros meses del ‘’nuevo’’ mando ejecutivo así lo
demuestran. La conflictividad territorial que ha victimizado a los pueblos
indígenas por oponerse con su mera existencia y con la lucha por la salvaguarda
de sus tradiciones ante el modelo de explotación y mercantilización de la tierra
propio del sistema capitalista, continuará. Pero, ello no quiere decir que no
sea posible hacer algo para detener el genocidio como práctica constante, aunque invisibilizada, del Estado. Levantar una voz de denuncia, que se suma a otras
tantas, para ser millones, es el sentido de este escrito.
NOTAS:
[1] Una reseña del mismo se encuentra disponible en: https://www.unsam.edu.ar/tss/wp-content/uploads/2020/04/0-INFORME-Efectos-COVID19-PI-LIAS-UNLP-ICA-FFyL-UBA-Informe-FINAL.pdf.
Rescatado el 17 de julio de 2020.
2 Ídem.
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